Alberto Buela(*)
Desde que salió
editado, allá por 1971, el opúsculo de Nimio de Anquín De las dos
inhabitaciones en el hombre, nos llamó la atención el término inhabitación.
Claro está que el
filósofo cordobés dio por conocida la palabra y no se ocupó de explicarla.
Inhabitatio-onis: morada de Dios por
acción del Espíritu Santo en el alma del justo.
Años más tarde
leyendo a uno de los grandes teólogos contemporáneos, el dominico español Royo
Marín (1913-2005), éste afirmaba que: uno de los temas más santos y sublimes de
toda la sagrada teología es la inhabitación del Espíritu Santo en el alma”
Veamos si podemos
decir algo más al respecto.
Es sabido que Dios
para la teología cristiana es la Santísima Trinidad : Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Tres personas distintas y una sola naturaleza. La relación de las personas es
estudiada bajo el nombre de perichorésis,
en latín circuminsessio y en castellano circuminsesión, lo que quiere decir que
la relación del Dios Trino se intensifica por la relación de circularidad entre
las personas divinas.
Esta idea de
circularidad, circum viene de la filosofía
griega que la tenía por la expresión de lo perfecto, lo mismo que la idea de
relación que en ellos era denominada pros ti= respecto a algo. La relación
depende de otras cosas. Tiene lugar entre dos o más sustancias y, al mismo
tiempo, es la menos sustancial de todas las categorías Ejemplo clásico de
términos relativos son padre respecto de hijo como hijo lo es de padre o alto
de bajo y viceversa o izquierda de derecha.
En el seno de la Trinidad , el Padre
engendra al Hijo. El Hijo es engendrado pero no creado por el Padre, mientras
que el Espíritu Santo no es tampoco creado ni engendrado como el Hijo sino que
“procede” del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Así, la espiración o
exhalación de ese soplo amoroso que sale del Padre y del Hijo da lugar al
Espíritu Santo.
Dios como amor, Dios
como ágape, se muestra en su plenitud en tanto que el Padre ama al Hijo, el
Hijo ama al Padre y estos dos amores inmensos se expansionan como un soplo que se hace como ellos real, sustancial,
personal y divino: el Espíritu Santo. Este es el gran misterio de il Dio
ignoto, del que solo sabemos por la revelación.
Ahora bien, estas son
las acciones de Dios hacia adentro, ad intra mientras que sus acciones hacia
afuera, ad extra las realiza por acción del Espíritu Santo en el alma o la
conciencia del hombre y que se denominó técnicamente inhabitación. Por ella el
Espíritu Santo habita en el hombre y ello le permite a éste barruntar, al menos
algo, del misterio de realidad divina. Este ha sido un privilegio de algunos
místicos.
El Espíritu Santo, el
gran desconocido, como lo denomina el mencionado Royo Marín, aparece en el
Evangelio solo bajo tres imágenes: a) bajo forma de paloma se posó sobre el
hombro de Jesús luego de su bautismo. b) como nube resplandeciente que cubre a
Jesús en su transfiguración en el monte Tabor y c) como lenguas de fuego en el
cenáculo de Jerusalén que se posan sobre la cabeza de los discípulos y comenzaron a hablar distintas lenguas.
La inhabitación, como
hemos dicho, de alguna manera nos diviniza y nos “hace partícipes de la divina
naturaleza” (2 Pe 1,4) y, además, el Espíritu Santo nos infunde las virtudes
infusas y sus dones.
Las virtudes infusas
o teologales (fe, esperanza y caridad) son las que Dios a través del Espíritu
Santo infunde en el alma del hombre. Se distinguen las teologales (fe,
esperanza y caridad) dirigidas al fin sobrenatural y, las cardinales, que se
dirigen a los medios (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). La
diferencia de estas virtudes infusas con las virtudes meramente éticas, es que
estas últimas se mueven en el orden natural, mientras que las infusas necesitan
siempre para pasar al acto de una gracia actual procedente de Dios. Esto fue
conocido como la moción del Espíritu Santo.
Los dones
La moción donal del
Espíritu Santo reconoce siete: temor de Dios, fortaleza, piedad, consejo,
ciencia, entendimiento y sabiduría. El número siete indica aquí plenitud.
Los tratadistas
entran a jugar acá con todo un sistema de vicios y virtudes que como es sabido,
es un sistema abierto pues nadie ha podido determinar con certeza cuántos y
cuáles son, desde Platón y Aristóteles hasta Max Scheler y Otto Bollnow.
Así a estos dones,
siguiendo la teoría de la virtud enunciada por Aristóteles, les corresponderían
sus vicios opuestos: soberbia, cobardía o flojedad, impiedad o dureza del
corazón, precipitación o lentitud excesiva, ignorancia, ceguera o embotamiento
espiritual y estulticia o fatuidad, como incapacidad para juzgar de las cosas
divinas.
A su vez a estos
dones se los vincula con el sistema de las virtudes que nos viene desde Platón:
El temor de Dios con la esperanza y la templanza, la fortaleza con su homónima
en el orden natural, la piedad con la justicia, el consejo con la prudencia, la
ciencia con la fe, el entendimiento con la fe y la sabiduría con la caridad.
A su vez, y en esto
la escolástica maestra en dividir y subdividir ad infinitud, cada una de estas
virtudes eran divididas en muchas otras, así por ejemplo: en la prudencia se distinguían
ocho momentos: memoria del pasado, inteligencia de lo presente, docilidad,
sagacidad, razonamiento, providencia, circunspección, precaución o cautela.
Pero esto no termina
acá, tenemos además los frutos del Espíritu Santo que según la Vulgata son doce: caridad,
gozo espiritual, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre,
fe, modestia, continencia y castidad y según San Pablo (Gál. 5,22-23) son
nueve: caridad, gozo espiritual, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe,
mansedumbre y templanza.
El problema desde el
punto de vista filosófico es que tanto los dones como los frutos del Espíritu
Santo no son hábitos sino actos y que como tal pueden ser múltiples y variados.
En una palabra, pueden ser más o pueden ser menos.
Brevemente, como para
que una cabeza moderna tan alejada de estas sutilezas, con sus divisiones y
subdivisiones, tratemos de explicar los dones del Espíritu Santo.
Así, apenas decimos,
temor de Dios, nos salta la objeción:¿si Dios es bueno cómo le vamos a temer?
Este primero de los
dones quiere significar el sentimiento reverencial hacia la majestad de Dios
que se manifiesta a dos puntas: a) por la detestación del pecado y b) por la
infinita pequeñez nuestra.
Mientras que la
virtud cardinal de la fortaleza ofrece el coraje necesario para afrontar toda
clase de obstáculos, el don de la fortaleza infunde la confianza de afrontarlos
y superarlos a todos cualquiera sean sus dificultades.
La piedad muestra el
cariño filial hacia Dios como Padre lo que despierta un afecto fraternal con el
resto de los hombres hijos de un mismo Padre. Es esta la única y ultima ratio
del humanismo cristiano. Pues los hombres no somos iguales per se sino solo “en
dignidad”. “No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay hombre o
mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 2, 36-28).
El consejo es la
capacidad de encontrar la palabra adecuada para obrar en los casos particulares
en vista al fin último sobrenatural.
El don de ciencia es
el que permite juzgar rectamente sobre las cosas, la creación y relacionarlas
con Dios.
Viene luego el
entendimiento que es la intuición que nos permite penetrar en las cosas
sagradas, como las enseñanzas de Jesús, sin errores de interpretación.
Por último tenemos el
don de la sabiduría que nos permite gozarnos en las cosas divinas y está más
allá de la ciencia y el conocer. El término sabiduría indica originariamente
“sabor”, y así señala el gusto por las cosas de Dios.
Como vemos los dones
del Espíritu Santo poseen una relación jerárquica que va de la condición más
elemental a la más elevada. Y nosotros sabemos por la axiología que los valores
más bajos son más fuertes que los valores más altos, pero que, paradójicamente,
los más altos dependen de los más bajos para poder existir.
Con la moción donal
pasa lo mismo. Así, por ejemplo, no podemos recibir y ejecutar plenamente el
don de la sabiduría, o el del entendimiento o de la ciencia o del consejo o el
de la piedad o el de la fortaleza si previamente no detestamos el pecado a
través del temor de Dios.
El temor de Dios, que
es el menos perfecto y más bajo de todos los dones, está en la base de la
relación del cristiano con Dios. El temor que fue definido por los filósofos
como un malum futurum no se dirige a Dios en sí que como tal es el bien
supremo, sino a su justo castigo a nuestras culpas. Y ese castigo divino tiene
que ser entendido como un bien para el pecador. Recuerdo una vieja oración al
acostarse: Dios me cubre con su manto, con su manto de color, donde no hay
ruego ni temor sino a Dios nuestro señor.
Se equivoca Hegel
cuando en su Filosofía del derecho proclama que el régimen más justo es aquel
en que el culpable reclame su castigo como su derecho. Pues el culpable, el
pecador, no solicita castigo sino que, en el mejor de los casos, pide perdón.
El castigo y su posibilidad siempre es vivido con temor por el hombre.
Para cerrar esta
breve meditación con el autor que comenzamos diremos que para Nimio de Anquín
el hombre en tanto animal racional es un ente del Ser que es el primer huésped
que inhabitó su conciencia a partir de la filosofía griega. El nuevo huésped
fue el Dios cristiano ¿pueden inhabitar los dos?. “el Dios creador agapístico
no excluye del todo al Ser, mientras que Dios creador omnipotente, que continua
siempre en tiniebla impenetrable, sí lo excluye absolutamente….La palabra
símbolo para una conciliación, es participación, bien pudiera darse así una
cohabitación cordial”
Esta distinción entre
el Dios cristiano concebido como Amor, más aún como amor de amistad, y el Dios
omnipotente, el de temor y temblor de Abraham marca, en forma definitiva, la
incapacidad desde el judaísmo de hacer metafísica.
Porque Jehová excluye
absolutamente al ser greco-parmenídeo. La tradición griega y la tradición judía
son tradiciones que se oponen, que no se complementan ni pueden
complementarse.
Cuando nosotros
afirmamos alegremente que nuestra tradición es judeo cristiana es un dislate,
un error garrafal, pues nuestra tradición es heleno cristiana. Lo que tiene de
judeo cristiana es el antiguo testamento, pero solo como texto, ni siquiera
como interpretación.
El más publicitado
filósofo argentino de estos últimos años, José Pablo Feinmann, afirma en
múltiples escritos que: “El cristianismo no inventó nada original: es la
consecuencia directa y extrema del judaísmo”
El afirmar que el
cristianismo no inventó nada, más allá de lo que hubiera inventado el judaísmo
es, o bien, exaltar al judaísmo sobremanera o bien, desconocer el cristianismo
en su esencia.
Pues, así como Dios
para los judíos es el creador desde la lejanía infinita, el sin rostro de
Moisés. El Dios cristiano además de creador ex nihilo=desde la nada, único
rasgo en común con el de los judíos, es Dios-ágape, es el Dios con rostro que
se hace hombre y que significamos en la cruz.
¿Qué quiere decir que
Dios es ágape? Que Dios es amor, donación de sí, que mueve por aspiración y no
por temor. El misterio de la perichorésis o circuminsesión, como hemos visto,
sólo se explica por el amor. Esto ha sido, y por lo que vemos sigue siendo,
incomprensible para la inteligencia judía. Por más que se desgañiten Martín
Buber con la relación yo-tú o Emanuel Levinas con el rostro del otro. Es que su
inteligencia está condicionada por su preconcepto del Dios judío omnipotente y
lejano vivido por la criatura como amenazante.
El asunto es que el
concepto de amor no es comprendido. Y corta es la inteligencia judía en el tema
del amor y sobre todo, del amor cristiano. Es por ello que si recorremos la literatura,
de autores judíos, que es millonaria en libros, sobre el tema, estos siempre,
pero siempre, siempre terminan equiparando: 1) amor a filantropía (ponga el
lector el filántropo que quiera) o 2)
amor a humanidad (se proclaman a sí mismos maestros en humanidad, sobre
todo luego de la segunda guerra mundial).
En cuanto al concepto
de amor griego, como es sabido, posee tres acepciones: ágape, philia y eros,
pero estos pensadores quedan detenidos y limitados en el eros (recuerde el
lector los dueños de las grandes cadenas de pornografía y prostitución
mundial). En contados casos llegan a la philía, pues viven a los otros como
amenaza, pero jamás a la compresión
acabada del sentido agapístico.
Porque para
comprender el ágape hay que salir de sí en donación al otro y esto es
incongruente y contradictorio para la inteligencia judía donde prima la razón
calculadora. Y es lógico, no se puede poner la inteligencia y el existir en
aquello que no se comprende.
(*) arkegueta, mejor
que filósofo
buela.alberto@gmail.com
www.disenso.info
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