CARTA ENCÍCLICA
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
Sobre la paz entre
todos los pueblos que ha de fundarse
en la verdad, la
justicia, el amor y la libertad.
A los venerables
hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos,
Obispos y otros
Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica,
al clero y fieles de
todo el mundo y a todos los hombres de buena voluntad
INTRODUCCIÓN
El orden en el
universo
1. La paz en la
tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es
indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente
el orden establecido por Dios.
2. El progreso
científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los seres vivos y
en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo
tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede
descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas
mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.
3. Pero el progreso
científico y los adelantos técnicos lo primero que demuestran es la grandeza
infinita de Dios, creador del universo y del propio hombre. Dios hizo de la
nada el universo, y en él derramó los tesoros de su sabiduría y de su bondad,
por lo cual el salmista alaba a Dios en un pasaje con estas palabras: ¡Oh
Yahvé, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra![1]. Y en
otro texto dice: ¡Cuántas son tus obras, oh Señor, cuán sabiamente
ordenadas![2] De igual manera, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza[3],
dotándole de inteligencia y libertad, y le constituyó señor del universo, como
el mismo salmista declara con esta sentencia: Has hecho al hombre poco menor
que los ángeles, 1e has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío
sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto debajo de sus pies[4].
El orden en la
humanidad
4. Resulta, sin
embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo
ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece
como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por
1a fuerza.
5. Sin embargo, en lo
más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia
humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los
preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia[5].
Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son, en
efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto
mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan[6].
6. Pero una opinión
equivocada induce con frecuencia a muchos al error de pensar que las relaciones
de los individuos con sus respectivas comunidades políticas pueden regularse
por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los elementos irracionales del
universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay que buscarlas
solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la
naturaleza del hombre.
7. Son, en efecto,
estas leyes las que enseñan claramente a los hombres, primero, cómo deben
regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; segundo, cómo deben
ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada
Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; finalmente, cómo
deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados, y de otra, la
comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia
urgente del bien común universal.
I. ORDENACIÓN DE LAS
RELACIONES CIVILES
8. Hemos de hablar
primeramente del orden que debe regir entre los hombres.
La persona humana,
sujeto de derechos y deberes
9. En toda
convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como
fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza
dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene
por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo
de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto[7].
10. Si, por otra
parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades
reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta
dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo,
hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la
gloria eterna.
Los derechos del
hombre
Derecho a la
existencia y a un decoroso nivel de vida
11. Puestos a
desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos
que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los
medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente,
el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y,
finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado.
De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad
personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último,
cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios
necesarios para su sustento[8].
Derecho a la buena
fama, a la verdad y a la cultura
12. El hombre exige,
además,, por derecho natural el debido respeto a su persona, la buena
reputación social, la posibilidad de buscar la verdad libremente y, dentro de
los límites del orden moral y del bien común, manifestar y difundir sus
opiniones y ejercer una profesión cualquiera, y, finalmente, disponer de una
información objetiva de los sucesos públicos.
13. También es un
derecho natural del hombre el acceso a los bienes de la cultura. Por ello, es
igualmente necesario que reciba una instrucción fundamental común y una
formación técnica o profesional de acuerdo con el progreso de la cultura en su
propio país. Con este fin hay que esforzarse para que los ciudadanos puedan
subir, sí su capacidad intelectual lo permite, a los más altos grados de los
estudios, de tal forma que, dentro de lo posible, alcancen en la sociedad los
cargos y responsabilidades adecuados a su talento y a la experiencia que hayan
adquirido[9].
Derecho al culto
divino
14. Entre los
derechos del hombre dé bese enumerar también el de poder venerar a Dios, según
la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en
público. Porque, como bien enseña Lactancio, para esto nacemos, para ofrecer a
Dios, que nos crea, el justo y debido homenaje; para buscarle a El solo, para
seguirle. Este es el vínculo de piedad que a El nos somete y nos liga, y del
cual deriva el nombre mismo de religión[10]. A propósito de este punto, nuestro
predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: Esta libertad, la libertad
verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la
dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda
opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia.
Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la
que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su
sangre los innumerables mártires cristianos [11].
Derechos familiares
15. Además tienen los
hombres pleno derecho a elegir el estado de vida que prefieran, y, por
consiguiente, a fundar una familia, en cuya creación el varón y la mujer tengan
iguales derechos y deberes, o seguir la vocación del sacerdocio o de la vida
religiosa[12].
16. Por lo que toca a
la familia, la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e
indisoluble, es necesario considerarla como la semilla primera y natural dela
sociedad humana. De lo cual nace el deber de atenderla con suma diligencia
tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y ética;
todas estas medidas tienen como fin consolidar la familia y ayudarla a cumplir
su misión.
17. A los padres, sin
embargo, corresponde antes que a nadie el derecho de mantener y educar a los
hijos[13].
Derechos económicos
18. En lo relativo al
campo de la economía, es evidente que el hombre tiene derecho natural a que se
le facilite la posibilidad de trabajar y a la libre iniciativa en el desempeño
del trabajo[14].
19. Pero con estos
derechos económicos está ciertamente unido el de exigir tales condiciones de
trabajo que no debiliten las energías del cuerpo, ni comprometan la integridad
moral, ni dañen el normal desarrollo de la juventud. Por lo que se refiere a la
mujer, hay quedarle la posibilidad de trabajar en condiciones adecuadas a las
exigencias y los deberes de esposa y de madre[15].
20. De la dignidad de
la persona humana nace también el derecho a ejercer las actividades económicas,
salvando el sentido de la responsabilidad[16]. Por tanto, no debe silenciarse
que ha de retribuirse al trabajador con un salario establecido conforme a las
normas de la justicia, y que, por lo mismo, según las posibilidades de la empresa,
le permita, tanto a él como a su familia, mantener un género de vida adecuado a
la dignidad del hombre. Sobre este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII afirma: Al deber de trabajar, impuesto al hombre por la naturaleza,
corresponde asimismo un derecho natural en virtud del cual puede pedir, a
cambio de su trabajo, lo necesario para la vida propia y de sus hijos. Tan
profundamente está mandada por la naturaleza la conservación del hombre[17].
Derecho a la
propiedad privada
21. También surge de
la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos
los de producción, derecho que, como en otra ocasión hemos enseñado, constituye
un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el
ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad
económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación
para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el
Estado[18].
22. Por último, y es
ésta una advertencia necesaria, el derecho de propiedad privada entraña una
función social[19].
Derecho de reunión y
asociación
23. De la
sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de
asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma más idónea para
obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con
propia responsabilidad, y el de conducirlas a los resultados previstos [20].
24. Como ya
advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et magistra, es
absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u organismos
intermedios, capaces de alcanzar los fines que os particulares por sí solos no
pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse
como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y
libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de la
responsabilidad[21].
Derecho de residencia
y emigración
25. Ha de respetarse
íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su
residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es necesario
que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos, emigrar a otros países y
fijar allí su domicilio[22]. El hecho de pertenecer como ciudadano a una
determinada comunidad política no impide en modo alguno ser miembro de la
familia humana y ciudadano de la sociedad y convivencia universal, común a
todos los hombres.
Derecho a intervenir
en la vida pública
26. Añádese a lo dicho
que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar parte
activa en la vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice nuestro
predecesor, de feliz memoria, Pío XII, el hombre como tal, lejos de ser objeto
y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser
y permanecer su sujeto, fundamento y fin[23].
Derecho a la
seguridad jurídica
27. A la persona
humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos; defensa
eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como
advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con estas palabras: Del
ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre
a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho,
protegida contra todo ataque arbitrario([24].
Los deberes del
hombre
Conexión necesaria
entre derechos y deberes
28. Los derechos
naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los
posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que
los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible.
29. Por ello, para
poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber
de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con
decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada
día con mayor profundidad y amplitud.
El deber de respetar
los derechos ajenos
30. Es asimismo
consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un determinado derecho
natural de cada hombre corresponda en los demás el deber de reconocerlo y
respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del hombre deriva su fuerza
moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone el correlativo
deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo
sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban
con una mano lo que con la otra construyen.
El deber de colaborar
con los demás
31. Al ser los
hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con otros y procurar cada
uno el bien de los demás. Por esto, una convivencia humana rectamente ordenada
exige que se reconozcan y se respeten mutuamente los derechos y los deberes. De
aquí se sigue también el que cada uno deba aportar su colaboración generosa
para procurar una convivencia civil en la que se respeten los derechos y los
deberes con diligencia y eficacia crecientes.
32. No basta, por
ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas necesarias para la vida si
no se procura, en la medida posible, que el hombre posea con suficiente
abundancia cuanto toca a su sustento.
33. A esto se añade
que la sociedad, además de tener un orden jurídico, ha de proporcionar al
hombre muchas utilidades. Lo cual exige que todos reconozcan y cumplan
mutuamente sus derechos y deberes e intervengan unidos en las múltiples
empresas que la civilización actual permita, aconseje o reclame.
El deber de actuar
con sentido de responsabilidad
34. La dignidad de la
persona humana requiere, además, que el hombre, en sus actividades, proceda por
propia iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose de la convivencia
civil, debe respetar los derechos, cumplir las obligaciones y prestar su
colaboración a los demás en una multitud de obras, principalmente en virtud de
determinaciones personales. De esta manera, cada cual ha de actuar por su
propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y no movido por la coacción
o por presiones que la mayoría de las veces provienen de fuera. Porque una
sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de
inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad,
en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al
propio perfeccionamiento.
La convivencia civil
Verdad, justicia,
amor y libertad, fundamentos de la convivencia humana
35. Por esto, la
convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la
dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San
Pablo: Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues
que todos somos miembros unos de otros[25]. Esto ocurrirá, ciertamente, cuando
cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los
deberes que tiene para con los demás. Más todavía: una comunidad humana será
cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia,
respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén
movidos por el amor de tal manera, que sientan como suyas las necesidades del
prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes, y procuren que en todo el
mundo haya un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu
humano. Ni basta esto sólo, porque la sociedad humana se va desarrollando
conjuntamente con la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten a la
dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta,
por lo mismo, responsable de sus acciones.
Carácter espiritual
de la sociedad humana
36. La sociedad
humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante
todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los
hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos
conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los
bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en
todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con
los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los
bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo
tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la
convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento
jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa
de la comunidad humana en su incesante desarrollo.
37. El orden vigente
en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la
verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser
vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando
íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana.
La convivencia tiene
que fundarse en el orden moral establecido por Dios
38. Sin embargo, este
orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e inmutables,
tiene su origen único en un Dios verdadero, personal y que trasciende a la
naturaleza humana. Dios, en efecto, por ser la primera verdad y el sumo bien,
es la fuente más profunda de la cual puede extraer su vida verdadera una
convivencia humana rectamente constituida, provechosa y adecuada a la dignidad
del hombre[26]. A esto se refiere el pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la
razón humana sea norma de la humana voluntad, por la que se mida su bondad, es
una derivación de la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina...
Es, por consiguiente, claro que la bondad de la voluntad humana depende mucho
más de la ley eterna que de la razón humana [27].
Características de
nuestra época
39. Tres son las
notas características de nuestra época.
La elevación del
mundo laboral
40. En primer lugar
contemplamos el avance progresivo realizado por las clases trabajadoras en lo
económico y en lo social. Inició el mundo del trabajo su elevación con la
reivindicación de sus derechos, principalmente en el orden económico y social.
Extendieron después los trabajadores sus reivindicaciones a la esfera política.
Finalmente, se orientaron al logro de las ventajas propias de una cultura más
refinada. Por ello, en la actualidad, los trabajadores de todo el mundo
reclaman con energía que no se les considere nunca simples objetos carentes de
razón y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás, sino como hombres
en todos los sectores de la sociedad; esto es, en el orden económico y social,
en el político y en el campo de la cultura.
La presencia de la
mujer en la vida pública
41. En segundo lugar,
es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida pública. Este fenómeno
se registra con mayor rapidez en los pueblos que profesan la fe cristiana, y
con más lentitud, pero siempre en gran escala, en países de tradición y
civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una conciencia cada día más
clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una
cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el
ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los
derechos y obligaciones propios de la persona humana.
La emancipación de
los pueblos
42. Observamos, por
último, que, en la actualidad, la convivencia humana ha sufrido una total
transformación en lo social y en lo político. Todos los pueblos, en efecto, han
adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla. Por ello, en breve
plazo no habrá pueblos dominadores ni pueblos dominados.
43. Los hombres de
todos los países o son ya ciudadanos de un Estado independiente, o están a
punto de serlo. No hay ya comunidad nacional alguna que quiera estar sometida
al dominio de otra. Porque en nuestro tiempo resultan anacrónicas las teorías,
que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales ciertas clases recibían un
trato de inferioridad, mientras otras exigían posiciones privilegiadas, a causa
de la situación económica y social, del sexo o de la categoría política.
44. Hoy, por el
contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción de que
todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo cual, las
discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna, a lo menos en
el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia
extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios
que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia de los
propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias
obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene
asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras
los demás tienen el deber de reconocerlos y respetarlos.
45. Cuando la
regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los derechos y de los
deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las realidades
espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de la
caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal
sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas
causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es
superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que
los unen con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la
intimidad de su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.
II. ORDENACIÓN DE LAS
RELACIONES POLÍTICAS
La autoridad
Es necesaria
46. Una sociedad bien
ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que
defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad
y sus desvelos al provecho común del país. Toda la autoridad que los
gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo: Porque no hay
autoridad que no venga de Dios [28]. Enseñanza del Apóstol que San Juan
Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha
sido establecido por Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno de los
que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las autoridades,
y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar
completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría[29].En efecto,
como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad
puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un
mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en toda
sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma
sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es
su autor[30].
Debe estar sometida
al orden moral
47. La autoridad, sin
embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún,
la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello,
se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que
tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro
predecesor, de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden absoluto de los seres y
de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como
sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida
social, abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida de
autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir... Y como ese orden
absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe
cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro,
síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su
participación en la autoridad de Dios[31].
Sólo así obliga en
conciencia
48. Por este motivo,
el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el
temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para
mover al hombre a laborar por el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera esa
eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser
racional y libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza
física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del
ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta
colaboración al bien común. Pero como todos los hombres son entre sí iguales en
dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia, puede obligar a los demás
a tomar una decisión en la intimidad de su conciencia. Es éste un poder
exclusivo de Dios, por ser el único que ve y juzga los secretos más ocultos del
corazón humano.
49. Los gobernantes,
por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad
está unida a la de Dios y constituye una participación de la misma[32].
Y se salva la
dignidad del ciudadano
50. Sentado este
principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades
públicas no es, en modo alguno, sometimiento de hombrea hombre, sino, en
realidad, un acto de culto a Dios, creador solícito de todo, quien ha ordenado
que las relaciones de la convivencia humana se regulen por el orden que El
mismo ha establecido; por otra parte, al rendir a Dios la debida reverencia, el
hombre no se humilla, sino más bien se eleva y ennoblece, ya que servir a Dios
es reinar[33].
La ley debe respetar
el ordenamiento divino
51. El derecho de
mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por
ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera
contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de
Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar
en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres[34]); más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona
por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás:
En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se
ajusta a la recta razón. Y así considerada, es manifiesto que procede de la ley
eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así
no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia [35].
Autoridad y
democracia
52. Ahora bien, del
hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que
los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer
la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el
ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer
pueda conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente
democrático[36].
El bien común
Obliga al ciudadano
53. Todos los
individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración
personal al bien común. De donde se sigue la conclusión fundamental de que
todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás, y la
de que deben enderezar sus prestaciones en bienes o servicios al fin que los
gobernantes han establecido, según normas de justicia y respetando los
procedimientos y límites fijados para el gobierno. Los gobernantes, por tanto,
deben dictar aquellas disposiciones que, además de su perfección formal
jurídica, se ordenen por entero al bien de la comunidad o puedan conducir a él.
Obliga también al
gobernante
54. La razón de ser
de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común. De donde se deduce
claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la naturaleza del
propio bien común y ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas a la
situación real de las circunstancias[37]
Está ligado a la
naturaleza humana
55. Sin duda han de
considerarse elementos intrínsecos del bien común las propiedades
características de cada nación[38]; pero estas propiedades no definen en
absoluto de manera completa el bien común. El bien común, en efecto, está
íntimamente ligado a la naturaleza humana. Por ello no se puede mantener su
total integridad más que en el supuesto de que, atendiendo a la íntima
naturaleza y efectividad del mismo, se tenga siempre en cuenta el concepto de
la persona humana[39].
Debe redundar en
provecho de todos
56. Añádase a esto
que todos los miembros de la comunidad deben participar en el bien común por
razón de su propia naturaleza, aunque en grados diversos, según las categorías,
méritos y condiciones de cada ciudadano. Por este motivo, los gobernantes han
de orientar sus esfuerzos a que el bien común redunde en provecho de todos, sin
preferencia alguna por persona o grupo social determinado, como lo establece ya
nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: No se puede permitir en
modo alguno que la autoridad civil sirva el interés de uno o de pocos, porque
está constituida para el bien común de todos[40]. Sin embargo, razones de
justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno
tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en
condiciones de inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus
legítimos intereses[41].
Abarca a todo el
hombre
57. Hemos de hacer
aquí una advertencia a nuestros hijos: el bien común abarca a todo el hombre,
es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu. De lo cual se
sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por las vías adecuadas y
escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto orden de los valores,
ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del
espíritu[42].
58. Todos estos
principios están recogidos con exacta precisión en un pasaje de nuestra
encíclica Mater et magistra, donde establecimos que el bien común abarca todo
un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos e1 desarrollo
expedito y pleno de su propia perfección [43].
59. E1 hombre, por
tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer sus necesidades ni
conseguir en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta es 1a razón de que el
bien común deba procurarse por tales vías y con tales medios que no sólo no
pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que, por el contrario,
le ayuden a conseguirla [44].
Deberes de los
gobernantes en orden al bien común
1. Defender los
derechos y deberes del hombre
60. En 1a época
actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de
los derechos y deberes de 1a persona humana. De aquí que la misión principal de
los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer,
respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a
cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo
intangible de los derechos de 1a persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento
de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público [45].
61. Por eso, los
gobernantes que no reconozcan los derechos del hombre o los violen faltan a su
propio deber y carecen, además, de toda obligatoriedad las disposiciones que
dicten [46].
2. Armonizarlos y
regularlos
62. Más aún, los
gobernantes tienen como deber principal el de armonizar y regular de una manera
adecuada y conveniente los derechos que vinculan entre sí a los hombres en el
seno de la sociedad, de tal forma que, en primer lugar, los ciudadanos, al
procurar sus derechos, no impidan el ejercicio de los derechos de los demás; en
segundo lugar, que el que defienda su propio derecho no dificulte a los otros
1a práctica de sus respectivos deberes, y, por último, hay que mantener
eficazmente 1a integridad de los derechos de todos y restablecerla en caso de
haber sido violada[47].
3. Favorecer su
ejercicio
63. Es además deber
de quienes están a la cabeza del país trabajar positivamente para crear un
estado de cosas que permita y facilite al ciudadano la defensa de sus derechos
y el cumplimiento de sus obligaciones. De hecho, la experiencia enseña que,
cuando falta una acción apropiada de los poderes públicos en 1o económico, lo
político o lo cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en nuestra
época, un mayor número de desigualdades en sectores cada vez más amplios,
resultando así que los derechos y deberes de 1a persona humana carecen de toda
eficacia práctica.
4. Exigencias
concretas en esta materia
64. Es por ello
necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el desarrollo
económico y el progreso social avancen a mismo tiempo y para que, a medida que
se desarrolla la productividad de los sistemas económicos, se desenvuelvan
también los servicios esenciales, como son, por ejemplo, carreteras,
transportes, comercio, agua potable, vivienda, asistencia sanitaria, medios que
faciliten la profesión de la fe religiosa y, finalmente, auxilios para el
descanso del espíritu. Es necesario también que las autoridades se esfuercen
por organizar sistemas económicos de previsión para que al ciudadano, en el
caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una carga mayor en las obligaciones
familiares contraídas, no le falte lo necesario para llevar un tenor de vida digno.
Y no menor empeño deberán poner las autoridades en procurar y en lograr que a
los obreros aptos para el trabajo se les dé la oportunidad de conseguir un
empleo adecuado a sus fuerzas; que se pague a cada uno el salario que
corresponda según las leyes de la justicia y de la equidad; que en las empresas
puedan los trabajadores sentirse responsables de la tarea realizada; que se
puedan constituir fácilmente organismos intermedios que hagan más fecunda y
ágil la convivencia social; que, finalmente, todos, por los procedimientos y
grados oportunos, puedan participar en los bienes de la cultura.
5. Guardar un
perfecto equilibrio en 1a regulación y tutela de los derechos
65. Sin embargo, el
bien general del país también exige que los gobernantes, tanto en la tarea de
coordinar y asegurar los derechos de los ciudadanos como en la función de irlos
perfeccionando, guarden un pleno equilibrio para evitar, por un lado, que la
preferencia dada a los derechos de algunos particulares o de determinados
grupos venga a ser origen de una posición de privilegio en la nación, y para
soslayar, por otro, el peligro de que, por defender los derechos de todos,
incurran en la absurda posición de impedir el pleno desarrollo de los derechos
de cada uno. Manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de
las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que
sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que,
por el contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa,
salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona
humana [48].
66. Idéntica
finalidad han de tener las iniciativas de todo género del gobierno dirigidas a
facilitar al ciudadano tanto la defensa de sus derechos como e1 cumplimiento de
sus deberes en todos los sectores de la vida social.
La constitución
jurídico-política de la sociedad
67. Pasando a otro
tema, no puede establecerse una norma universal sobre cuál sea la forma mejor
de gobierno ni sobre los sistemas más adecuados para el ejercicio de las
funciones públicas, tanto en la esfera legislativa como en 1a administrativa y
en la judicial.
División de funciones
y de poderes
68. En realidad, para
determinar cuál haya de ser la estructura política de un país o el
procedimiento apto para el ejercicio de las funciones públicas, es necesario
tener muy en cuenta la situación actual y las circunstancias de cada pueblo;
situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de las
épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del
hombre una organización de la convivencia compuesta por las tres clases de
magistraturas que mejor respondan a la triple función principal de 1a autoridad
pública; porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada
magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa
pública quedan definidas en términos jurídicos. Tal estructura política ofrece,
sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el ejercicio de sus
derechos como en el cumplimiento de sus deberes.
Normas generales para
e1 ejercicio de los tres poderes
69. Sin embargo, para
que esta organización jurídica y política de la comunidad rinda las ventajas
que le son propias, es exigencia de la misma realidad que las autoridades
actúen y resuelvan las dificultades que surjan con procedimientos y medios
idóneos, ajustados a las funciones específicas de su competencia y a la
situación actual del país. Esto implica, además, la obligación que el poder legislativo
tiene, en el constante cambio que 1a realidad impone, de no descuidar jamás en
su actuación las normas morales, las bases constitucionales del Estado y las
exigencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la administración
pública resuelva todos los casos en consonancia con el derecho, teniendo a la
vista la legislación vigente y con cuidadoso examen crítico de la realidad
concreta. Exige, por último, que el poder judicial dé a cada cual su derecho
con imparcialidad plena y sin dejarse arrastrar por presiones de grupo alguno.
Es también exigencia de la realidad que tanto el ciudadano como los grupos
intermedios tengan a su alcance los medios legales necesarios para defender sus
derechos y cumplir sus obligaciones, tanto en el terreno de las mutuas
relaciones privadas como en sus contactos con los funcionarios públicos[49] .
Cautelas y requisitos
que deben observar los gobernantes
70. Es indudable que
esta ordenación jurídica del Estado, la cual responde a las normas de la moral
y de la justicia y concuerda con el grado de progreso de la comunidad política,
contribuye en gran manera al bien común del país.
71. Sin embargo, en
nuestros tiempos, la vida social es tan variada, compleja y dinámica, que
cualquier ordenación jurídica, aun la elaborada con suma prudencia y previsora
intención, resulta muchas veces inadecuada frente a las necesidades.
72. Hay que añadir un
hecho más: el de que las relaciones recíprocas de los ciudadanos, de los
ciudadanos y de los grupos intermedios con las autoridades y, finalmente, de
las distintas autoridades del Estado entre sí, resultan a veces tan inciertas y
peligrosas, que no pueden encuadrarse en determinados moldes jurídicos. En
tales casos, la realidad pide que los gobernantes, para mantener incólume la ordenación
jurídica del Estado en sí misma y en los principios que la inspiran, satisfacer
las exigencias fundamentales de la vida social, acomodar las leyes y resolver
los nuevos problemas de acuerdo con los hábitos de la vida moderna, tengan, lo
primero, una recta idea de la naturaleza de sus funciones y de los límites de
su competencia, y posean, además, sentido de la equidad, integridad moral,
agudeza de ingenio y constancia de voluntad en grado bastante para descubrir
sin vacilación lo que hay que hacer y para llevarlo a cabo a tiempo y con
valentía[50].
Acceso del ciudadano
a la vida pública
73. Es una exigencia
cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con pleno derecho dedicarse
a la vida pública, si bien solamente pueden participar en ella ajustándose a
las modalidades que concuerden con la situación real de la comunidad política a
la que pertenecen.
74. Por otra parte,
de este derecho de acceso a la vida pública se siguen para los ciudadanos
nuevas y amplísimas posibilidades de bien común. Porque, primeramente, en las
actuales circunstancias, los gobernantes, al ponerse en contacto y dialogar con
mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden conocer mejor los medios que más
interesan para el bien común, y, por otra parte, la renovación periódica de las
personas en los puestos públicos no sólo impide el envejecimiento de la
autoridad, sino que además le da la posibilidad de rejuvenecerse en cierto modo
para acometer el progreso de la sociedad humana[51].
Exigencias de la
época
Carta de los derechos
del hombre
75. De todo 1o
expuesto hasta aquí se deriva con plena claridad que, en nuestra época, lo
primero que se requiere en la organización jurídica del Estado es redactar, con
fórmulas concisas y claras, un compendio de los derechos fundamentales del
hombre e incluirlo en la constitución general del Estado.
Organización de
poderes
76. Se requiere, en
segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos, se elabore una
constitución pública de cada comunidad política, en la que se definan los
procedimientos para designar a los gobernantes, los vínculos con los que
necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de sus
respectivas competencias y, por último, las normas obligatorias que hayan de dirigir
el ejercicio de sus funciones.
Relaciones
autoridad-ciudadanos
77. Se requiere,
finalmente, que se definan de modo específico los derechos y deberes del
ciudadano en sus relaciones con las autoridades y que se prescriba de forma
clara como misión principal delas autoridades el reconocimiento, respeto,
acuerdo mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos y deberes del
ciudadano.
Juicio crítico
78. Sin embargo, no
puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada
individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los
derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatoria de la
constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del
Estado para mandar[52].
79. No obstante,
estas tendencias de que hemos hablado constituyen también un testimonio
indudable de que en nuestro tiempo los hombres van adquiriendo una conciencia
cada vez más viva de su propia dignidad y se sienten, por tanto, estimulados a
intervenir en la ida pública y a exigir que sus derechos personales e
inviolables se defiendan en la constitución política del país. No basta con
esto; los hombres exigen hoy, además, que las autoridades se nombren de acuerdo
con las normas constitucionales y ejerzan sus funciones dentro de los términos
establecidos por las mismas.
III. ORDENACIÓN DE
LAS RELACIONES INTERNACIONALES
Las relaciones
internacionales deben regirse por la ley moral
80. Nos complace
confirmar ahora con nuestra autoridad las enseñanzas que sobre el Estado
expusieron repetidas veces nuestros predecesores, esto es, que las naciones son
sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben
regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la
libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia
entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las
comunidades políticas.
81. Este principio es
evidente para todo el que considere que los gobernantes, cuando actúan en nombre
de su comunidad y atienden al bien de la misma, no pueden, en modo alguno,
abdicar de su dignidad natural, y, por tanto, no les es lícito en forma alguna
prescindir de la ley natural, a la que están sometidos, ya que ésta se
identifica con la propia ley moral.
82. Es, por otra
parte, absurdo pensar que los hombres, por el mero hecho de gobernar un Estado,
puedan verse obligados a renunciar a su condición humana. Todo lo contrario,
han sido elevados a tan encumbrada posición porque, dadas sus egregias
cualidades personales, fueron considerados como los miembros más sobresalientes
de la comunidad.
83. Más aún, el mismo
orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad
rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse
contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente, al quedar privada de su
propio fundamento. Es un aviso del mismo Dios: Oíd, pues, ¡oh reyes!, y
entended; aprended vosotros los que domináis los confines de la tierra. Aplicad
el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la
multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor, y la
soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escudriñará
vuestros pensamientos[53].
84. Finalmente, es
necesario recordar que también en la ordenación de las relaciones
internacionales la autoridad debe ejercerse de forma que promueva el bien común
de todos, ya que para esto precisamente se ha establecido.
85. Entre las
exigencias fundamentales del bien común hay que colocar necesariamente el
principio del reconocimiento del orden moral y de la inviolabilidad de sus
preceptos. El nuevo orden que todos los pueblos anhelan... hade alzarse sobre
la roca indestructible e inmutable de la ley moral, manifestada por el mismo
Creador mediante el orden natural y esculpida por El en los corazones de los
hombres con caracteres indelebles... Como faro resplandeciente, la ley moral
debe, con los rayos de sus principios, dirigir la ruta de la actividad de los
hombres y de los Estados, los cuales habrán de seguir sus amonestadoras,
saludables y provechosas indicaciones, sí no quieren condenar a la tempestad y
al naufragio todo trabajo y esfuerzo para establecer un orden nuevo[54].
Las relaciones
internacionales deben regirse por la verdad
86. Hay que
establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben
regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se
evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se reconozca como
principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales
en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la
existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo
y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo
anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama
y a que se le rindan los debidos honores.
87. La experiencia
enseña que son muchas y muy grandes las diferencias entre los hombres en
ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales. Sin embargo, este hecho no
puede justificar nunca el propósito de servirse de la superioridad propia para
someter de cualquier modo a los demás. Todo lo contrarío: esta superioridad
implica una obligación social más grave para ayudar a los demás a que logren,
con el esfuerzo común, la perfección propia.
88. De modo
semejante, puede suceder que algunas naciones aventajen a otras en el grado de
cultura, civilización y desarrollo económico. Pero esta ventaja, lejos de ser
una causa lícita para dominar injustamente a las demás, constituye más bien una
obligación para prestar una mayor ayuda al progreso común de todos los pueblos.
89. En realidad, no
puede existir superioridad alguna por naturaleza entre los hombres, ya que
todos ellos sobresalen igualmente por su dignidad natural. De aquí se sigue que
tampoco existen diferencias entre las comunidades políticas por lo que respecta
a su dignidad natural. Cada Estado es como un cuerpo, cuyos miembros son los
seres humanos. Por otra parte, 1a experiencia enseña que los pueblos son
sumamente sensibles, y no sin razón, en todas aquellas cosas quede alguna
manera atañen a su propia dignidad.
90. Exige, por último,
la verdad que en el uso de los medios de información que la técnica moderna ha
introducido, y que tanto sirve para fomentar y extender el mutuo conocimiento
de los pueblos, se observen de forma absoluta las normas de una serena
objetividad. Lo cual no prohíbe, ni mucho menos, a los pueblos subrayar los
aspectos positivos de su vida. Pero han de rechazarse por entero los sistemas
de información que, violando los preceptos de la verdad y de la justicia,
hieren la fama de cualquier país [55].
Las relaciones
internacionales deben regirse por la justicia
91. Segundo
principio: las relaciones internacionales deben regularse por las normas de la
justicia, lo cual exige dos cosas: el reconocimiento de los mutuos derechos y
el cumplimiento de los respectivos deberes.
92. Y como las
comunidades políticas tienen derecho a la existencia, al propio desarrollo, a
obtener todos los medios necesarios para su aprovechamiento, a ser los
protagonistas de esta tarea y a defender su buena reputación y los honores que
les son debidos, de todo ello se sigue que las comunidades políticas tienen
igualmente el deber de asegurar de modo eficaz tales derechos y de evitar
cuanto pueda lesionarlos. Así como en las relaciones privadas los hombres no
pueden buscar sus propios intereses con daño injusto de los ajenos, de la misma
manera, las comunidades políticas no pueden, sin incurrir en delito, procurarse
un aumento de riquezas que constituya injuria u opresión injusta de las demás
naciones. Oportuna es a este respecto la sentencia de San Agustín: Si se
abandona la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes latrocinios?[56].
93. Puede suceder, y
de hecho sucede, que pugnen entre sí las ventajas y provechos que las naciones
intentan procurarse. Sin embargo, las diferencias quede ello surjan no deben
zanjarse con las armas ni por el fraude o el engaño, sino, como corresponde a
seres humanos, por la razonable comprensión recíproca, el examen cuidadoso y
objetivo de la realidad y un compromiso equitativo de los pareceres contrarios.
El problema de las
minorías étnicas
94. A este capítulo
de las relaciones internacionales pertenece de modo singular la tendencia
política quedes de el siglo XIX se ha ido generalizando e imponiendo, por
virtud de la cual los grupos étnicos aspiran a ser dueños de sí mismos y a
constituir una sola nación. Y como esta aspiración, por muchas causas, no
siempre puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia de minorías
étnicas dentro de los límites de una nación de raza distinta, lo cual plantea
problemas de extrema gravedad.
95. En esta materia
hay que afirmar claramente que todo cuanto se haga para reprimir la vitalidad y
el desarrollo de tales minorías étnicas viola gravemente los deberes de la
justicia. Violación que resulta mucho más grave aún si esos criminales
atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza.
96. Responde, por el
contrario, y plenamente, a lo que la justicia demanda: que los gobernantes se
consagren a promover con eficacia los valores humanos de dichas minorías,
especialmente en lo tocante a su lengua, cultura, tradiciones, recursos e
iniciativas económicas[57].
97. Hay que advertir,
sin embargo, que estas minorías étnicas, bien por la situación que tienen que
soportar a disgusto, bien por la presión de los recuerdos históricos, propenden
muchas veces a exaltar más de lo debido sus características raciales propias,
hasta el punto de anteponerlas a los valores comunes propios de todos los
hombres, como si el bien de la entera familia humana hubiese de subordinarse al
bien de una estirpe. Lo razonable, en cambio, es que tales grupos étnicos
reconozcan también las ventajas que su actual situación les ofrece, ya que
contribuye no poco a su perfeccionamiento humano el contacto diario con los
ciudadanos de una cultura distinta, cuyos valores propios puedan ir así poco a
poco asimilando. Esta asimilación sólo podrá lograrse cuando las minorías se
decidan a participar amistosamente en los usos y tradiciones de los pueblos que
las circundan; pero no podrá alcanzarse si las minorías fomentan los mutuos
roces, que acarrean daños innumerables y retrasan el progreso civil de las
naciones.
Las relaciones
internacionales deben regirse por el principio de la solidaridad activa
Asociaciones,
colaboración e intercambios
98. Como las relaciones
internacionales deben regirse por las normas de la verdad y de la justicia, por
ello han de incrementarse por medio de una activa solidaridad física y
espiritual. Esta puede lograrse mediante múltiples formas de asociación, como
ocurre en nuestra época, no sin éxito, en lo que atañe a la economía, la vida
social y política, la cultura, la salud y el deporte. En este punto es
necesario tener a la vista que la autoridad pública, por su propia naturaleza,
no se ha establecido para recluir forzosamente al ciudadano dentro de los
límites geográficos de la propia nación, sino para asegurar ante todo el bien
común, el cual no puede ciertamente separarse del bien propio de toda la
familia humana.
99. Esto implica que
las comunidades políticas, al procurar sus propios intereses, no solamente no
deben perjudicar a las demás, sino que también todas ellas han de unir sus
propósitos y esfuerzos, siempre que la acción aislada de alguna no baste para
conseguirlos fines apetecidos; en esto hay que prevenir con todo empeño que lo
que es ventajoso para ciertas naciones no acarree a las otras más daños que
utilidades.
100. Por último, el
bien común universal requiere que en cada nación se fomente toda clase de
intercambios entre los ciudadanos y los grupos intermedios. Porque, existiendo
en muchas partes del mundo grupos étnicos más o menos diferentes, hay que
evitar que se impida la comunicación mutua entre las personas que pertenecen a
unas u otras razas; lo cual está en abierta oposición con el carácter de
nuestra época, que ha borrado, o casi borrado, las distancias internacionales.
No ha de olvidarse tampoco que los hombres de cualquier raza poseen, además de
los caracteres propios que los distinguen de los demás, otros e importantísimos
que les son comunes con todos los hombres, caracteres que pueden mutuamente
desarrollarse y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne a los valores
del espíritu. Tienen, por tanto, el deber y el derecho de convivir con cuantos
están socialmente unidos a ellos.
101. Es un hecho de
todos conocido que en algunas regiones existe evidente desproporción entre la
extensión de tierras cultivables y el número de habitantes; en otras, entre las
riquezas del suelo y los instrumentos disponibles para el cultivo; por
consiguiente, es preciso que haya una colaboración internacional para procurar
un fácil intercambio de bienes, capitales y personas[58].
102. En tales casos,
juzgamos lo más oportuno que, en la medida posible, el capital busque al
trabajador, y no al contrario. Porque así se ofrece a muchas personas la
posibilidad de mejorar su situación familiar, sin verse constreñidas a emigrar
penosamente a otros países, abandonando el suelo patrio, y emprender una nueva
vida, adaptándose a las costumbres de un medio distinto.
La situación de los exiliados
políticos
103. El paterno amor
con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos hace sentir una profunda
aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por
motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin duda en
nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles dolores.
104. Tan triste
situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen
excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito
al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a
veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o incluso
queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de la
sociedad civil se subvierte; por que la autoridad pública está destinada, por
su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal
es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus
derechos.
105. Por esta causa,
no está demás recordar aquí a todos que los exiliados políticos poseen la
dignidad propia de la persona y se les deben reconocer los derechos
consiguientes, los cuales no han podido perder por haber sido privados de la
ciudadanía en su nación respectiva.
106. Ahora bien,
entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda
lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor
a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas
admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien
de su comunidad, favorecerlos propósitos de quienes pretenden incorporarse a
ella como nuevos miembros.
107. Por estas
razones, aprovechamos la presente oportunidad para alabar públicamente todas
las iniciativas promovidas por la solidaridad humana o por la cristiana caridad
y dirigidas a aliviarlos sufrimientos de quienes se ven forzados a abandonar
sus países.
108. Y no podemos
dejar de invitara todos los hombres de buen sentido a alabar las instituciones
internacionales que se consagran íntegramente a tan trascendental problema.
La carrera de
armamentos y el desarme
109. En sentido
opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más
desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes
armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías
espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los ciudadanos
de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy graves, otros
pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su progreso económico
y social.
110. La razón que
suele darse para justificar tales preparativos militares es que hoy día la paz,
así dicen, no puede garantizarse sí no se apoya en una paridad de armamentos.
Por lo cual, tan pronto como en alguna parte se produce un aumento del poderío
militar, se provoca en otras una desenfrenada competencia para aumentar también
las fuerzas armadas. Y si una nación cuenta con armas atómicas, las demás
procuran dotarse del mismo armamento, con igual poder destructivo.
111. La consecuencia
es clara: los pueblos viven bajo un perpetuo temor, como si les estuviera
amenazando una tempestad que en cualquier momento puede desencadenarse con
ímpetu horrible. No les falta razón, porque las armas son un hecho. Y si bien
parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar
sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que
acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera
imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico.
Y, además, aunque el poderío monstruoso de los actuales medios militares
disuada hoy a los hombres de emprender una guerra, siempre se puede, sin
embargo, temer que los experimentos atómicos realizados con fines bélicos, si
no cesan, pongan en grave peligro toda clase de vida en nuestro planeta.
112. Por lo cual la
justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente
que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones
que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas
atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen
a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías. No se debe
permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la
tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas y sociales y sus
aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez sobre la
humanidad[59].
113. Todos deben, sin
embargo, convencerse que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la
reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son
posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas
conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y
sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva
de la guerra. Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy se sigue
para mantenerla paz se sustituya por otra completamente distinta, en virtud de
la cual se reconozca que una paz internacional verdadera y constante no puede
apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino únicamente en la
confianza recíproca. Nos confiamos que es éste un objetivo asequible. Se trata,
en efecto, de una exigencia que no sólo está dictada por las normas de la recta
razón, sino que además es en sí misma deseable en grado sumo y
extraordinariamente fecunda en bienes.
114. Es, en primer
lugar, una exigencia dictada por la razón. En realidad, como todos saben, o
deberían saber, las relaciones internacionales, como las relaciones
individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas, sino por las normas
de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia y de una
activa solidaridad.
115. Decimos, en
segundo lugar, que es un objetivo sumamente deseable. ¿Quién, en efecto, no
anhela con ardentísimos deseos que se eliminen los peligros de una guerra, se
conserve incólume la paz y se consolide ésta con garantías cada día más firmes?
116. Por último, este
objetivo es extraordinariamente fecundo en bienes, porque sus ventajas alcanzan
a todos sin excepción, es decir, a cada persona, a los hogares, a los pueblos,
a la entera familia humana. Como lo advertía nuestro predecesor Pío XII con
palabras de aviso que todavía resuenan vibrantes en nuestros oídos: Nada se
pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra[60].
117. Por todo ello,
Nos, como vicario de Jesucristo, Salvador del mundo y autor de la paz,
interpretando los más ardientes votos de toda la familia humana y movido por un
paterno amor hacia todos los hombres, consideramos deber nuestro rogar y suplicar
a 1a humanidad entera, y sobre todo a los gobernantes, que no perdonen
esfuerzos ni fatigas hasta lograr que el desarrollo de la vida humana concuerde
con la razón y la dignidad del hombre.
118. Que en las
asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo la manera de lograr
que las relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo a un equilibrio
más humano, o sea a un equilibrio fundado en la confianza recíproca, la
sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones acordadas.
Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto
de arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y
fecundos.
119.Por nuestra
parte, Nos no cesaremos de rogar a Dios para que su sobrenatural ayuda dé
prosperidad fecunda a estos trabajos.
Las relaciones
internacionales deben regirse por la libertad
120. Hay que indicar
otro principio: el de que las relaciones internacionales deben ordenarse según
una norma de libertad. El sentido de este principio es que ninguna nación tiene
derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de forma indebida en
sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas presten ayuda a las
demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia cada vez mayor de
sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y actúen como
protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores.
121. Habida cuenta de
la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin sobrenatural que
vincula mutuamente a todos los hombres y los llama a constituir una sola
familia cristiana, hemos exhortado en la encíclica Mater et magistra a las
comunidades políticas económicamente más desarrolladas a colaborar de múltiples
formas con aquellos países cuyo desarrollo económico está todavía en curso[61].
122. Reconocemos
ahora, con gran consuelo nuestro, que tales invitaciones han tenido amplia
acogida, y confiamos que seguirán encontrando aceptación aún más extensa
todavía en el futuro, de tal manera que aun los pueblos más necesitados
alcancen pronto un desarrollo económico tal, que permita a sus ciudadanos
llevar una vida más conforme con la dignidad humana.
123. Pero siempre ha
de tenerse muy presente una cautela: que esa ayuda a las demás naciones debe
prestarse de tal forma que su libertad quede incólume y puedan ellas ser
necesariamente las protagonistas decisivas y las principales responsables de la
labor de su propio desarrollo económico y social.
124. En este punto, nuestro
predecesor, de feliz memoria, Pío XII dejó escrito un saludable aviso: Un nuevo
orden, fundado sobre los principios morales, prohíbe absolutamente la lesión de
la libertad, de la integridad y de la seguridad de otras naciones, cualesquiera
que sean su extensión territorial y su capacidad defensiva. Si es inevitable
que los grandes Estados, por sus mayores posibilidades y su poderío, tracen el
camino para la constitución de grupos económicos entre ellos y naciones más
pequeñas y más débiles, es, sin embargo, indiscutible -como para todos en el
marco del interés general- el derecho de éstas al respeto de su libertad en el
campo político, a la eficaz guarda de aquella neutralidad en los conflictos
entre los Estados que les corresponde según el derecho natural y de gentes, a
la tutela de su propio desarrollo económico, pues tan sólo así podrán conseguir
adecuadamente el bien común, el bienestar material y espiritual del propio
pueblo [62].
125. Así, pues, es
necesario que las naciones más ricas, al socorrer de múltiples formas a las más
necesitadas, respeten con todo esmero las características propias de cada
pueblo y sus instituciones tradicionales, e igualmente se abstengan de
cualquier intento de dominio político. Haciéndolo así, se contribuirá no poco a
formar una especie de comunidad de todos los pueblos, dentro de la cual cada
Estado, consciente de sus deberes y de sus derechos, colaborará, en plano de
igualdad, en pro de la prosperidad de todos los demás países[63].
Convicciones y
esperanzas de la hora actual
126. Se ha ido
generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de que
las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no
con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios.
127. Esta convicción,
hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de los casos, de la terrible
potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las
horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían. Por esto, en
nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.
128. Sin embargo,
vemos, por desgracia, muchas veces cómo los pueblos se ven sometidos al temor
como a ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes presupuestos en gastos
militares. justifican este proceder -y no hay motivo para ponerlo en duda-
diciendo que no es el propósito de atacar el que los impulsa, sino el de
disuadir a los demás de cualquier ataque.
129. Esto no obstante,
cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos
institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la
naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que
entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el
de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor y no al
temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y
múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden
derivarse para ellos.
IV. ORDENACIÓN DE LAS
RELACIONES MUNDIALES
La interdependencia
de los Estados en lo social, político y económico
130. Los recientes
progresos de la ciencia y de la técnica, que han logrado repercusión tan
profunda en la vida humana, estimulan a los hombres, en todo el mundo, a unir
cada vez más sus actividades y asociarse entre sí. Hoy día ha experimentado
extraordinario aumento el intercambio de productos, ideas y poblaciones. Por
esto se han multiplicado sobremanera las relaciones entre los individuos, las
familias y las asociaciones intermedias de las distintas naciones, y se han
aumentado también los contactos entre los gobernantes de los diversos países.
Al mismo tiempo se ha acentuado la interdependencia entre las múltiples
economías nacionales; los sistemas económicos de los pueblos se van
cohesionando gradualmente entre sí, hasta el punto de quede todos ellos resulta
una especie de economía universal; en fin, el progreso social, el orden, la seguridad
y la tranquilidad de cualquier Estado guardan necesariamente estrecha relación
con los de los demás.
131.En tales
circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de los otros, atender
como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su
perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en
parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás
pueblos.
La autoridad política
es hoy insuficiente para lograr el bien común universal
132. Ninguna época
podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que consta de individuos
que poseen con igual derecho una misma dignidad natural. Por esta causa, será
siempre necesario, por imperativos de la misma naturaleza, atender debidamente
al bien universal, es decir, al que afecta a toda la familia humana.
133. En otro tiempo,
los jefes de los Estados pudieron, al parecer, velar suficientemente por el
bien común universal; para ello se valían del sistema de las embajadas, las
reuniones y conversaciones de sus políticos más eminentes, los pactos y
convenios internacionales. En una palabra, usaban los métodos y procedimientos
que señalaban el derecho natural, el derecho de gentes o el derecho
internacional común.
134. En nuestros
días, las relaciones internacionales han sufrido grandes cambios. Porque, de
una parte, el bien común de todos los pueblos plantea problemas de suma
gravedad, difíciles y que exigen inmediata solución, sobre todo en lo referente
a la seguridad y la paz del mundo entero; de otra, los gobernantes de los
diferentes Estados, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen las
reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo
logran en grado suficiente, no porque les falten voluntad y entusiasmo, sino
porque su autoridad carece del poder necesario.
135. Por
consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad, tanto la
constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la autoridad
pública en todas las naciones del mundo deben considerarse insuficientes para
promover el bien común de los pueblos.
Es necesaria una
autoridad pública de alcance mundial
136. Ahora bien, si
se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien
común, y, por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos
habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque
el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para promover
el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad
pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones civiles -en
medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve, actúa y obtiene su
fin- deben poseer una forma y eficacia tales que puedan alcanzar el bien común
por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas situaciones de
la realidad.
137.Y como hoy el
bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las
naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad
pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo
radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por
imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública
general.
La autoridad mundial
debe establecerse por acuerdo general de las naciones
138. Esta autoridad
general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios
idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el
consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza. La razón de
esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad desempeñar eficazmente su
función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los
partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las
grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial, con razón
sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o estuviese del lado de
una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia de su actividad
quedarían comprometidos. Aunque las naciones presenten grandes diferencias
entre sí en su grado de desarrollo económico o en su potencia militar,
defienden, sin embargo, con singular energía la igualdad jurídica y la dignidad
de su propia manera de vida. Por esto, con razón, los Estados no se resignan a
obedecer a los poderes que se les imponen por la fuerza, o a cuya constitución
no han contribuido, o a los que no se han adherido libremente.
La autoridad mundial
debe proteger los derechos de la persona humana
139. Así como no se
puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la persona
humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la autoridad
pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos de la persona
humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se
aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede
realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo
permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los
gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor
facilidad.
El principio de
subsidiariedad en el plano mundial
140. Además, así como
en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad
pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y
gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las
relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de
cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la
misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas
relacionados con el bien común universal en el orden económico, social,
político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud
extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las
que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación.
141. Es decir, no
corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la
competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la
autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro
del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los
individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus
funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos[64].
La organización de
las Naciones Unidas
142. Como es sabido,
e1 26 de junio de 1945 se creó 1a Organización de las Naciones Unidas, conocida
con la sigla ONU, a la que se agregaron después otros organismos inferiores,
compuestos de miembros nombrados por la autoridad pública de las diversas
naciones; a éstos les han sido confiadas misiones de gran importancia y de
alcance mundial en lo referente a la vida económica y social, cultural,
educativa y sanitaria. Sin embargo, el objetivo fundamental que se confió a la
Organización de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar la paz
internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los
pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple
colaboración en todos los sectores de la actividad humana.
143. Argumento
decisivo de la misión de la ONU es la Declaración universal de los derechos del
hombre, que la Asamblea general ratificó el 10 de diciembre de 1948. En el
preámbulo de esta Declaración se proclama como objetivo básico, que deben
proponerse todos los pueblos y naciones, el reconocimiento y el respeto
efectivo de todos los derechos y todas las formas de la libertad recogidas en
tal Declaración.
144. No se nos oculta
que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas objeciones
fundadas. juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe considerarse un
primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica
y política de todos los pueblos del mundo. En dicha Declaración se reconoce
solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona humana
y se afirman todos los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la
verdad, respetar las normas morales, cumplir los deberes de la justicia,
observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente vinculados con éstos.
145. Deseamos, pues,
vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando
cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus
objetivos. ¡Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda
garantizar con eficacia los derechos del hombre!, derechos que, por brotar
inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales,
inviolables e inmutables. Tanto mas cuanto que hoy los hombres, por participar
cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas naciones,
siguen con creciente interés la vida de los demás pueblos y tienen una
conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran
comunidad mundial.
V. NORMAS PARA LA
ACCIÓN TEMPORAL DEL CRISTIANO
Presencia activa en
todos los campos
146. Al llegar aquí
exhortamos de nuevo a nuestros hijos a participar activamente en la vida
pública y colaborar en el progreso del bien común de todo el género humano y de
su propia nación. Iluminados por la luz de la fe cristiana y guiados por la
caridad, deben procurar con no menor esfuerzo que las instituciones de carácter
económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres
obstáculos, les presten ayuda positiva para su personal perfeccionamiento, así
en el orden natural como en el sobrenatural.
Cultura, técnica y
experiencia
147. Sin embargo,
para imbuir la vida pública de un país con rectas normas y principios
cristianos, no basta que nuestros hijos gocen de la luz sobrenatural de la fe y
se muevan por el deseo de promover el bien; se requiere, además, que penetren
en las instituciones de la misma vida pública y actúen con eficacia desde
dentro de ellas.
148. Pero como la
civilización contemporánea se caracteriza sobre todo por un elevado índice
científico y técnico, nadie puede penetrar en las instituciones públicas si no
posee cultura científica, idoneidad técnica y experiencia profesional.
Virtudes morales y
valores del espíritu
149. Todas estas
cualidades deben ser consideradas insuficientes por completo para dar a las
relaciones de la vida diaria un sentido más humano, ya que este sentido
requiere necesariamente como fundamento la verdad; como medida, la justicia;
como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la libertad.
150. Para que los
hombres puedan practicar realmente estos principios han de esforzarse, lo
primero, por observar, en el desempeño de sus actividades temporales, las leyes
propias de cada una y los métodos que responden a su específica naturaleza; lo
segundo, han de ajustar sus actividades personales al orden moral y, por
consiguiente, han de proceder como quien ejerce un derecho o cumple una
obligación. Más aún: la razón exige que los hombres, obedeciendo a los
designios providenciales de Dios relativos a nuestra salvación y teniendo muy
en cuenta los dictados de la propia conciencia, se consagren a la acción
temporal, conjugando plenamente las realidades científicas, técnicas y
profesionales con los bienes superiores del espíritu.
Coherencia entre la
fe y la conducta
151. Es también un
hecho evidente que, en las naciones de antigua tradición cristiana, las
instituciones civiles florecen hoy con un indudable progreso científico y
poseen en abundancia los instrumentos precisos para llevar a cabo cualquier
empresa; pero con frecuencia se observa en ellas un debilitamiento del estímulo
y de la inspiración cristiana.
152. Hay quien
pregunta, con razón, cómo puede haberse producido este hecho. Porque a la
institución de esas leyes contribuyeron no poco, y siguen contribuyendo aún,
personas que profesan la fe cristiana y que, al menos en parte, ajustan
realmente su vida a las normas evangélicas. La causa de este fenómeno creemos
que radica en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es, por consiguiente,
necesario que se restablezca en ellos la unidad del pensamiento y de la
voluntad, de tal forma que su acción quede anima da al mismo tiempo por la luz
de la fe y el impulso de la caridad.
153. La inconsecuencia
que demasiadas veces ofrecen los cristianos entre su fe y su conducta, juzgamos
que nace también de su insuficiente formación en la moral y en la doctrina
cristiana. Porque sucede con demasiada frecuencia en muchas partes que los
fieles no dedican igual intensidad a la instrucción religiosa y a la
instrucción profana; mientras en ésta llegan a alcanzar los grados superiores,
en aquélla no pasan ordinariamente del grado elemental. Es, por tanto, del todo
indispensable que la formación de la juventud sea integral, continua y
pedagógicamente adecuada, para que la cultura religiosa y la formación del
sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con el incesante
progreso de la técnica. Es, además, necesario que los jóvenes se formen para el
ejercicio adecuado de sus tareas en el orden profesional[65].
Dinamismo creciente
en la acción temporal
154. Es ésta, sin
embargo, ocasión oportuna para hacer una advertencia acerca de las grandes
dificultades que supone el comprender correctamente las relaciones que existen
entre los hechos humanos y las exigencias de la justicia; esto es, la
determinación exacta de las medidas graduales y de las formas según las cuales
deban aplicarse los principios doctrinales y los criterios prácticos a la
realidad presente de la convivencia humana.
155. La exactitud en
la determinación de esas medidas graduales y de esas formas es hoy día más
difícil, porque nuestra época, en la que cada uno debe prestar su contribución
al bien común universal, es una época de agitación acelerada. Por esta causa,
el esfuerzo por ver cómo se ajustan cada vez mejor las realidades sociales a
las normas de la justicia es un trabajo de cada día. Y, por lo mismo, nuestros
hijos deben prevenirse frente al peligro de creer que pueden ya detenerse y
descansar satisfechos del camino recorrido.
156. Por el
contrario, todos los hombres han de pensar que lo hasta aquí hecho no basta
para lo que las necesidades piden, y, por tanto, deben acometer cada día
empresas de mayor volumen y más adecuadas en los siguientes campos: empresas
productoras, asociaciones sindicales, corporaciones profesionales, sistemas
públicos de seguridad social, instituciones culturales, ordenamiento jurídico,
regímenes políticos, asistencia sanitaria, deporte y, finalmente, otros
sectores semejantes. Son todas ellas exigencias de esta nuestra época, época
del átomo y de las conquistas espaciales, en la que la humanidad ha iniciado un
nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi infinita.
Relaciones de los
católicos con los no-católicos
Fidelidad y
colaboración
157. Los principios
hasta aquí expuestos brotan de la misma naturaleza de las cosas o proceden casi
siempre de la esfera de los derechos naturales. Por ello sucede con bastante
frecuencia que los católicos, en la aplicación práctica de estos principios,
colaboran dé múltiples maneras con los cristianos separados de esta Sede
Apostólica o con otros hombres que, aun careciendo por completo de la fe
cristiana, obedecen, sin embargo, a la razón y poseen un recto sentido de la
moral natural. En tales ocasiones procuren los católicos ante todo ser siempre
consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás compromisos que puedan dañar la
integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo,
mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas,
plenamente desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización
de aquellas obras que sean por naturaleza buenas o al menos puedan conducir al
bien[66]
Distinguir entre el
error y el que lo profesa
158. Importa
distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate
de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en
el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque el hombre que
yerra no que da por ello despojado de su condición de hombre, ni
automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser
tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la
capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad. Por otra
parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta
materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe
o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina,
abrazar la verdad. En efecto, si los católicos, por motivos puramente externos,
establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en El deforma
equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un
estímulo para alcanzarla verdad.
Distinguir entre
filosofías y corrientes históricas
159. En segundo
lugar, es también completamente necesario distinguir entre las teorías
filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del
hombre y las corrientes de carácter económico y social, cultural o político,
aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías
filosóficas. Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida, ya no
cambia. Por el contrario, las corrientes referidas, al desenvolverse en medio
de condiciones mudables, se hallan sujetas por fuerza a una continua mudanza.
Por lo demás, ¿quién puede negar que, en la medida en que tales corrientes se
ajusten a los dictados de la recta razón y reflejen fielmente las justas
aspiraciones del hombre, puedan tener elementos moralmente positivos dignos de
aprobación?
Utilidad de estos
contactos
160. Por las razones
expuestas, puede a veces suceder que ciertos contactos de orden práctico que
hasta ahora parecían totalmente inútiles, hoy, por el contrario, sean realmente
provechosos o se prevea que pueden llegar a serlo en el futuro. Pero determinar
si tal momento ha llegado o no, y además establecer las formas y las etapas con
las cuales deban realizarse estos contactos en orden a conseguir metas
positivas en el campo económico y social o en el campo cultural o político, son
decisiones que sólo puede dar la prudencia, virtud moderadora de todas las que
rigen la vida humana, así en el plano individual como en la esfera social. Por
lo cual, cuando se trata delos católicos, la decisión en estas materias
corresponde principalmente a aquellas personas que ocupan puestos de mayor
influencia en el plano político y en el dominio específico en que se plantean
estas cuestiones. Sólo se les impone una condición: la de que respeten los
principios del derecho natural, observen la doctrina social que la Iglesia
enseña y obedezcan las directrices de las autoridades eclesiásticas. Porque
nadie debe olvidar que la Iglesia tiene el derecho y al mismo tiempo el deber
de tutelarlos principios de la fe y de la moral, y también el de interponer su
autoridad cerca de los suyos, aun en la esfera del orden temporal, cuando es
necesario juzgar cómo deben aplicarse dichos principios a los casos
concretos[67].
Evolución, no
revolución
161. No faltan en
realidad hombres magnánimos que, ante situaciones que concuerdan poco o nada
con las exigencias de la justicia, se sienten encendidos por un deseo de
reforma total y se lanzan a ella con tal ímpetu, que casi parece una revolución
política.
162. Queremos que
estos hombres tengan presente que el crecimiento paulatino de todas las cosas
es una ley impuesta por la naturaleza y que, por tanto, en el campo de las
instituciones humanas no puede lograrse mejora alguna si no es partiendo paso a
paso desde el interior delas instituciones. Es éste precisamente el aviso queda
nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, con las siguientes palabras: No
en la revolución, sino en una evolución concorde, están la salvación y la
justicia. La violencia jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar;
encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros, no hacer
fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos
a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas,
sobre los destrozos de la discordia[68].
Llamamiento a una
tarea gloriosa y necesaria
163. Por tanto, entre
las tareas más graves de los hombres de espíritu generoso hay que incluir,
sobre todo, la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad
humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y
la libertad: primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los
ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y,
finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados
particulares, de un lado, y de otro, la comunidad mundial. Tarea sin duda
gloriosa, porque con ella podrá consolidarse la paz verdadera según el orden
establecido por Dios.
164. De estos
hombres, demasiado pocos sin duda para las necesidades actuales, pero
extraordinariamente beneméritos de la convivencia humana, es justo que Nos
hagamos un público elogio y al mismo tiempo les invitemos con urgencia a
proseguir tan fecunda empresa. Pero al mismo tiempo abrigamos la esperanza de
que otros muchos hombres, sobre todo cristianos, acuciados por un deber de
conciencia y por la caridad, se unirán a ellos. Porque es sobremanera necesario
que en la sociedad contemporánea todos los cristianos sin excepción sean como
centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será
tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios.
165. Porque la paz no
puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada
hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios
ha establecido. A este respecto pregunta San Agustín: ¿Quiere tu alma ser capaz
de vencer las pasiones? Que se someta al que está arriba y vencerá al que está
abajo; y se hará la paz en ti; una paz verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál es el
orden de esta paz? Dios manda sobre el alma; el alma, sobre la carne; no hay
orden mejor[69].
Es necesario orar por
la paz
166. Las enseñanzas
que hemos expuesto sobre los problemas que en la actualidad preocupan tan
profundamente a la humanidad, y que tan estrecha conexión guardan con el
progreso de la sociedad, nos las ha dictado el profundo anhelo del que sabemos
participan ardientemente todos los hombres de buena voluntad; esto es, la
consolidación de la paz en el mundo.
167. Como vicario,
aunque indigno, de Aquel a quien el anuncio profético proclamó Príncipe de la
Paz[70], consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos,
preocupaciones y energías a procurar este bien común universal. Pero la paz
será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas
fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta
nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las
normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente,
realizado bajo los auspicios de la libertad.
168. Débese, sin
embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de esta empresa son
tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas
fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y loable
voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más perfecto
posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural
del cielo.
169. Exige, por
tanto, la propia realidad que en estos días santos nos dirijamos con preces
suplicantes a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su muerte no sólo
borró los pecados, fuente principal de todas las divisiones, miserias y
desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre, reconcilió
al género humano con su Padre celestial, aportándole los dones de la paz: Pues
El es nuestra Paz, que hizo de los pueblos uno... Y viniendo nos anunció la paz
a los de lejos y la paz a los de cerca[71].
170. En la sagrada
liturgia de estos días resuena el mismo anuncio: Cristo resucitado,
presentándose en medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La paz sea con
vosotros. Aleluya». Y los discípulos se gozaron viendo al Señor[72]. Cristo,
pues, nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os
doy. No como el mundo la da os la doy yo[73]./p>
171. Pidamos, pues,
con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que El mismo nos trajo. Que
El borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a
todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que El
ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para
que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus
compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las
voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen
a los unos de los otros, para estrecharlos vínculos de la mutua caridad, para
fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan
injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se
abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada
paz.
172. Por último,
deseando, venerables hermanos, que esta paz penetre en la grey que os ha sido
confiada, para beneficio, sobre todo, de los más humildes, que necesitan ayuda
y defensa, a vosotros, a los sacerdotes de ambos cleros, a los religiosos y a
las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles cristianos y nominalmente a
aquellos que secundan con entusiasmo estas nuestras exhortaciones, impartimos
con todo afecto en el Señor la bendición apostólica. Para todos los hombres de
buena voluntad, a quienes va también dirigida esta nuestra encíclica,
imploramos de Dios salud y prosperidad.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el día de jueves Santo, 11 de abril del año1963, quinto de nuestro
pontificado.
IOANNES PP. XXIII
Notas
[1] Sal 8,1.
[2]Sal 104 (V. 103),
24.
[3] Cf. Gén 1,26.
[4] Sal 8,5-6.
[5] Rom 2,15.
[6] Cf. Sal 18,8-11.
[7]Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24; Juan XXIII, discurso del 4
de enero de 1963: AAS 55 (1963) 89-91.
[8]Cf Pío XI, Diυini
Redemptoris: AAS 29 (1937) 78; y Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la
fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 195-202.
[9]Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[10] Divinae
Institutiones 1.4 c.28 n.2: ML 6,535.
[11] León XIII,
Libertas praestantissimum: AL 8,237-238 (Roma 1888).
[12] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[13]Cf. Pío XI, Casti
connubii: AAS 22 (1930) 539-592; y Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS
35 (1943) 9-24.
[14] Cf. Pío XII,
mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.
[15] Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,128-129 (Roma 1891).
[16] Cf. Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS 53 (1961) 422.
[17] Cf. Pío XII,
mensaje del 1 de junio de 1941,en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.
[18] Cf. Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS 53 (1961) 428.
[19] Cf. ibid., 430.
[20] Cf. León XIII,
Rerum novarum: AL 11,134-142 (Roma 1891); Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23
(1931) 199-200; y Pío XII, Sertum laetitiae: AAS 31 (1939) 635-644.
[21] Cf. AAS 53
(1961) 430.
[22] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1952: AAS 45 (1953) 33-46.
[23] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 12.
[24] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[25] Ef 4,25.
[26] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 14.
[27] Summa Theologiae I-II q.19 a.4; cf. etiam a.9.
[28] Rom 13,1-6.
[29] In Epist. ad Rom. c.13,1-2 hom.23: MG 60,615.
[30] León XIII, Immortale Dei: AL 5,120 (Roma 1885).
[31] Pío XII,
radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 15.
[32] Cf León XIII, Diuturnum illud: AL 2,274 (Roma1881).
[33] Cf ibíd., 278; e Immortale Dei: AL 5,130 (Roma1885).
[34] Hech 5,29.
[35] Summa Theologiae I-II q.93 a.3 ad 2; cf. Pío XII, radiomensaje
navideño de 1944: AAS 37 (1945) 5-23.
[36] Cf. León XIII, Diuturnum illud: AL 2,271-272 (Roma1881); y Pío XII,
radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 5-23.
[37]Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943). 13; y León XIII, Immortale Dei:
AL 5,120 (Roma 1885).
[38] Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939)412-453.
[39] Cf. Pío XI, Mil brennender Sorge: AAS 29 (1937) 159; y Divini
Redemptoris; AAS 29 (1937) 65-106.
[40] León XIII, Immortale Dei: AL 5,121 (Roma 1885).
[41] Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,133-134 (Roma 1891).
[42] Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 433.
[43] AAS 53 (1961) 19.
[44] Cf. Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 215.
[45] Cf. Pío XII,
mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 200.
[46]Cf. Pío XI, Mit
brennender Sorge: AAS 29 (1937) 159; Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 79; y
Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[47] Cf. Pío XI,
Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 81; y Pío XII, radiomensaje navideño de 1942:
AAS 35 (1943) 9-24.
[48] Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 415.
[49] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[50] Cf. Pio XII,
radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 15-16.
[51] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 12.
[52] Cf. León XIII, Annum ingressi: AL 22.52-80 (Roma 1902-1903).
[53] Sab 6,2-4.
[54] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1941: AAS34 (1942) 16.
[55] Cf Pío XII,
radiomensaje navideño de 1940: AAS33 (1941) 5-14.
[56] De civitate Dei1.4 c.4: ML 41,115. Cf Pío XII, radiomensaje navideño de 1939: AAS(1940) 5-13.
[57] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1941: AAS34 (1942) 10-21.
[58] Cf. Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS53 (1961) 439.
[59] Cf. Pío XII,
radiomensaje de 1941: AAS 34 (1942) 25; y Benedicto XV, Exhortación a los
gobernantes de las naciones en guerra, 1 de agosto de 1917: AAS 9 (1917) 18.
[60] Cf. Pío XII,
radiomensaje navideño de 1939: AAS31 (1939) 334.
[61] Cf. AAS 53
(1961) 440-441.
[62]62 Pío XII,
radiomensaje navideño de 1941: AAS 34 (1942) 16-17.
[63] Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 443.
[64] Pío XII,
alocución a los jóvenes de la Acción Católica Italiana, 12 de septiembre de
1948: AAS 40 (1948) 412.
[65] Cf. Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS 53 (1961) 454.
[66] Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS 53 (1961) 456.
[67] Cf. Juan XXIII,
Mater et magistra: AAS 53 (1961) 456. Cf. etiam León XIII, Immortale Dei: AL
5,128 (Roma 1885); Pío XI, Ubi arcano: AAS14 (1922) 698; y Pío XII, alocución
al Congreso internacional de mujeres católicas, 11 de septiembre de 1947: AAS39
(1947) 486.
[68] Pío XII,
alocución a los trabajadores italianos en la fiesta de Pentecostés, 13 de
juniode 1943: AAS35 (1943) 175.
[69] Miscelanea Augustiпiana...: Sancti
Augustini, Sermones post Maurino reperti p.633 (Roma 1930).
[70] Cf. Is
9,6.
[71] Ef 2,14-17
[72]
Responsorio de maitines del viernes de la semana de Pascua.
[73] Jn 14,27.
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