por
Joaquín Navarro-Valls
22
Noviembre 2013
Soy consciente que no se
espera de mi intervención un discurso teorético y académico del pensamiento de
Juan Pablo II sobre el tema del sufrimiento humano sino más bien un testimonio
de quien ha vivido durante muchos años una experiencia profesional y humana
junto a un pontífice santo. Quisiera, sin embargo, mantenerme alejado de dos
riesgos: el de la evocación anecdótica −sin duda edificante pero inevitablemente
nostálgica− y el de la conmemoración quizás rigurosa pero fatalmente
arqueológica. Estoy convencido de que ni la nostalgia ni la evocación de algo
que fue, hacen justicia a un santo. A ningún santo.
¿Qué es un Santo? Los santos
no son como las obras de arte que admiramos en los museos. Y no son tampoco
como trofeos conquistados por el cristianismo y que custodiamos en las
iglesias. Ahora se ha comenzado a decir que la Iglesia hará Santo a Juan Pablo
II. En realidad la Iglesia lo que hace es reconocer y confirmar que la vida de
Juan Pablo II fue la vida de un Santo. Es decir, o un Santo lo es mientras
vive, o no lo será nunca.
Los santos lo son por haber
sabido convertir en vida propia todas las potencialidades de bondad que Dios
había injertado en su vida −como en la todo ser humano− en el momento de nacer.
Por eso, a su muerte, los santos permanecen siempre, eternamente, activos,
operantes por lo que su historia puede no considerarse una imagen cristalizada
fuera del tiempo sino, por el contrario, son fuente de inspiración y de
imitación permanentemente actual, fresca, para todos.
Quizás se podrían ustedes
preguntar por qué de todo el inmenso magisterio de Juan Pablo II se me ha
ocurrido comentar algo tan poco simpático como el tema del dolor y del sufrimiento
humano.
La respuesta es doble. Si no
estuviera tan convencido de que la alegría, el buen humor, el optimismo, la
simpatía y el amor por la belleza eran en él los temas definitivos de su
carácter, no habría elegido este tema que hubiera podido dar la impresión de un
hombre triste, taciturno, opaco a las alegrías de la existencia. Decididamente,
aún a pesar del tema, no corro ese riesgo. Juan Pablo II era posiblemente la
persona que he conocido en mi vida en la que la alegría era su perfil caracteriológico
más acusado.
La segunda razón que me ha
inducido a elegir este tema es de carácter digamos antropológico: no existe
experiencia humana más universal que el sufrimiento. Ningún ser humano es ajeno
a él. Antes o después, todos nos confrontamos con una u otra forma de
sufrimiento. Esta universalidad pueda legitimar el hecho de que hoy haya
elegido este tema.
Se podría pensar que la
sensibilidad sobre el tema del dolor hubiera tomado forma en Juan Pablo II solo
después del atentado o como consecuencia de las sucesivas y frecuentes
experiencias de enfermedad. A veces las conmemoraciones en los medios han
subrayado una hipotética separación entre un antes y un después en la vida de
Juan Pablo II mostrando una escisión neta provocada precisamente por eventos
dolorosos: al Papa enérgico y vigoroso, sensible a los temas de la justicia
social y de los grandes problemas del mundo, habría seguido un pontífice frágil
y enfermo, orientado solo a meditar sobre temas existenciales, el sufrimiento y
la muerte.
Puedo afirmar que tal
consideración es equivocada. Desde joven Karol Wojtyla fue atraído por el
problema del misterio del dolor. En una carta al amigo Miesczylaw Ktlarzyk del
2 de Noviembre de 1939, cuando tenía entones 19 años y todavía antes de su
ordenación sacerdotal, escribía: «Últimamente he pensado mucho sobre la fuerza
liberadora del sufrimiento. Es en el sufrimiento en donde se funda el mensaje
de Cristo, comenzando por la Cruz y hasta el más pequeño tormento humano. Este
es el verdadero mesianismo».
En aquella joven edad, su
vida había sido ya visitada por el sufrimiento. Había perdido su madre a la
edad de 9 años y más tarde a su hermano. No había conocido a su hermana, muerta
antes de que él naciera. Todo esto, además, en una Polonia invadida por los nazis.
Es por lo tanto natural que, después de haber sufrido esos lutos tan
significativos él fuera ya conformado por la experiencia del dolor. Recuerdo
que hablando con él del día en que había sido ordenado sacerdote en el 1946
bajo la ocupación esta vez soviética, le pregunté quién le acompañaba en
aquella ocasión: «A aquella edad −me respondió− había ya perdido todas las
personas a quienes habría podido amar». En él esa respuesta no tenía la forma
de un lamento sino más bien era una constatación de hecho.
Pero el término que he
utilizado “atraído” por el misterio del dolor humano manifiesta mucho más de lo
que se suele leer en la literatura romántica como una inevitable tendencia en
la adolescencia. Él estaba muy lejos de considerar el dolor como “bueno”. Y por
lo tanto era inmune de cualquier riesgo de victimismo. No creía en el derecho a
no sufrir. Pero tampoco en el deber de sufrir. Más bien, como espíritu objetivo
que era, entendía que en el ser humano el sufrimiento es sencillamente
inevitable. Y quien piensa poder descubrir en la naturaleza humana un derecho a
no sufrir, se equivoca.
Por esto, Karol Wojtyla
acompaña siempre el concepto de “sufrimiento” con la palabra “misterio”. Es
más, consideraba que el ser humano se hace la pregunta sobre el porqué del
sufrimiento en dos dimensiones existenciales: ¿por qué el dolor humano?, es
decir, ¿de dónde viene? Y, a la vez, ¿por qué a mí? En torno a estas dos
preguntas se construyen dos actitudes humanas contrapuestas y excluyentes: el
escándalo del dolor o la intuición de su significado y sentido.
Pero cuando estas dos
preguntas han encontrado por lo menos alguna respuesta, todavía permanece el
límite del misterio que el ser humano no puede del todo sobrepasar.
Precisamente porque, como escribe Juan Pablo II «el sufrimiento parece
pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de aquellos límites en los que
el ser humano está destinado, en una cierta manera, a superarse a sí mismo y es
llamado a eso en un modo misterioso».
En este itinerario personal,
Juan Pablo II indaga en el interior de dos figuras bíblicas que son como
arquetipos del modo como el ser humano se enfrenta con el sufrimiento: Job y el
Cirineo. En el drama “Job” que escribe en 1940 durante la segunda guerra
mundial, él definía el sufrimiento como «la casa del hombre». Esta expresión
trae el eco de las palabras de Martin Heidegger «la casa del ser» que, sin
embargo, en Wojtyla no es un destino ciego del que se busca en cualquier modo
huir porque en Wojtyla el sufrimiento porta consigo un carácter revelador de lo
humano.
Wojtyla es bien consciente
que el dolor no es un castigo o una maldición maléfica. Y no es siquiera −como
no lo es en la vida de Job− un castigo reservado a los culpables de pecados
sino, como escribirá luego en la Salvifici doloris «el libro de Job dice la
última palabra de la Revelación sobre este tema. En un cierto modo, es el
anuncio de la pasión de Cristo». Cristo, el inocente absoluto, más todavía que
los niños que sufren, es la única puerta para penetrar en el sentido del dolor
ya que «Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el porqué
del sufrimiento en la medida en que somos capaces de comprender la sublimidad
del amor divino».
La otra figura en la que
Wojtyla indaga es la de Simón de Cirene. Aquel hombre que vuelve pacíficamente
a casa después de su trabajo y se ve llamado, forzado, obligado a llevar una
cruz no ciertamente suya sino de otro a él desconocido. Escribe a propósito
Juan Pablo II: «Ciertamente, la cruz no la quería llevar. Ha sido obligado. Él
caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los
hombros del condenado parecían demasiado débiles. Lo han llamado. Lo han
obligado».
Parece tan similar esta
figura del Cirineo a las situaciones de la vida de cualquier hombre y de
cualquier mujer cuando nos vemos obligados a soportar un sufrimiento que nos
resulta extraño, ajeno, que no nos gusta, que habríamos querido dejar caer
sobre los hombros de otro...
Pero Juan Pablo II pone a
continuación la pregunta definitiva sobre aquel Cirineo obligado a llevar la
Cruz: «¿Durante cuánto tiempo ha caminado así, interiormente dividido, con una
barrera de indiferencia hacia aquel hombre que sufría?».
Como sabemos, la historia
del Cirineo acaba bien. De hecho, el autor del Evangelio menciona a los hijos
de este hombre entre los primeros católicos de Jerusalén. Quiere decir que de
la repugnancia inicial a llevar la cruz de aquel condenado, una cruz no
querida, forzada, él pasó a hacerla propia, a decidirse a asumirla
completamente sintiéndose quizás más merecedor de aquel peso enojoso que el
otro inocente a quien le habían pedido o, mejor, obligado, a ayudar.
No por casualidad en la
poesía “Perfil de Cirineo” de 1958 Wojtyla hablaba de los «cirineos de nuestro
tiempo»: todos aquellos que sufren contra su voluntad pero que en algún momento
descubren en la Cruz el sentido auténtico del sufrir. Siempre ha habido en el
joven Wojtyla la convicción que el “mundo del sufrimiento” −del cansancio, del
hambre, de los deseos que no se realizan− y el “sufrimiento del mundo” −de la
guerra, de la pérdida de la libertad, de los desastres naturales− son un único
misterio que podría recibir un significado sólo a la luz del sufrimiento de
Cristo. Cada dolor humano es inseparable, para él, de aquella Cruz en la cual
está comprendido y hecho sensato el perfil de la propia existencia.
En su extraordinario libro
Cruzar el umbral de la esperanza, Juan Pablo II propone una reflexión de gran
potencia: «Dios está siempre de la parte de los que sufren. Su omnipotencia se
manifiesta precisamente en el hecho de que ha aceptado libremente el
sufrimiento. Habría podido no hacerlo. Habría podido demostrar la propia
omnipotencia incluso en el momento de la Crucifixión. Se le proponía: “baja de
la cruz y te creeremos”» (Mc 15, 32). Pero no ha recogido aquel desafío. El
hecho de que haya permanecido en la cruz hasta el final; el hecho de que en la
cruz haya podido decir, como tantos que sufren: “Dios mío ¿por qué me has
abandonado”? (Mc 13, 54), este hecho permanece en la historia del hombre como
el argumento más fuerte. Si hubiera faltado aquella agonía sobre la cruz, la
verdad de que Dios es amor habría quedado suspendida en el vacío».
Conservo un recuerdo
indeleble, entre los tesoros de haberlo acompañado, de un viaje en Colombia
durante el cual el Papa quiso visitar Armero, una ciudad de 25.000 habitantes
sepultada completamente por el fango después que una erupción de un volcán
hubiera derretido los glaciares del Nevado del Ruiz. Se llegó a aquella costra
de tierra ya endurecida de la que asomaba solamente la cima del campanario de
una iglesia. Juan Pablo II permaneció arrodillado en aquella tierra un largo
tiempo. A la vuelta del viaje le pregunté qué pensaba en aquellos momentos. Y
él, como hablando consigo mismo, respondió: «Impresionante aquel túmulo de
25.000 personas. El hombre aplastado... Pero el hombre no puede ser aplastado
nunca porque Dios ha sido aplastado en Cristo. Esto es difícil de entender:
Dios aplastado... Ni siquiera Pedro lo entendía...». Me pareció que en esas
palabras se reflejaba su profunda convicción que en Cristo encuentra sentido
toda tragedia humana. Convicción que era el fundamento de su íntimo, razonado,
absoluto optimismo.
Se trataba de un optimismo
no sólo temperamental sino el reflejo de una esperanza profunda, de una
convicción radicada que estaba también en la base de su buen humor.
Y me parece que habiendo
repetido varias veces los conceptos de sufrimiento y de enfermedad, sea
necesario abrir nuestra atención también a la dimensión de la alegría que
pertenece plenamente al magisterio de Juan Pablo II sobre este tema. Su
formulación de fondo es esta: «La alegría proviene del descubrimiento del
sentido del dolor». Y no faltaban en él nunca las manifestaciones de la
simpatía y buen humor que son la consecuencia de una alegría estable y sólida.
Una vez un visitante en los años en los que el Parkinson estaba ya avanzado, le
manifestó su impresión sobre lo bien que lo encontraba. Juan Pablo II,
esbozando una sonrisa y con indudable realismo irónico, le respondió: «Pero,
¿usted cree que no veo en televisión la pinta que tengo...?».
En otra ocasión, recibiendo
a un grupo de amigos polacos de su juventud, uno de ellos hizo una referencia a
su caminar, en aquella época ya difícil, para afirmar que en definitiva aquel
límite físico no era tan importante. Una vez más, con un buen humor bromista,
el Papa le respondió: «Ciertamente; y menos mal que esto ha comenzado por las
piernas y no por la cabeza...!».
Cuando se está convencido,
como él, que «La alegría proviene del descubrimiento del sentido del
sufrimiento» entonces dos actitudes humanas −buen humor y aceptación de la
aflicción− que parecerían enloquecer si se quieren vivir simultáneamente, no
solamente pueden estar unidas sino que, al final, una es la base y la razón de
la otra. Así me ha parecido ver en él hasta el final de su vida.
Esto abre el camino a una
reflexión, que será muy breve sobre algunas enseñanzas que Juan Pablo II nos ha
dejado principalmente a quienes somos médicos pero también a todos. Y
mencionaré sólo tres aspectos.
Primera consideración:
Recuerdo un día en el que, en Castelgandolfo, Juan Pablo II fue visitado por un
especialista que lo sometió a una detallada y meticulosa exploración
neurológica. Me encontraba yo también en aquella habitación. Hacia el final el
médico dirigió al Papa esta pregunta: «¿Cómo vive usted, Santo Padre, esta
situación?» La pregunta era claramente de carácter médico: de hecho el modo
como una enfermedad es percibida y vivida por el paciente es, como sabemos, una
dato de importante significación clínica. La respuesta del Papa fue: «Yo me
pregunto qué me quiere decir Dios con esto».
La pregunta, lógicamente,
había sido formulada en el nivel experiencial, natural, médico. La respuesta se
elevaba a otro plano más alto; a aquel plano en el que el sufrimiento y las
limitaciones pueden encontrar no ya la respuesta de un diagnóstico clínico sino
el horizonte de un sentido, de un significado.
Yo pienso que todos tenemos
la experiencia de que quien sufre no puede dejar de preguntarse sobre el
sentido de lo que le ocurre. Pero sufre todavía más si no encuentra un espacio
en donde su sufrimiento puede encontrar un sentido. Es más, se podría decir que
no encontrar respuestas a los interrogantes de la aflicción es y en sí la más
dolorosa de las aflicciones.
Y podemos ponernos una
pregunta: ¿en qué modo compete al médico ayudar al paciente para que descubra o
por lo menos pueda iniciar un itinerario hacia el significado de su enfermedad?
¿Puede el médico substraerse completamente a la responsabilidad de acompañar al
paciente en el camino que lo lleva a buscar respuestas a las preguntas: porqué
el sufrimiento y porqué a mí?
Segunda breve reflexión:
para Juan Pablo II era importante comprender el paciente −y, a veces, hacer que
el paciente mismo se considere− como sujeto en su enfermedad y no solamente
como objeto de una cura.
Después del atentado y los
muchos días de convalecencia en el hospital sucesivos a la infección por
citomegalovirus, el grupo de médicos que lo atendían discutían un día entre
ellos sobre la posible fecha de la dimisión del enfermo. Quizás el Papa escuchó
desde su habitación parte de aquella conversación. En un cierto momento, el
Papa entró en aquella habitación. Cogió una silla y sentándose junto a los
médicos les dijo: «Si me permitís, no podéis decidir vosotros solos sino que,
por lo menos, debemos decidir esto juntos. El paciente es siempre sujeto de su
enfermedad y no solamente el objeto de un tratamiento terapéutico».
Yo pienso que Juan Pablo II
nos transmitía con aquellas palabras una grande lección para el ejercicio de la
medicina. No se trata de la misma manera a un objeto a curar, que a un sujeto
que busca y espera una curación. Porqué la consideración de un paciente como
sujeto tiene necesariamente en cuenta no sólo los factores y procesos patógenos
presentes en toda enfermedad sino también aquel amplio campo representado por
las expectativas −siempre diversas en cada persona− de las realidades
familiares, laborales, proyectuales. En definitiva, aquel conjunto de factores
biográficos que conforman siempre la peculiaridad de cada persona singularmente
considerada.
La razón instrumental,
aquella que es necesaria −es más, imprescindible− a la ciencia médica para
progresar, no debería invadir del todo y conformar completamente la relación
personal entre médico y paciente.
Si la síntesis de todas las
exigencias éticas en las relaciones humanas es simplemente tratar a las
personas como personas, se entiende por qué es diferente tratar un paciente
como una persona con una propia historia y un propio futuro, o por el contrario
tratarla como el "locus", el lugar de un problema técnico. Esta
diferencia se hace evidente en el cuadro completo de la relación
médico-paciente que incluye incluso aspectos aparentemente muy lejanos de la
metodología médica tales como la forma amable del lenguaje, el tiempo reducido
de la espera en los consultorios, la limpieza del ambiente, la paciencia y el
interés con que se escucha al paciente, etc.
Tercera consideración. Desde
el inicio de su Pontificado Juan Pablo II dio la indicación de que en todas sus
ceremonias públicas las primeras filas estuvieran siempre dedicadas a los
enfermos. En sus audiencias en Roma o en sus viajes en todo el mundo, los
enfermos ocupaban siempre un lugar preeminente y bien visible.
Antes de las audiencias, él
se entretenía con ellos, uno a uno, saludando, acariciando, escuchando. En una
de esas ocasiones, quien lo acompañaba le hizo notar discretamente el retardo
que se estaba acumulando. Su respuesta fue inmediata: «Con quien sufre no se
debe tener nunca prisa». Y continuó con ellos todo el tiempo necesario.
Pienso que para el médico
pero también para cualquiera de nosotros esta frase: «Con quien sufre no se
debe tener nunca prisa» es una estupenda indicación que va mucho más allá de
hacer lo necesario para alcanzar un diagnóstico y decidir una terapéutica.
Porque quien sufre necesita, en cuanto ser humano, aquel "algo más"
que la persona de quien sufre merece y necesita.
El sufrimiento, sobre todo
cuando es duradero y no solamente episódico, tiende a menudo a encerrar al ser
humano en un círculo particular del sufrir que lo lleva como a aislarse, a
cerrase en sí mismo a veces con los rasgos que asemejan al egoísmo. Porque
quien sufre siente que tendría que tener parte en un bien que los demás tienen
y a él le falta.
Con el «no tener prisa con
quien sufre» Juan Pablo II nos enseña la actitud adecuada para destruir la
soledad que amenaza siempre a quien sufre; a ir más allá de la cárcel en la que
el cuerpo puede llegar a convertirse cuando no le llega de los demás el gesto
afectivo pero también físico, corporal, expresivo en la dirección de la
comunión que nos abre al encuentro con el otro y arranca al otro del
aislamiento de sus límites y de sus temores.
El cuerpo humano es,
siempre, barrera, límite físico que nos separa de los demás: donde está mi
cuerpo no puede estar ningún otro. Pero también es verdad que precisamente por
el cuerpo podemos acercarnos a los otros, comunicar con ellos. El gesto del
cuerpo es expresión de una convicción del espíritu. La clausura al otro es
egoísmo. La apertura al otro que puede manifestar mi corporeidad es comunión,
compasión y condivisión con el mundo del otro. Juan Pablo II nos invita a
desmontar la soledad interior de quien sufre. Pero destruir la soledad
significa hacer que la soledad misma resulte imposible. No siempre se puede
curar una enfermedad. No siempre se puede aliviar del todo un sufrimiento. Pero
siempre es posible hacer lo imposible para eliminar la soledad.
Pero al final, había todavía
una enseñanza de Juan Pablo II que le quedaba por transmitirnos. Y esto se hizo
evidente en los últimos años de su existencia cuando la enfermedad y el
sufrimiento se hicieron tema central de su propia vida. Antes del atentado,
Juan Pablo II no había conocido directamente el mal físico con tanta invasora
fuerza. Después, en diversas ocasiones, la dimensión física del dolor lo visitó
y acompaño durante años. Diría que desde entonces comenzó a escribir la
encíclica más bella de todo su largo Pontificado porque no la estaba
escribiendo con palabras sino con su propia vida. Lo que en aquellos años decía
aún sin poderlo a veces manifestar era que la enfermedad no es flagelo
espectacular y no es ni siquiera una condena aplastante. El sufrimiento
pertenece a la existencia como experiencia esencial de la persona humana. La
enfermedad no solo no lleva a la desesperación sino que se presenta como una
simplificación excepcional, una destilación saludable de lo que es realmente
humano respecto a todo el resto. No se da vida sin sufrimiento y no se da
vocación sin dolor porque nada grande nace solamente del placer sino que emerge
como una novedad que lacera y aniquila antes de rejuvenecer y dar esperanza.
Si en él había, a veces, una
primera reacción, muy humana, de resistencia −como, por ejemplo, en un examen
de los médicos o en la dificultad para permanecer de pie largo tiempo en las
ceremonias litúrgicas− inmediatamente era evidente en él un acto profundo de
aceptación. Así hasta el final de su existencia terrena. Mirándolo, en aquellos
años, nos faltaba −sobre todo a quienes estábamos más cerca de él− su sonrisa
habitual que la rigidez muscular de su enfermedad le había robado. Pero era
solamente la imposibilidad de manifestar al externo una sonrisa que en su
interior permanecía intacta. Como siempre.
La última vez que lo vi
fuera del lecho en donde se consumó su existencia, era en una silla de ruedas
empujada por una religiosa en su apartamento. La distancia era corta: los
escasos diez metros que discurrían entre su habitación y la capilla de su
apartamento. Era allí, junto al tabernáculo, en donde pasaba su tiempo aquellos
días.
Era el lugar en donde del
sufrimiento se podía entender todo. Porque era allí en donde la aceptación más
plena hacía del sufrimiento humano, ofrenda.
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