Ioannes Paulus PP. II
Centesimus annus
a Sus Hermanos en
el Episcopado
al Clero
a las Familias
religiosas
a los Fieles de la
Iglesia Católica
y a todos los Hombres
de Buena Voluntad
en el centenario de
la
Rerum Novarum
1.5.1991
BENDICIÓN
Venerables hermanos,
amadísimos hijos e
hijas:
¡Salud y bendición
apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. El centenario de la promulgación de la
encíclica de mi predecesor León XIII, de venerada memoria, que comienza con las
palabras Rerum novarum 1, marca una fecha de relevante importancia en la
historia reciente de la Iglesia y también en mi pontificado. A ella, en efecto,
le ha cabido el privilegio de ser conmemorada, con solemnes documentos, por los
Sumos Pontífices, a partir de su cuadragésimo aniversario hasta el nonagésimo:
se puede decir que su íter histórico ha sido recordado con otros escritos que,
al mismo tiempo, la actualizaban 2.
Al hacer yo otro
tanto para su primer centenario, a petición de numerosos obispos, instituciones
eclesiales, centros de estudios, empresarios y trabajadores, bien sea a título
personal, bien en cuanto miembros de asociaciones, deseo ante todo satisfacer
la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el gran Papa y con
su «inmortal documento»3. Es también mi deseo mostrar cómo la rica savia, que
sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que,
por el contrario, se ha hecho más fecunda. Dan testimonio de ello las
iniciativas de diversa índole que han precedido, las que acompañan y las que
seguirán a esta celebración; iniciativas promovidas por las Conferencias
episcopales, por organismos internacionales, universidades e institutos
académicos, asociaciones profesionales, así como por otras instituciones y
personas en tantas partes del mundo.
2. La presente
encíclica se sitúa en el marco de estas celebraciones para dar gracias a Dios,
del cual «desciende todo don excelente y toda donación perfecta» (St 1, 17),
porque se ha valido de un documento, emanado hace ahora cien años por la Sede
de Pedro, el cual había de dar tantos beneficios a la Iglesia y al mundo y
difundir tanta luz. La conmemoración que aquí se hace se refiere a la encíclica
leoniana y también a las encíclicas y demás escritos de mis predecesores, que
han contribuido a hacerla actual y operante en el tiempo, constituyendo así la
que iba a ser llamada «doctrina social», «enseñanza social» o también
«magisterio social» de la Iglesia.
A la validez de tal
enseñanza se refieren ya dos encíclicas que he publicado en los años de mi
pontificado: la Laborem exercens sobre el trabajo humano, y la Sollicitudo rei
socialis sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y de los
pueblos 4.
3. Quiero proponer
ahora una «relectura» de la encíclica leoniana, invitando a «echar una mirada
retrospectiva» a su propio texto, para descubrir nuevamente la riqueza de los
principios fundamentales formulados en ella, en orden a la solución de la cuestión
obrera. Invito además a «mirar alrededor», a las «cosas nuevas» que nos rodean
y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos, tan diversas de las
«cosas nuevas» que caracterizaron el último decenio del siglo pasado. Invito,
en fin, a «mirar al futuro», cuando ya se vislumbra el tercer milenio de la era
cristiana, cargado de incógnitas, pero también de promesas. Incógnitas y
promesas que interpelan nuestra imaginación y creatividad, a la vez que
estimulan nuestra responsabilidad, como discípulos del único maestro, Cristo
(cf. Mt 23, 8), con miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a
comunicar la vida que es él mismo (cf. Jn 14, 6).
De este modo, no sólo
se confirmará el valor permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará
también el verdadero sentido de la Tradición de la Iglesia, la cual, siempre
viva y siempre vital, edifica sobre el fundamento puesto por nuestros padres en
la fe y, singularmente, sobre el que ha sido «transmitido por los Apóstoles a
la Iglesia»5, en nombre de Jesucristo, el fundamento que nadie puede sustituir
(cf. 1 Co 3, 11).
Consciente de su
misión como sucesor de Pedro, León XIII se propuso hablar, y esta misma
conciencia es la que anima hoy a su sucesor. Al igual que él y otros Pontífices
anteriores y posteriores a él, me voy a inspirar en la imagen evangélica del
«escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos», del cual dice el
Señor que «es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas
viejas» (Mt 13, 52). Este tesoro es la gran corriente de la Tradición de la
Iglesia, que contiene las «cosas viejas», recibidas y transmitidas desde
siempre, y que permite descubrir las «cosas nuevas», en medio de las cuales
transcurre la vida de la Iglesia y del mundo.
De tales cosas que, incorporándose
a la Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo así ocasiones y material para
enriquecimiento de la misma y de la vida de fe, forma parte también la
actividad fecunda de millones y millones de hombres, quienes a impulsos del
magisterio social se han esforzado por inspirarse en él con miras al propio
compromiso con el mundo. Actuando individualmente o bien coordinados en grupos,
asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento
para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual,
en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una
sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia.
La presente encíclica
trata de poner en evidencia la fecundidad de los principios expresados por León
XIII, los cuales pertenecen al patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello,
implican la autoridad del Magisterio. Pero la solicitud pastoral me ha movido
además a proponer el análisis de algunos acontecimientos de la historia
reciente. Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los
acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización,
forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar
juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del
Magisterio.
I. RASGOS CARACTERISTICOS DE LA RERUM NOVARUM
4. A finales del
siglo pasado la Iglesia se encontró ante un proceso histórico, presente ya
desde hacía tiempo, pero que alcanzaba entonces su punto álgido. Factor
determinante de tal proceso lo constituyó un conjunto de cambios radicales
ocurridos en el campo político, económico y social, e incluso en el ámbito
científico y técnico, aparte el múltiple influjo de las ideologías dominantes.
Resultado de todos estos cambios había sido, en el campo político, una nueva
concepción de la sociedad, del Estado y, como consecuencia, de la autoridad.
Una sociedad tradicional se iba extinguiendo, mientras comenzaba a formarse
otra cargada con la esperanza de nuevas libertades, pero al mismo tiempo con
los peligros de nuevas formas de injusticia y de esclavitud.
En el campo
económico, donde confluían los descubrimientos científicos y sus aplicaciones,
se había llegado progresivamente a nuevas estructuras en la producción de
bienes de consumo. Había aparecido una nueva forma de propiedad, el capital, y
una nueva forma de trabajo, el trabajo asalariado, caracterizado por gravosos
ritmos de producción, sin la debida consideración para con el sexo, la edad o
la situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con vistas al
incremento de los beneficios.
El trabajo se
convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y venderse libremente
en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y la demanda,
sin tener en cuenta el mínimo vital necesario para el sustento de la persona y
de su familia. Además, el trabajador ni siquiera tenía la seguridad de llegar a
vender la «propia mercancía», al estar continuamente amenazado por el
desempleo, el cual, a falta de previsión social, significaba el espectro de la
muerte por hambre.
Consecuencia de esta
transformación era «la división de la sociedad en dos clases separadas por un
abismo profundo»6. Tal situación se entrelazaba con el acentuado cambio
político. Y así, la teoría política entonces dominante trataba de promover la
total libertad económica con leyes adecuadas o, al contrario, con una
deliberada ausencia de cualquier clase de intervención. Al mismo tiempo
comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra
concepción de la propiedad y de la vida económica que implicaba una nueva
organización política y social.
En el momento
culminante de esta contraposición, cuando ya se veía claramente la gravísima
injusticia de la realidad social, que se daba en muchas partes, y el peligro de
una revolución favorecida por las concepciones llamadas entonces «socialistas»,
León XIII intervino con un documento que afrontaba de manera orgánica la
«cuestión obrera». A esta encíclica habían precedido otras dedicadas
preferentemente a enseñanzas de carácter político; más adelante irían
apareciendo otras7. En este contexto hay que recordar en particular la
encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la relación
intrínseca de la libertad humana con la verdad, de manera que una libertad que
rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y acabaría por
someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí misma. En efecto, ¿de
dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere reaccionar la Rerum
novarum, sino de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y
social, se separa de la verdad del hombre?
El Pontífice se
inspiraba, además, en las enseñanzas de sus predecesores, en muchos documentos
episcopales, en estudios científicos promovidos por seglares, en la acción de
movimientos y asociaciones católicas, así como en las realizaciones concretas
en campo social, que caracterizaron la vida de la Iglesia en la segunda mitad
del siglo XIX.
5. Las «cosas
nuevas», que el Papa tenía ante sí, no eran ni mucho menos positivas todas
ellas. Al contrario, el primer párrafo de la encíclica describe las «cosas
nuevas», que le han dado el nombre, con duras palabras: «Despertada el ansia de
novedades que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que las
ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del campo de la política al
terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la
industria y de las profesiones, que caminan por nuevos derroteros; el cambio
operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de
las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la
mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre
ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el
planteamiento del conflicto» 8.
El Papa, y con él la
Iglesia, lo mismo que la sociedad civil, se encontraban ante una sociedad
dividida por un conflicto, tanto más duro e inhumano en cuanto que no conocía
reglas ni normas. Se trataba del conflicto entre el capital y el trabajo, o
—como lo llamaba la encíclica— la cuestión obrera, sobre la cual precisamente,
y en los términos críticos en que entonces se planteaba, no dudó en hablar el
Papa.
Nos hallamos aquí
ante la primera reflexión, que la encíclica nos sugiere hoy. Ante un conflicto
que contraponía, como si fueran «lobos», un hombre a otro hombre, incluso en el
plano de la subsistencia física de unos y la opulencia de otros, el Papa sintió
el deber de intervenir en virtud de su «ministerio apostólico» 9, esto es, de
la misión recibida de Jesucristo mismo de «apacentar los corderos y las ovejas»
(cf. Jn 21, 15-17) y de «atar y desatar» en la tierra por el Reino de los
cielos (cf. Mt 16, 19). Su intención era ciertamente la de restablecer la paz,
razón por la cual el lector contemporáneo no puede menos de advertir la severa
condena de la lucha de clases, que el Papa pronunciaba sin ambages 10. Pero era
consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la justicia:
contenido esencial de la encíclica fue precisamente proclamar las condiciones
fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de entonces 11.
De esta manera León
XIII, siguiendo las huellas de sus predecesores, establecía un paradigma
permanente para la Iglesia. Ésta, en efecto, hace oír su voz ante determinadas
situaciones humanas, individuales y comunitarias, nacionales e internacionales,
para las cuales formula una verdadera doctrina, un corpus, que le permite
analizar las realidades sociales, pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones
para la justa solución de los problemas derivados de las mismas.
En tiempos de León
XIII semejante concepción del derecho-deber de la Iglesia estaba muy lejos de
ser admitido comúnmente. En efecto, prevalecía una doble tendencia: una,
orientada hacia este mundo y esta vida, a la que debía permanecer extraña la
fe; la otra, dirigida hacia una salvación puramente ultraterrena, pero que no
iluminaba ni orientaba su presencia en la tierra. La actitud del Papa al
publicar la Rerum novarum confiere a la Iglesia una especie de «carta de
ciudadanía» respecto a las realidades cambiantes de la vida pública, y esto se
corroboraría aún más posteriormente. En efecto, para la Iglesia enseñar y
difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte
esencial del mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias
directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano y
las luchas por la justicia en el testimonio a Cristo Salvador. Asimismo viene a
ser una fuente de unidad y de paz frente a los conflictos que surgen
inevitablemente en el sector socioeconómico. De esta manera se pueden vivir las
nuevas situaciones, sin degradar la dignidad trascendente de la persona humana
ni en sí mismos ni en los adversarios, y orientarlas hacia una recta solución.
La validez de esta
orientación, a cien años de distancia, me ofrece la oportunidad de contribuir
al desarrollo de la «doctrina social cristiana». La «nueva evangelización», de
la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la cual he insistido en
más de una ocasión, debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la
doctrina social de la Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo
idónea para indicar el recto camino a la hora de dar respuesta a los grandes
desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las
ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución
para la «cuestión social» fuera del Evangelio y que, por otra parte, las «cosas
nuevas» pueden hallar en él su propio espacio de verdad y el debido
planteamiento moral.
6. Con el propósito
de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León
XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la
clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto
tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como «la actividad
ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su
conservación»12. El Pontífice califica el trabajo como «personal», ya que «la
fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla
y en cuyo beneficio ha sido dada»13. El trabajo pertenece, por tanto, a la
vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su
actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una dimensión social, por
su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien común, «porque
se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la
riqueza de los Estados»14. Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en mi
encíclica Laborem exercens 15.
Otro principio
importante es sin duda el del derecho a la «propiedad privada»16. El espacio
que la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le atribuye. El Papa
es consciente de que la propiedad privada no es un valor absoluto, por lo cual
no deja de proclamar los principios que necesariamente lo complementan, como el
del destino universal de los bienes de la tierra 17.
Por otra parte, no
cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera
principalmente, es el de la propiedad de la tierra18. Sin embargo, esto no
quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas para tutelar la
propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo necesario para
el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea la forma
concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy
día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los
sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción,
como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los
obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo,
incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de
apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada. Como consecuencia de
estos cambios y de la persistente pobreza, se hace necesario un análisis más
profundo del problema, como se verá más adelante.
7. En estrecha
relación con el derecho de propiedad, la encíclica de León XIII afirma también
otros derechos, como propios e inalienables de la persona humana. Entre éstos
destaca, dado el espacio que el Papa le dedica y la importancia que le
atribuye, el «derecho natural del hombre» a formar asociaciones privadas; lo
cual significa ante todo el derecho a crear asociaciones profesionales de
empresarios y obreros, o de obreros solamente 19. Ésta es la razón por la cual
la Iglesia defiende y aprueba la creación de los llamados sindicatos, no
ciertamente por prejuicios ideológicos, ni tampoco por ceder a una mentalidad
de clase, sino porque se trata precisamente de un «derecho natural» del ser
humano y, por consiguiente, anterior a su integración en la sociedad política.
En efecto, «el Estado no puede prohibir su formación», porque «el Estado debe
tutelar los derechos naturales, no destruirlos. Prohibiendo tales asociaciones,
se contradiría a sí mismo»20.
Junto con este
derecho, que el Papa —es obligado subrayarlo— reconoce explícitamente a los
obreros o, según su vocabulario, a los «proletarios», se afirma con igual
claridad el derecho a la «limitación de las horas de trabajo», al legítimo
descanso y a un trato diverso a los niños y a las mujeres 21 en lo relativo al
tipo de trabajo y a la duración del mismo.
Si se tiene presente
lo que dice la historia a propósito de los procedimientos consentidos, o al
menos no excluidos legalmente, en orden a la contratación sin garantía alguna
en lo referente a las horas de trabajo, ni a las condiciones higiénicas del
ambiente, más aún, sin reparo para con la edad y el sexo de los candidatos al
empleo, se comprende muy bien la severa afirmación del Papa: «No es justo ni
humano exigir al hombre tanto trabajo que termine por embotarse su mente y
debilitarse su cuerpo». Y con mayor precisión, refiriéndose al contrato, entendido
en el sentido de hacer entrar en vigor tales «relaciones de trabajo», afirma:
«En toda convención estipulada entre patronos y obreros, va incluida siempre la
condición expresa o tácita» de que se provea convenientemente al descanso, en
proporción con la «cantidad de energías consumidas en el trabajo». Y después
concluye: «un pacto contrario sería inmoral»22.
8. A continuación el
Papa enuncia otro derecho del obrero como persona. Se trata del derecho al
«salario justo», que no puede dejarse «al libre acuerdo entre las partes, ya
que, según eso, pagado el salario convenido, parece como si el patrono hubiera
cumplido ya con su deber y no debiera nada más»23. El Estado, se decía
entonces, no tiene poder para intervenir en la determinación de estos contratos,
sino para asegurar el cumplimiento de cuanto se ha pactado explícitamente.
Semejante concepción de las relaciones entre patronos y obreros, puramente
pragmática e inspirada en un riguroso individualismo, es criticada severamente
en la encíclica como contraria a la doble naturaleza del trabajo, en cuanto
factor personal y necesario. Si el trabajo, en cuanto es personal, pertenece a
la disponibilidad que cada uno posee de las propias facultades y energías, en
cuanto es necesario está regulado por la grave obligación que tiene cada uno de
«conservar su vida»; de ahí «la necesaria consecuencia —concluye el Papa— del
derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, cosa que para la gente
pobre se reduce al salario ganado con su propio trabajo»24.
El salario debe ser,
pues, suficiente para el sustento del obrero y de su familia. Si el trabajador,
«obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aun
no queriéndola, una condición más dura, porque se la imponen el patrono o el
empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual clama la
justicia»25.
Ojalá que estas
palabras, escritas cuando avanzaba el llamado «capitalismo salvaje», no deban
repetirse hoy día con la misma severidad. Por desgracia, hoy todavía se dan
casos de contratos entre patronos y obreros, en los que se ignora la más
elemental justicia en materia de trabajo de los menores o de las mujeres, de
horarios de trabajo, estado higiénico de los locales y legítima retribución. Y
esto a pesar de las Declaraciones y Convenciones internacionales al respecto 26
y no obstante las leyes internas de los Estados. El Papa atribuía a la
«autoridad pública» el «deber estricto» de prestar la debida atención al
bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a la justicia;
es más, no dudaba en hablar de «justicia distributiva»27.
9. Refiriéndose
siempre a la condición obrera, a estos derechos León XIII añade otro, que
considero necesario recordar por su importancia: el derecho a cumplir libremente
los propios deberes religiosos. El Papa lo proclama en el contexto de los demás
derechos y deberes de los obreros, no obstante el clima general que, incluso en
su tiempo, consideraba ciertas cuestiones como pertinentes exclusivamente a la
esfera privada. Él ratifica la necesidad del descanso festivo, para que el
hombre eleve su pensamiento hacia los bienes de arriba y rinda el culto debido
a la majestad divina 28. De este derecho, basado en un mandamiento, nadie puede
privar al hombre: «a nadie es lícito violar impunemente la dignidad del hombre,
de quien Dios mismo dispone con gran respeto». En consecuencia, el Estado debe
asegurar al obrero el ejercicio de esta libertad 29.
No se equivocaría
quien viese en esta nítida afirmación el germen del principio del derecho a la
libertad religiosa, que posteriormente ha sido objeto de muchas y solemnes
Declaraciones y Convenciones internacionales 30, así como de la conocida
Declaración conciliar y de mis constantes enseñanzas31. A este respecto hemos
de preguntarnos si los ordenamientos legales vigentes y la praxis de las
sociedades industrializadas aseguran hoy efectivamente el cumplimiento de este
derecho elemental al descanso festivo.
10. Otra nota
importante, rica de enseñanzas para nuestros días, es la concepción de las
relaciones entre el Estado y los ciudadanos. La Rerum novarum critica los dos
sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo. Al primero está
dedicada la parte inicial, en la cual se reafirma el derecho a la propiedad
privada; al segundo no se le dedica una sección especial, sino que —y esto
merece mucha atención— se le reservan críticas, a la hora de afrontar el tema
de los deberes del Estado 32, el cual no puede limitarse a «favorecer a una
parte de los ciudadanos», esto es, a la rica y próspera, y «descuidar a la
otra», que representa indudablemente la gran mayoría del cuerpo social; de lo
contrario se viola la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo. Sin embargo,
«en la tutela de estos derechos de los individuos, se debe tener especial
consideración para con los débiles y pobres. La clase rica, poderosa ya de por
sí, tiene menos necesidad de ser protegida por los poderes públicos; en cambio,
la clase proletaria, al carecer de un propio apoyo tiene necesidad específica
de buscarlo en la protección del Estado. Por tanto es a los obreros, en su
mayoría débiles y necesitados, a quienes el Estado debe dirigir sus
preferencias y sus cuidados»33.
Todos estos pasos
conservan hoy su validez, sobre todo frente a las nuevas formas de pobreza
existentes en el mundo; y además porque tales afirmaciones no dependen de una
determinada concepción del Estado, ni de una particular teoría política. El
Papa insiste sobre un principio elemental de sana organización política, a saber,
que los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad, tanto más
necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención de
la autoridad pública.
De esta manera el
principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez, ya sea en el orden
interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he recordado en la
Sollicitudo rei socialis 34, se demuestra como uno de los principios básicos de
la concepción cristiana de la organización social y política. León XIII lo enuncia
varias veces con el nombre de «amistad», que encontramos ya en la filosofía
griega; por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de
«caridad social», mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad
con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de
«civilización del amor»35.
11. La relectura de
aquella encíclica, a la luz de las realidades contemporáneas, nos permite
apreciar la constante preocupación y dedicación de la Iglesia por aquellas personas
que son objeto de predilección por parte de Jesús, nuestro Señor. El contenido
del texto es un testimonio excelente de la continuidad, dentro de la Iglesia,
de lo que ahora se llama «opción preferencial por los pobres»; opción que en la
Sollicitudo rei socialis es definida como una «forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana»36. La encíclica sobre la «cuestión obrera»
es, pues, una encíclica sobre los pobres y sobre la terrible condición a la que
el nuevo y con frecuencia violento proceso de industrialización había reducido
a grandes multitudes. También hoy, en gran parte del mundo, semejantes procesos
de transformación económica, social y política originan los mismos males.
Si León XIII se apela
al Estado para poner un remedio justo a la condición de los pobres, lo hace
también porque reconoce oportunamente que el Estado tiene la incumbencia de
velar por el bien común y cuidar que todas las esferas de la vida social, sin
excluir la económica, contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto
debido a la justa autonomía de cada una de ellas. Esto, sin embargo, no
autoriza a pensar que según el Papa toda solución de la cuestión social deba
provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios
límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que
el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo
existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos 37.
A nadie se le escapa
la actualidad de estas reflexiones. Sobre el tema tan importante de las
limitaciones inherentes a la naturaleza del Estado, convendrá volver más
adelante. Mientras tanto, los puntos subrayados —ciertamente no los únicos de
la encíclica— están en la línea de continuidad con el magisterio social de la
Iglesia y a la luz de una sana concepción de la propiedad privada, del trabajo,
del proceso económico de la realidad del Estado y, sobre todo, del hombre
mismo. Otros temas serán mencionados más adelante, al examinar algunos aspectos
de la realidad contemporánea. Pero hay que tener presente desde ahora que lo
que constituye la trama y en cierto modo la guía de la encíclica y, en verdad,
de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona
humana y de su valor único, porque «el hombre... en la tierra es la sola
criatura que Dios ha querido por sí misma»38. En él ha impreso su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable, sobre la que
insiste repetidamente la encíclica. En efecto, aparte de los derechos que el
hombre adquiere con su propio trabajo, hay otros derechos que no proceden de
ninguna obra realizada por él, sino de su dignidad esencial de persona.
II. HACIA LAS
"COSAS NUEVAS" DE HOY
12. La conmemoración
de la Rerum novarum no sería apropiada sin echar una mirada a la situación
actual. Por su contenido, el documento se presta a tal consideración, ya que su
marco histórico y las previsiones en él apuntadas se revelan sorprendentemente
justas, a la luz de cuanto sucedió después.
Esto mismo queda
confirmado, en particular, por los acontecimientos de los últimos meses del año
1989 y primeros del 1990. Tales acontecimientos y las posteriores
transformaciones radicales no se explican si no es a la luz de las situaciones
anteriores, que en cierta medida habían cristalizado o institucionalizado las
previsiones de León XIII y las señales, cada vez más inquietantes, vislumbradas
por sus sucesores. En efecto, el Papa previó las consecuencias negativas —bajo todos
los aspectos, político, social, y económico— de un ordenamiento de la sociedad
tal como lo proponía el «socialismo», que entonces se hallaba todavía en el
estadio de filosofía social y de movimiento más o menos estructurado. Algunos
se podrían sorprender de que el Papa criticara las soluciones que se daban a la
«cuestión obrera» comenzando por el socialismo, cuando éste aún no se
presentaba —como sucedió más tarde— bajo la forma de un Estado fuerte y
poderoso, con todos los recursos a su disposición. Sin embargo, él supo valorar
justamente el peligro que representaba para las masas ofrecerles el atractivo
de una solución tan simple como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto
resulta más verdadero aún, si lo comparamos con la terrible condición de
injusticia en que versaban las masas proletarias de las naciones recién
industrializadas.
Es necesario subrayar
aquí dos cosas: por una parte, la gran lucidez en percibir, en toda su crudeza,
la verdadera condición de los proletarios, hombres, mujeres y niños; por otra,
la no menor claridad en intuir los males de una solución que, bajo la
apariencia de una inversión de posiciones entre pobres y ricos, en realidad
perjudicaba a quienes se proponía ayudar. De este modo el remedio venía a ser
peor que el mal. Al poner de manifiesto que la naturaleza del socialismo de su
tiempo estaba en la supresión de la propiedad privada, León XIII llegaba de
veras al núcleo de la cuestión.
Merecen ser leídas
con atención sus palabras: «Para solucionar este mal (la injusta distribución
de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los socialistas
instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la
propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean
comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la cuestión, que
incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente
injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la
misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden social»39. No se
podían indicar mejor los males acarreados por la instauración de este tipo de
socialismo como sistema de Estado, que sería llamado más adelante «socialismo
real».
13. Ahondando ahora
en esta reflexión y haciendo referencia a lo que ya se ha dicho en las
encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis, hay que añadir aquí que
el error fundamental del socialismo es de carácter antropológico.
Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula
del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al
funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que
este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su
responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre
queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el
concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien
edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea concepción de
la persona provienen la distorsión del derecho, que define el ámbito del
ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El hombre, en
efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene posibilidad de
ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la máquina social
y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer
su dignidad de persona y entorpece su camino para la constitución de una
auténtica comunidad humana.
Por el contrario, de
la concepción cristiana de la persona se sigue necesariamente una justa visión
de la sociedad. Según la Rerum novarum y la doctrina social de la Iglesia, la
socialidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos
grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos
económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la
misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del
bien común. Es a esto a lo que he llamado «subjetividad de la sociedad» la
cual, junto con la subjetividad del individuo, ha sido anulada por el
socialismo real 40.
Si luego nos
preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la naturaleza de la persona y
de la «subjetividad» de la sociedad, hay que responder que su causa principal
es el ateísmo. Precisamente en la respuesta a la llamada de Dios, implícita en
el ser de las cosas, es donde el hombre se hace consciente de su trascendente
dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que consiste el culmen de
su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir.
La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente,
la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y
responsabilidad de la persona.
El ateísmo del que
aquí se habla tiene estrecha relación con el racionalismo iluminista, que
concibe la realidad humana y social del hombre de manera mecanicista. Se niega
de este modo la intuición última acerca de la verdadera grandeza del hombre, su
trascendencia respecto al mundo material, la contradicción que él siente en su
corazón entre el deseo de una plenitud de bien y la propia incapacidad para
conseguirlo y, sobre todo, la necesidad de salvación que de ahí se deriva.
14. De la misma raíz
atea brota también la elección de los medios de acción propia del socialismo,
condenado en la Rerum novarum. Se trata de la lucha de clases. El Papa,
ciertamente, no pretende condenar todas y cada una de las formas de
conflictividad social. La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la historia,
surgen inevitablemente los conflictos de intereses entre diversos grupos
sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas veces debe pronunciarse con
coherencia y decisión. Por lo demás, la encíclica Laborem exercens ha
reconocido claramente el papel positivo del conflicto cuando se configura como
«lucha por la justicia social»41. Ya en la Quadragesimo anno se decía: «En
efecto, cuando la lucha de clases se abstiene de los actos de violencia y del
odio recíproco, se transforma poco a poco en una discusión honesta, fundada en
la búsqueda de la justicia»42.
Lo que se condena en
la lucha de clases es la idea de un conflicto que no está limitado por consideraciones
de carácter ético o jurídico, que se niega a respetar la dignidad de la persona
en el otro y por tanto en sí mismo, que excluye, en definitiva, un acuerdo
razonable y persigue no ya el bien general de la sociedad, sino más bien un
interés de parte que suplanta al bien común y aspira a destruir lo que se le
opone. Se trata, en una palabra, de presentar de nuevo —en el terreno de la
confrontación interna entre los grupos sociales— la doctrina de la «guerra
total», que el militarismo y el imperialismo de aquella época imponían en el
ámbito de las relaciones internacionales. Tal doctrina, que buscaba el justo
equilibrio entre los intereses de las diversas naciones, sustituía a la del
absoluto predominio de la propia parte, mediante la destrucción del poder de
resistencia del adversario, llevada a cabo por todos los medios, sin excluir el
uso de la mentira, el terror contra las personas civiles, las armas
destructivas de masa, que precisamente en aquellos años comenzaban a
proyectarse. La lucha de clases en sentido marxista y el militarismo tienen,
pues, las mismas raíces: el ateísmo y el desprecio de la persona humana, que
hacen prevalecer el principio de la fuerza sobre el de la razón y del derecho.
15. La Rerum novarum
se opone a la estatalización de los medios de producción, que reduciría a todo
ciudadano a una «pieza» en el engranaje de la máquina estatal. Con no menor
decisión critica una concepción del Estado que deja la esfera de la economía
totalmente fuera del propio campo de interés y de acción. Existe ciertamente
una legítima esfera de autonomía de la actividad económica, donde no debe
intervenir el Estado. A éste, sin embargo, le corresponde determinar el marco
jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar
así las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una
cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en
poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud 43.
A este respecto, la
Rerum novarum señala la vía de las justas reformas, que devuelven al trabajo su
dignidad de libre actividad del hombre. Son reformas que suponen, por parte de
la sociedad y del Estado, asumirse las responsabilidades en orden a defender al
trabajador contra el íncubo del desempleo. Históricamente esto se ha logrado de
dos modos convergentes: con políticas económicas, dirigidas a asegurar el
crecimiento equilibrado y la condición de pleno empleo; con seguros contra el
desempleo obrero y con políticas de cualificación profesional, capaces de
facilitar a los trabajadores el paso de sectores en crisis a otros en
desarrollo.
Por otra parte, la
sociedad y el Estado deben asegurar unos niveles salariales adecuados al
mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso con una cierta capacidad
de ahorro. Esto requiere esfuerzos para dar a los trabajadores conocimientos y
aptitudes cada vez más amplios, capacitándolos así para un trabajo más
cualificado y productivo; pero requiere también una asidua vigilancia y las
convenientes medidas legislativas para acabar con fenómenos vergonzosos de
explotación, sobre todo en perjuicio de los trabajadores más débiles,
inmigrados o marginales. En este sector es decisivo el papel de los sindicatos
que contratan los mínimos salariales y las condiciones de trabajo.
En fin, hay que
garantizar el respeto por horarios «humanos» de trabajo y de descanso, y el
derecho a expresar la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin ser
conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad. Hay
que mencionar aquí de nuevo el papel de los sindicatos no sólo como
instrumentos de negociación, sino también como «lugares» donde se expresa la
personalidad de los trabajadores: sus servicios contribuyen al desarrollo de
una auténtica cultura del trabajo y ayudan a participar de manera plenamente
humana en la vida de la empresa 44.
Para conseguir estos
fines el Estado debe participar directa o indirectamente. Indirectamente y
según el principio de subsidiariedad, creando las condiciones favorables al
libre ejercicio de la actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante
de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el
principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos
límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y
asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro 45.
La encíclica y el
magisterio social, con ella relacionado, tuvieron una notable influencia entre
los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Este influjo quedó reflejado
en numerosas reformas introducidas en los sectores de la previsión social, las
pensiones, los seguros de enfermedad y de accidentes; todo ello en el marco de
un mayor respeto de los derechos de los trabajadores 46.
16. Las reformas
fueron realizadas en parte por los Estados; pero en la lucha por conseguirlas
tuvo un papel importante la acción del Movimiento obrero. Nacido como reacción
de la conciencia moral contra situaciones de injusticia y de daño, desarrolló
una vasta actividad sindical, reformista, lejos de las nieblas de la ideología
y más cercana a las necesidades diarias de los trabajadores. En este ámbito,
sus esfuerzos se sumaron con frecuencia a los de los cristianos para conseguir
mejores condiciones de vida para los trabajadores. Después, este Movimiento
estuvo dominado, en cierto modo, precisamente por la ideología marxista contra
la que se dirigía la Rerum novarum.
Las mismas reformas
fueron también el resultado de un libre proceso de auto-organización de la
sociedad, con la aplicación de instrumentos eficaces de solidaridad, idóneos
para sostener un crecimiento económico más respetuoso de los valores de la
persona. Hay que recordar aquí su múltiple actividad, con una notable aportación
de los cristianos, en la fundación de cooperativas de producción, consumo y
crédito, en promover la enseñanza pública y la formación profesional, en la
experimentación de diversas formas de participación en la vida de la empresa y,
en general, de la sociedad.
Si mirando al pasado
tenemos motivos para dar gracias a Dios porque la gran encíclica no ha quedado
sin resonancia en los corazones y ha servido de impulso a una operante
generosidad, sin embargo hay que reconocer que el anuncio profético que lleva consigo
no fue acogido plenamente por los hombres de aquel tiempo, lo cual precisamente
ha dado lugar a no pocas y graves desgracias.
17. Leyendo la
encíclica en relación con todo el rico magisterio leoniano 47, se nota que, en
el fondo, está señalando las consecuencias de un error de mayor alcance en el
campo económico-social. Es el error que, como ya se ha dicho, consiste en una
concepción de la libertad humana que la aparta de la obediencia de la verdad y,
por tanto, también del deber de respetar los derechos de los demás hombres. El
contenido de la libertad se transforma entonces en amor propio, con desprecio
de Dios y del prójimo; amor que conduce al afianzamiento ilimitado del propio
interés y que no se deja limitar por ninguna obligación de justicia 48.
Este error
precisamente llega a sus extremas consecuencias durante el trágico ciclo de las
guerras que sacudieron Europa y el mundo entre 1914 y 1945. Fueron guerras
originadas por el militarismo, por el nacionalismo exasperado, por las formas
de totalitarismo relacionado con ellas, así como por guerras derivadas de la
lucha de clases, de guerras civiles e ideológicas. Sin la terrible carga de
odio y rencor, acumulada a causa de tantas injusticias, bien sea a nivel
internacional bien sea dentro de cada Estado, no hubieran sido posibles guerras
de tanta crueldad en las que se invirtieron las energías de grandes naciones;
en las que no se dudó ante la violación de los derechos humanos más sagrados;
en las que fue planificado y llevado a cabo el exterminio de pueblos y grupos
sociales enteros. Recordamos aquí singularmente al pueblo hebreo, cuyo terrible
destino se ha convertido en símbolo de las aberraciones adonde puede llegar el
hombre cuando se vuelve contra Dios.
Sin embargo, el odio
y la injusticia se apoderan de naciones enteras, impulsándolas a la acción,
sólo cuando son legitimados y organizados por ideologías que se fundan sobre
ellos en vez de hacerlo sobre la verdad del hombre 49. La Rerum novarum
combatía las ideologías que llevan al odio e indicaba la vía para vencer la
violencia y el rencor mediante la justicia. Ojalá el recuerdo de tan terribles
acontecimientos guíe las acciones de todos los hombres, en particular las de
los gobernantes de los pueblos, en estos tiempos nuestros en que otras
injusticias alimentan nuevos odios y se perfilan en el horizonte nuevas
ideologías que exal- tan la violencia.
18. Es verdad que
desde 1945 las armas están calladas en el continente europeo; sin embargo, la
verdadera paz —recordémoslo— no es el resultado de la victoria militar, sino
algo que implica la superación de las causas de la guerra y la auténtica
reconciliación entre los pueblos. Por muchos años, sin embargo, ha habido en
Europa y en el mundo una situación de no- guerra, más que de paz auténtica.
Mitad del continente cae bajo el dominio de la dictadura comunista, mientras la
otra mitad se organiza para defenderse contra tal peligro. Muchos pueblos
pierden el poder de autogobernarse, encerrados en los confines opresores de un
imperio, mientras se trata de destruir su memoria histórica y la raíz secular
de su cultura. Como consecuencia de esta división violenta, masas enormes de
hombres son obligadas a abandonar su tierra y deportadas forzosamente.
Una carrera
desenfrenada a los armamentos absorbe los recursos necesarios para el
desarrollo de las economías internas y para ayudar a las naciones menos
favorecidas. El progreso científico y tecnológico, que debiera contribuir al
bienestar del hombre, se transforma en instrumento de guerra: ciencia y técnica
son utilizadas para producir armas cada vez más perfeccionadas y destructivas;
contemporáneamente, a una ideología que es perversión de la auténtica filosofía
se le pide dar justificaciones doctrinales para la nueva guerra. Ésta no sólo
es esperada y preparada, sino que es también combatida con enorme derramamiento
de sangre en varias partes del mundo. La lógica de los bloques o imperios,
denunciada en los documentos de la Iglesia y más recientemente en la encíclica
Sollicitudo rei socialis 50, hace que las controversias y discordias que surgen
en los países del Tercer Mundo sean sistemáticamente incrementadas y explotadas
para crear dificultades al adversario.
Los grupos
extremistas, que tratan de resolver tales controversias por medio de las armas,
encuentran fácilmente apoyos políticos y militares, son armados y adiestrados
para la guerra, mientras que quienes se esfuerzan por encontrar soluciones
pacíficas y humanas, respetuosas para con los legítimos intereses de todas las
partes, permanecen aislados y caen a menudo víctima de sus adversarios. Incluso
la militarización de tantos países del Tercer Mundo y las luchas fratricidas
que los han atormentado, la difusión del terrorismo y de medios cada vez más
crueles de lucha político-militar tienen una de sus causas principales en la
precariedad de la paz que ha seguido a la segunda guerra mundial. En
definitiva, sobre todo el mundo se cierne la amenaza de una guerra atómica,
capaz de acabar con la humanidad. La ciencia utilizada para fines militares pone
a disposición del odio, fomentado por las ideologías, el instrumento decisivo.
Pero la guerra puede terminar, sin vencedores ni vencidos, en un suicidio de la
humanidad; por lo cual hay que repudiar la lógica que conduce a ella, la idea
de que la lucha por la destrucción del adversario, la contradicción y la guerra
misma sean factores de progreso y de avance de la historia 51. Cuando se
comprende la necesidad de este rechazo, deben entrar forzosamente en crisis
tanto la lógica de la «guerra total», como la de la «lucha de clases».
19. Al final de la
segunda guerra mundial, este proceso se está formando todavía en las
conciencias; pero el dato que se ofrece a la vista es la extensión del
totalitarismo comunista a más de la mitad de Europa y a gran parte del mundo.
La guerra, que tendría que haber devuelto la libertad y haber restaurado el
derecho de las gentes, se concluye sin haber conseguido estos fines; más aún,
se concluye en un modo abiertamente contradictorio para muchos pueblos,
especialmente para aquellos que más habían sufrido. Se puede decir que la
situación creada ha dado lugar a diversas respuestas.
En algunos países y
bajo ciertos aspectos, después de las destrucciones de la guerra, se asiste a
un esfuerzo positivo por reconstruir una sociedad democrática inspirada en la
justicia social, que priva al comunismo de su potencial revolucionario,
constituido por muchedumbres explotadas y oprimidas. Estas iniciativas tratan,
en general, de mantener los mecanismos de libre mercado, asegurando, mediante
la estabilidad monetaria y la seguridad de las relaciones sociales, las
condiciones para un crecimiento económico estable y sano, dentro del cual los
hombres, gracias a su trabajo, puedan construirse un futuro mejor para sí y
para sus hijos. Al mismo tiempo, se trata de evitar que los mecanismos de
mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a
someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común
de los bienes de la tierra. Una cierta abundancia de ofertas de trabajo, un
sólido sistema de seguridad social y de capacitación profesional, la libertad
de asociación y la acción incisiva del sindicato, la previsión social en caso
de desempleo, los instrumentos de participación democrática en la vida social,
dentro de este contexto deberían preservar el trabajo de la condición de
«mercancía» y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente.
Existen, además,
otras fuerzas sociales y movimientos ideales que se oponen al marxismo con la
cons- trucción de sistemas de «seguridad nacional», que tratan de controlar
capilarmente toda la sociedad para imposibilitar la infiltración marxista. Se
proponen preservar del comunismo a sus pueblos exaltando e incrementando el
poder del Estado, pero con esto corren el grave riesgo de destruir la libertad
y los valores de la persona, en nombre de los cuales hay que oponerse al
comunismo.
Otra forma de
respuesta práctica, finalmente, está representada por la sociedad del bienestar
o sociedad de consumo. Ésta tiende a derrotar al marxismo en el terreno del
puro materialismo, mostrando cómo una sociedad de libre mercado es capaz de
satisfacer las necesidades materiales humanas más plenamente de lo que
aseguraba el comunismo y excluyendo también los valores espirituales. En
realidad, si bien por un lado es cierto que este modelo social muestra el
fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por otro, al
negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la
cultura y a la religión, coincide con el marxismo en reducir totalmente al
hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades
materiales.
20. En el mismo
período se va desarrollando un grandioso proceso de «descolonización», en
virtud del cual numerosos países consiguen o recuperan la independencia y el
derecho a disponer libremente de sí mismos. No obstante, con la reconquista
formal de su soberanía estatal, estos países en muchos casos están comenzando
apenas el camino de la construcción de una auténtica independencia. En efecto,
sectores decisivos de la economía siguen todavía en manos de grandes empresas
de fuera, las cuales no aceptan un compromiso duradero que las vincule al
desarrollo del país que las recibe. En ocasiones, la vida política está sujeta
también al control de fuerzas extranjeras, mientras que dentro de las fronteras
del Estado conviven a veces grupos tribales, no amalgamados todavía en una
auténtica comunidad nacional. Falta, además, un núcleo de profesionales
competentes, capaces de hacer funcionar, de manera honesta y regular, el
aparato administrativo del Estado, y faltan también equipos de personas
especializadas para una eficiente y responsable gestión de la economía.
Ante esta situación,
a muchos les parece que el marxismo puede proporcionar como un atajo para la
edificación de la nación y del Estado; de ahí nacen diversas variantes del
socialismo con un carácter nacional específico. Se mezclan así en muchas
ideologías, que se van formando de manera cada vez más diversa, legítimas
exigencias de liberación nacional, formas de nacionalismo y hasta de
militarismo, principios sacados de antiguas tradiciones populares, en sintonía
a veces con la doctrina social cristiana, y conceptos del marxismo-leninismo.
21. Hay que recordar,
por último, que después de la segunda guerra mundial, y en parte como reacción
a sus horrores, se ha ido difundiendo un sentimiento más vivo de los derechos
humanos, que ha sido reconocido en diversos documentos internacionales 52, y en
la elaboración, podría decirse, de un nuevo «derecho de gentes», al que la
Santa Sede ha dado una constante aportación. La pieza clave de esta evolución
ha sido la Organización de la Naciones Unidas. No sólo ha crecido la conciencia
del derecho de los individuos, sino también la de los derechos de las naciones,
mientras se advierte mejor la necesidad de actuar para corregir los graves
desequilibrios existentes entre las diversas áreas geográficas del mundo que,
en cierto sentido, han desplazado el centro de la cuestión social del ámbito
nacional al plano internacional 53.
Al constatar con
satisfacción todo este proceso, no se puede sin embargo soslayar el hecho de
que el balance global de las diversas políticas de ayuda al desarrollo no
siempre es positivo. Por otra parte, las Naciones Unidas no han logrado hasta
ahora poner en pie instrumentos eficaces para la solución de los conflictos
internacionales como alternativa a la guerra, lo cual parece ser el problema
más urgente que la comunidad internacional debe aún resolver.
III. EL AÑO 1989
22. Partiendo de la
situación mundial apenas descrita, y ya expuesta con amplitud en la encíclica
Sollicitudo rei socialis, se comprende el alcance inesperado y prometedor de
los acontecimientos ocurridos en los últimos años. Su culminación es
ciertamente lo ocurrido el año 1989 en los países de Europa central y oriental;
pero abarcan un arco de tiempo y un horizonte geográfico más amplios. A lo
largo de los años ochenta van cayendo poco a poco en algunos países de América
Latina, e incluso de África y de Asia, ciertos regímenes dictatoriales y
opresores; en otros casos da comienzo un camino de transición, difícil pero
fecundo, hacia formas políticas más justas y de mayor participación. Una ayuda
importante e incluso decisiva la ha dado la Iglesia, con su compromiso en favor
de la defensa y promoción de los derechos del hombre. En ambientes intensamente
ideologizados, donde posturas partidistas ofuscaban la conciencia de la común
dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con sencillez y energía que todo hombre
—sean cuales sean sus convicciones personales— lleva dentro de sí la imagen de
Dios y, por tanto, merece respeto. En esta afirmación se ha identificado con
frecuencia la gran mayoría del pueblo, lo cual ha llevado a buscar formas de
lucha y soluciones políticas más respetuosas para con la dignidad de la persona
humana.
De este proceso
histórico han surgido nuevas formas de democracia, que ofrecen esperanzas de un
cambio en las frágiles estructuras políticas y sociales, gravadas por la
hipoteca de una dolorosa serie de injusticias y rencores, aparte de una
economía arruinada y de graves conflictos sociales. Mientras en unión con toda
la Iglesia doy gracias a Dios por el testimonio, en ocasiones heroico, que han
dado no pocos pastores, comunidades cristianas enteras, fieles en particular y
hombres de buena voluntad en tan difíciles circunstancias, le pido que sostenga
los esfuerzos de todos para construir un futuro mejor. Es ésta una
responsabilidad no sólo de los ciudadanos de aquellos países, sino también de
todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. Se trata de mostrar
cómo los complejos problemas de aquellos pueblos se pueden resolver por medio
del diálogo y de la solidaridad, en vez de la lucha para destruir al adversario
y en vez de la guerra.
23. Entre los
numerosos factores de la caída de los regímenes opresores, algunos merecen ser
recordados de modo especial. El factor decisivo que ha puesto en marcha los
cambios es sin duda alguna la violación de los derechos del trabajador. No se
puede olvidar que la crisis fundamental de los sistemas que pretenden ser
expresión del gobierno y, lo que es más, de la dictadura del proletariado da
comienzo con las grandes revueltas habidas en Polonia en nombre de la
solidaridad. Son las muchedumbres de los trabajadores las que desautorizan la
ideología, que pretende ser su voz; son ellas las que encuentran y como si
descubrieran de nuevo expresiones y principios de la doctrina social de la
Iglesia, partiendo de la experiencia, vivida y difícil, del trabajo y de la
opresión.
Merece ser subrayado
también el hecho de que casi en todas partes se haya llegado a la caída de
semejante «bloque» o imperio a través de una lucha pacífica, que emplea
solamente las armas de la verdad y de la justicia. Mientras el marxismo
consideraba que únicamente llevando hasta el extremo las contradicciones
sociales era posible darles solución por medio del choque violento, las luchas
que han conducido a la caída del marxismo insisten tenazmente en intentar todas
las vías de la negociación, del diálogo, del testimonio de la verdad, apelando
a la conciencia del adversario y tratando de despertar en éste el sentido de la
común dignidad humana.
Parecía como si el
orden europeo, surgido de la segunda guerra mundial y consagrado por los
Acuerdos de Yalta, ya no pudiese ser alterado más que por otra guerra. Y sin
embargo, ha sido superado por el compromiso no violento de hombres que,
resistiéndose siempre a ceder al poder de la fuerza, han sabido encontrar, una
y otra vez, formas eficaces para dar testimonio de la verdad. Esta actitud ha
desarmado al adversario, ya que la violencia tiene siempre necesidad de
justificarse con la mentira y de asumir, aunque sea falsamente, el aspecto de
la defensa de un derecho o de respuesta a una amenaza ajena 54. Doy también
gracias a Dios por haber mantenido firme el corazón de los hombres durante
aquella difícil prueba, pidiéndole que este ejemplo pueda servir en otros
lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá los hombres aprendan a luchar por la
justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias
internas, así como a la guerra en las internacionales!
24. El segundo factor
de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema económico, lo cual no ha
de considerarse como un problema puramente técnico, sino más bien como
consecuencia de la violación de los derechos humanos a la iniciativa, a la
propiedad y a la libertad en el sector de la economía. A este aspecto hay que
asociar en un segundo momento la dimensión cultural y la nacional. No es
posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del
sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como base su
pertenencia a una clase social. Al hombre se le comprende de manera más
exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la
historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la
existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central de toda
cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el
misterio de Dios. Las culturas de las diversas naciones son, en el fondo, otras
tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la
existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se corrompen la cultura
y la vida moral de las naciones. Por esto, la lucha por la defensa del trabajo
se ha unido espontáneamente a la lucha por la cultura y por los derechos
nacionales.
La verdadera causa de
las «novedades», sin embargo, es el vacío espiritual provocado por el ateísmo,
el cual ha dejado sin orientación a las jóvenes generaciones y en no pocos
casos las ha inducido, en la insoslayable búsqueda de la propia identidad y del
sentido de la vida, a descubrir las raíces religiosas de la cultura de sus
naciones y la persona misma de Cristo, como respuesta existencialmente adecuada
al deseo de bien, de verdad y de vida que hay en el corazón de todo hombre.
Esta búsqueda ha sido confortada por el testimonio de cuantos, en
circunstancias difíciles y en medio de la persecución, han permanecido fieles a
Dios. El marxismo había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad
de Dios; pero los resultados han demostrado que no es posible lograrlo sin
trastocar ese mismo corazón.
25. Los
acontecimientos del año 1989 ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de
negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no
dejarse condicionar por principios morales: son una amonestación para cuantos,
en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el
derecho y la moral. Ciertamente la lucha que ha desem- bocado en los cambios del
1989 ha exigido lucidez, moderación, sufrimientos y sacrificios; en cierto
sentido, ha nacido de la oración y hubiera sido impensable sin una ilimitada
confianza en Dios, Señor de la historia, que tiene en sus manos el corazón de
los hombres. Uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al
de Cristo en la cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y
ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la
mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente
combatirlo, lo agrava.
Sin embargo, no se
pueden ignorar los innumerables condicionamientos, en medio de los cuales viene
a encontrarse la libertad individual a la hora de actuar: de hecho la
influencian, pero no la determinan; facilitan más o menos su ejercicio, pero no
pueden destruirla. No sólo no es lícito desatender desde el punto de vista
ético la naturaleza del hombre que ha sido creado para la libertad, sino que
esto ni siquiera es posible en la práctica. Donde la sociedad se organiza
reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el ámbito en que se
ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la desorganización y la
decadencia progresiva de la vida social.
Por otra parte, el
hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la herida del pecado original
que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta
doctrina no sólo es parte integrante de la revelación cristiana, sino que tiene
también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad
humana. El hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede
trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El
orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga
el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más
bien los modos de su fructuosa coordinación. De hecho, donde el interés
individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y
opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y
creatividad. Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una
organización social perfecta que hace imposible el mal, piensan también que
pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para
realizarla. La política se convierte entonces en una «religión secular», que
cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo. De ahí que
cualquier sociedad política, que tiene su propia autonomía y sus propias leyes
55, nunca podrá confundirse con el Reino de Dios. La parábola evangélica de la
buena semilla y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30; 36-43) nos enseña que corresponde
solamente a Dios separar a los seguidores del Reino y a los seguidores del
Maligno, y que este juicio tendrá lugar al final de los tiempos. Pretendiendo
anticipar el juicio ya desde ahora, el hombre trata de suplantar a Dios y se
opone a su paciencia.
Gracias al sacrificio
de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una
vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las
tentaciones y las fuerzas del mal. Solamente al final de los tiempos, volverá
el Señor en su gloria para el juicio final (cf. Mt 25, 31) instaurando los
cielos nuevos y la tierra nueva (cf. 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), pero, mientras
tanto, la lucha entre el bien y el mal continúa incluso en el corazón del
hombre.
Lo que la Sagrada Escritura
nos enseña respecto de los destinos del Reino de Dios tiene sus consecuencias
en la vida de la sociedad temporal, la cual —como indica la palabra misma—
pertenece a la realidad del tiempo con todo lo que conlleva de imperfecto y
provisional. El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina
el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo
penetran y vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad
digna del hombre; se corrigen las desviaciones y se corrobora el ánimo para
obrar el bien. A esta labor de animación evangélica de las realidades humanas
están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los
cristianos y de manera especial los seglares 56.
26. Los
acontecimientos del año 1989 han tenido lugar principalmente en los países de
Europa oriental y central; sin embargo, revisten importancia universal, ya que
de ellos se desprenden consecuencias positivas y negativas que afectan a toda
la familia humana. Tales consecuencias no se dan de forma mecánica o fatalista,
sino que son más bien ocasiones que se ofrecen a la libertad humana para
colaborar con el designio misericordioso de Dios que actúa en la historia.
La primera
consecuencia ha sido, en algunos países, el encuentro entre la Iglesia y el
Movimiento obrero, nacido como una reacción de orden ético y concretamente
cristiano contra una vasta situación de injusticia. Durante casi un siglo dicho
Movimiento en gran parte había caído bajo la hegemonía del marxismo, no sin la
convicción de que los proletarios, para luchar eficazmente contra la opresión,
debían asumir las teorías materialistas y economicistas.
En la crisis del
marxismo brotan de nuevo las formas espontáneas de la conciencia obrera, que
ponen de manifiesto una exigencia de justicia y de reconocimiento de la
dignidad del trabajo, conforme a la doctrina social de la Iglesia 57. El
Movimiento obrero desemboca en un movimiento más general de los trabajadores y
de los hombres de buena voluntad, orientado a la liberación de la persona
humana y a la consolidación de sus derechos; hoy día está presente en muchos
países y, lejos de contraponerse a la Iglesia católica, la mira con interés.
La crisis del
marxismo no elimina en el mundo las situaciones de injusticia y de opresión
existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo, instrumentalizándolas.
A quienes hoy día buscan una nueva y auténtica teoría y praxis de liberación,
la Iglesia ofrece no sólo la doctrina social y, en general, sus enseñanzas
sobre la persona redimida por Cristo, sino también su compromiso concreto de
ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento.
En el pasado
reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos y de no
quedarse fuera del curso de la historia ha inducido a muchos creyentes a buscar
por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo. El
tiempo presente, a la vez que ha superado todo lo que había de caduco en estos
intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica teología de la liberación
humana integral 58. Considerados desde este punto de vista, los acontecimientos
de 1989 vienen a ser importantes incluso para los países del llamado Tercer
Mundo, que están buscando la vía de su desarrollo, lo mismo que lo han sido
para los de Europa central y oriental.
27. La segunda
consecuencia afecta a los pueblos de Europa. En los años en que dominaba el
comunismo, y también antes, se cometieron muchas injusticias individuales y
sociales, regionales y nacionales; se acumularon muchos odios y rencores. Y
sigue siendo real el peligro de que vuelvan a explotar, después de la caída de
la dictadura, provocando graves conflictos y muertes, si disminuyen a su vez la
tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la verdad, que han animado
los esfuerzos del tiempo pasado. Es de esperar que el odio y la violencia no
triunfen en los corazones, sobre todo de quienes luchan en favor de la
justicia, sino que crezca en todos el espíritu de paz y de perdón.
Sin embargo, es
necesario a este respecto que se den pasos concretos para crear o consolidar
estructuras internacionales, capaces de intervenir, para el conveniente
arbitraje, en los conflictos que surjan entre las naciones, de manera que cada
una de ellas pueda hacer valer los propios derechos, alcanzando el justo
acuerdo y la pacífica conciliación con los derechos de los demás. Todo esto es
particularmente necesario para las naciones europeas, íntimamente unidas entre
sí por los vínculos de una cultura común y de una historia milenaria. En
efecto, hace falta un gran esfuerzo para la reconstrucción moral y económica en
los países que han abandonado el comunismo. Durante mucho tiempo las relaciones
económicas más elementales han sido distorsionadas y han sido zaheridas
virtudes relacionadas con el sector de la economía, como la veracidad, la
fiabilidad, la laboriosidad. Se siente la necesidad de una paciente
reconstrucción material y moral, mientras los pueblos extenuados por largas
privaciones piden a sus gobernantes logros de bienestar tangibles e inmediatos
y una adecuada satisfacción de sus legítimas aspiraciones.
Naturalmente, la
caída del marxismo ha tenido consecuencias de gran alcance por lo que se
refiere a la repartición de la tierra en mundos incomunicados unos con otros y
en recelosa competencia entre sí; por otra parte, ha puesto más de manifiesto
el hecho de la interdependencia, así como que el trabajo humano está destinado
por su naturaleza a unir a los pueblos y no a dividirlos. Efectivamente, la paz
y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano, de manera
que no es posible gozar de ellos correcta y duraderamente si son obtenidos y
mantenidos en perjuicio de otros pueblos y naciones, violando sus derechos o
excluyéndolos de las fuentes del bienestar.
28. Para algunos
países de Europa comienza ahora, en cierto sentido, la verdadera postguerra. La
radical reestructuración de las economías, hasta ayer colectivizadas, comporta
problemas y sacrificios, comparables con los que tuvieron que imponerse los
países occidentales del continente para su reconstrucción después del segundo
conflicto mundial. Es justo que en las presentes dificultades los países
excomunistas sean ayudados por el esfuerzo solidario de las otras naciones:
obviamente, han de ser ellos los primeros artífices de su propio desarrollo;
pero se les ha de dar una razonable oportunidad para realizarlo, y esto no
puede lograrse sin la ayuda de los otros países. Por lo demás, las actuales
condiciones de dificultad y penuria son la consecuencia de un proceso
histórico, del que los países excomunistas han sido a veces objeto y no sujeto;
por tanto, si se hallan en esas condiciones no es por propia elección o a causa
de errores cometidos, sino como consecuencia de trágicos acontecimientos
históricos impuestos por la violencia, que les han impedido proseguir por el
camino del desarrollo económico y civil.
La ayuda de otros
países, sobre todo europeos, que han tenido parte en la misma historia y de la
que son responsables, corresponde a una deuda de justicia. Pero corresponde
también al interés y al bien general de Europa, la cual no podrá vivir en paz,
si los conflictos de diversa índole, que surgen como consecuencia del pasado,
se van agravando a causa de una situación de desorden económico, de espiritual
insatisfacción y desesperación.
Esta exigencia, sin
embargo, no debe inducir a frenar los esfuerzos para prestar apoyo y ayuda a
los países del Tercer Mundo, que sufren a veces condiciones de insuficiencia y
de pobreza bastante más graves 59. Será necesario un esfuerzo extraordinario
para movilizar los recursos, de los que el mundo en su conjunto no carece,
hacia objetivos de crecimiento económico y de desarrollo común, fijando de
nuevo las prioridades y las escalas de valores, sobre cuya base se deciden las
opciones económicas y políticas. Pueden hacerse disponibles ingentes recursos
con el desarme de los enormes aparatos militares, creados para el conflicto
entre Este y Oeste. Éstos podrán resultar aún mayores, si se logra establecer
procedimientos fiables para la solución de los conflictos, alternativas a la
guerra, y extender, por tanto, el principio del control y de la reducción de
los armamentos incluso en los países del Tercer Mundo, adoptando oportunas
medidas contra su comercio 60. Sobre todo será necesario abandonar una
mentalidad que considera a los pobres —personas y pueblos— como un fardo o como
molestos e importunos, ávidos de consumir lo que otros han producido. Los
pobres exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de
hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo y más
próspero para todos. La promoción de los pobres es una gran ocasión para el
crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera.
29. En fin, el
desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo
una dimensión humana integral 61. No se trata solamente de elevar a todos los
pueblos al nivel del que gozan hoy los países más ricos, sino de fundar sobre
el trabajo solidario una vida más digna, hacer crecer efectivamente la dignidad
y la creatividad de toda persona, su capacidad de responder a la propia
vocación y, por tanto, a la llamada de Dios. El punto culminante del desarrollo
conlleva el ejercicio del derecho-deber de buscar a Dios, conocerlo y vivir
según tal conocimiento 62. En los regímenes totalitarios y autoritarios se ha
extremado el principio de la primacía de la fuerza sobre la razón. El hombre se
ha visto obligado a sufrir una concepción de la realidad impuesta por la
fuerza, y no conseguida mediante el esfuerzo de la propia razón y el ejercicio
de la propia libertad. Hay que invertir los términos de ese principio y
reconocer íntegramente los derechos de la conciencia humana, vinculada
solamente a la verdad natural y revelada. En el reconocimiento de estos
derechos consiste el fundamento primario de todo ordenamiento político
auténticamente libre 63. Es importante reafirmar este principio por varios
motivos:
a) porque las
antiguas formas de totalitarismo y de autoritarismo todavía no han sido
superadas completamente y existe aún el riesgo de que recobren vigor: esto
exige un renovado esfuerzo de colaboración y de solidaridad entre todos los
países;
b) porque en los
países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores
puramente utilitarios, al provocar de manera desenfrenada los instintos y las
tendencias al goce inmediato, lo cual hace difícil el reconocimiento y el
respeto de la jerarquía de los verdaderos valores de la existencia humana;
c) porque en algunos
países surgen nuevas formas de fundamentalismo religioso que, velada o también
abiertamente, niegan a los ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría
el pleno ejercicio de sus derechos civiles y religiosos, les impiden participar
en el debate cultural, restringen el derecho de la Iglesia a predicar el
Evangelio y el derecho de los hombres que escuchan tal predicación a acogerla y
convertirse a Cristo. No es posible ningún progreso auténtico sin el respeto
del derecho natural y originario a conocer la verdad y vivir según la misma. A
este derecho va unido, para su ejercicio y profundización, el derecho a
descubrir y acoger libremente a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre
64.
IV. LA PROPIEDAD
PRIVADA Y EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
30. En la Rerum
novarum León XIII afirmaba enérgicamente y con varios argumentos el carácter
natural del derecho a la propiedad privada, en contra del socialismo de su
tiempo 65. Este derecho, fundamental en toda persona para su autonomía y su
desarrollo, ha sido defendido siempre por la Iglesia hasta nuestros días.
Asimismo, la Iglesia enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho
absoluto, ya que en su naturaleza de derecho humano lleva inscrita la propia
limitación.
A la vez que
proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, el Pontífice afirmaba
con igual claridad que el «uso» de los bienes, confiado a la propia libertad,
está subordinado al destino primigenio y común de los bienes creados y también
a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio. Escribía a este
respecto: «Así pues los afortunados quedan avisados...; los ricos deben temer
las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más tarde habrán de
dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»; y, citando a
santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el uso de los
bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: "a este respecto el
hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como
comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de los
hombres está la ley, el juicio de Cristo"»66.
Los sucesores de León
XIII han repetido esta doble afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud
de la propiedad privada, así como los límites que pesan sobre ella 67. También
el Concilio Vaticano II ha propuesto de nuevo la doctrina tradicional con
palabras que merecen ser citadas aquí textualmente: «El hombre, usando estos
bienes, no debe considerar las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le
aprovechen a él solamente, sino también a los demás». Y un poco más adelante:
«La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a
cada cual una zona absolutamente necesaria de autonomía personal y familiar, y
deben ser considerados como una ampliación de la libertad humana... La
propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene también una índole social,
cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes»68. La misma doctrina
social ha sido objeto de consideración por mi parte, primeramente en el
discurso a la III Conferencia del Episcopado latinoamericano en Puebla y
posteriormente en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis
69.
31. Releyendo estas
enseñanzas sobre el derecho a la propiedad y el destino común de los bienes en
relación con nuestro tiempo, se puede plantear la cuestión acerca del origen de
los bienes que sustentan la vida del hombre, que satisfacen sus necesidades y
son objeto de sus derechos.
El origen primigenio
de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el
hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce
de sus frutos (cf. Gn 1, 28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano
para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar
a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de
la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las
necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida
humana. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del
hombre al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el
hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella
su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha
conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual.
Obviamente le incumbe también la responsabilidad de no impedir que otros
hombres obtengan su parte del don de Dios, es más, debe cooperar con ellos para
dominar juntos toda la tierra.
A lo largo de la
historia, en los comienzos de toda sociedad humana, encontramos siempre estos
dos factores, el trabajo y la tierra; en cambio, no siempre hay entre ellos la
misma relación. En otros tiempos la natural fecundidad de la tierra aparecía, y
era de hecho, como el factor principal de riqueza, mientras que el trabajo
servía de ayuda y favorecía tal fecundidad. En nuestro tiempo es cada vez más
importante el papel del trabajo humano en cuanto factor productivo de las
riquezas inmateriales y materiales; por otra parte, es evidente que el trabajo
de un hombre se conecta naturalmente con el de otros hombres. Hoy más que
nunca, trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es hacer algo para
alguien. El trabajo es tanto más fecundo y productivo, cuanto el hombre se hace
más capaz de conocer las potencialidades productivas de la tierra y ver en
profundidad las necesidades de los otros hombres, para quienes se trabaja.
32. Existe otra forma
de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no
inferior a la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la técnica y
del saber. En este tipo de propiedad, mucho más que en los recursos naturales,
se funda la riqueza de las naciones industrializadas.
Se ha aludido al
hecho de que el hombre trabaja con los otros hombres, tomando parte en un
«trabajo social» que abarca círculos progresivamente más amplios. Quien produce
una cosa lo hace generalmente —aparte del uso personal que de ella pueda hacer—
para que otros puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo
precio, establecido de común acuerdo mediante una libre negociación.
Precisamente la capacidad de conocer oportunamente las necesidades de los demás
hombres y el conjunto de los factores productivos más apropiados para
satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por
lo demás, muchos bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo
individuo, sino que exigen la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo
productivo, programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de
manera positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos
necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual.
Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano,
disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu
emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo 70.
Dicho proceso, que
pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin
cesar por el cristianismo, debe ser mirado con atención y positivamente. En
efecto, el principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre
mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la
tierra y las múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades
humanas. Es su trabajo disciplinado, en solidaria colaboración, el que permite
la creación de comunidades de trabajo cada vez más amplias y seguras para
llevar a cabo la transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente
humano. En este proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la
diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la
fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de
ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para
el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de
fortuna.
La moderna economía
de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona,
que se expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto, la economía
es un sector de la múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás
campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso
responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas
tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si en
otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo
fueel capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes
instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es
decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el
saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de
intuir y satisfacer las necesidades de los demás.
33. Sin embargo, es
necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los problemas relacionados
con este tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría,
no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente
digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente
central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos, que les
ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades. No consiguen
entrar en la red de conocimientos y de intercomunicaciones que les permitiría
ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Ellos, aunque no explotados
propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza,
por así decirlo, por encima de su alcance, limitando incluso los espacios ya
reducidos de sus antiguas economías de subsistencia. Esos hombres, impotentes
para resistir a la competencia de mercancías producidas con métodos nuevos y
que satisfacen necesidades que anteriormente ellos solían afrontar con sus
formas organizativas tradicionales, ofuscados por el esplendor de una ostentosa
opulencia, inalcanzable para ellos, coartados a su vez por la necesidad, esos
hombres forman verdaderas aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo,
donde a menudo se ven desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de
violencia y sin posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su
dignidad y, en ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante
formas coactivas de control demográfico, contrarias a la dignidad humana.
Otros muchos hombres,
aun no estando marginados del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo
necesario es absolutamente prioritaria y donde están vigentes todavía las
reglas del capitalismo primitivo, junto con una despiadada situación que no
tiene nada que envidiar a la de los momentos más oscuros de la primera fase de
industrialización. En otros casos sigue siendo la tierra el elemento principal
del proceso económico, con lo cual quienes la cultivan, al ser excluidos de su
propiedad, se ven reducidos a condiciones de semi-esclavitud 71. Ante estos
casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una
explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las
sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el
consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber
desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha
añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de
humillante dependencia.
Por desgracia, la
gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones.
Sería, sin embargo, un error entender este mundo en sentido solamente
geográfico. En algunas regiones y en sectores sociales del mismo se han
emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la valoración de los
recursos materiales, cuanto a la del «recurso humano».
En años recientes se
ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento
del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas.
La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han
marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han
experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la
interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional.
Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al
mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la
explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos
humanos 72.
Con todo, aspectos típicos
del Tercer Mundo se dan también en los países desarrollados, donde la
transformación incesante de los modos de producción y de consumo devalúa
ciertos conocimientos ya adquiridos y profesionalidades consolidadas, exigiendo
un esfuerzo continuo de recalificación y de puesta al día. Los que no logran ir
al compás de los tiempos pueden quedar fácilmente marginados, y junto con
ellos, lo son también los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en la
vida social y, en general, las personas más débiles y el llamado Cuarto Mundo.
La situación de la mujer en estas condiciones no es nada fácil.
34. Da la impresión
de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones internacionales, el libre
mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder
eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas
necesidades que son «solventables», con poder adquisitivo, y para aquellos
recursos que son «vendibles», esto es, capaces de alcanzar un precio
conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en
el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin
satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres
oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres
necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las
interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder valorar mejor sus
capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los intercambios a base de
los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre
porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva
inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el
bien común de la humanidad.
En el contexto del
Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos casos son todavía una meta
por alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum novarum, para evitar que el
trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía: el
salario suficiente para la vida de familia, los seguros sociales para la vejez
y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo.
35. Se abre aquí un
vasto y fecundo campo de acción y de lucha, en nombre de la justicia, para los
sindicatos y demás organizaciones de los trabajadores, que defienden sus
derechos y tutelan su persona, desempeñando al mismo tiempo una función
esencial de carácter cultural, para hacerles participar de manera más plena y
digna en la vida de la nación y ayudarles en la vía del desarrollo.
En este sentido se
puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como
método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los
medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo
del hombre 73. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo
alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado,
sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la
participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que
éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de
manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda
la sociedad.
La Iglesia reconoce
la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la
empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores
productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes
necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los
beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible
que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres,
que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y
ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede
menos de tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia
económica de la empresa. En efecto, finalidad de la empresa no es simplemente
la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa
como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de
sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de
la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de la vida de la
empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores
humanos y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales
para la vida de la empresa.
Queda mostrado cuán
inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al
capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las
barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen del
desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas
que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos
programados y responsables por parte de toda la comunidad internacional. Es
necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles
oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan
aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los sacrificios
necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y económico,
la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de
los propios trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes
de sus responsabilidades 74.
Actualmente, sobre
los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el
problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países
más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser
pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste
vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a
la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas
contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es
necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades
de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho
fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
36. Conviene ahora
dirigir la atención a los problemas específicos y a las amenazas, que surgen
dentro de las economías más avanzadas y en relación con sus peculiares
características. En las precedentes fases de desarrollo, el hombre ha vivido
siempre condicionado bajo el peso de la necesidad. Las cosas necesarias eran
pocas, ya fijadas de alguna manera por las estructuras objetivas de su
constitución corpórea, y la actividad económica estaba orientada a
satisfacerlas. Está claro, sin embargo, que hoy el problema no es sólo ofrecer
una cantidad de bienes suficientes, sino el de responder a un demanda de
calidad: calidad de la mercancía que se produce y se consume; calidad de los
servicios que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general.
La demanda de una
existencia cualitativamente más satisfactoria y más rica es algo en sí
legítimo; sin embargo hay que poner de relieve las nuevas responsabilidades y
peligros anejos a esta fase histórica. En el mundo, donde surgen y se delimitan
nuevas necesidades, se da siempre una concepción más o menos adecuada del
hombre y de su verdadero bien. A través de las opciones de producción y de
consumo se pone de manifiesto una determinada cultura, como concepción global
de la vida. De ahí nace el fenómeno del consumismo. Al descubrir nuevas
necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar
por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser
y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales.
Por el contrario, al dirigirse directamente a sus instintos, prescindiendo en
uno u otro modo de su realidad personal, consciente y libre, se pueden crear
hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y con frecuencia
incluso perjudiciales para su salud física y espiritual. El sistema económico
no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir correctamente las nuevas
y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que
son un obstáculo para la formación de una personalidad madura. Es, pues,
necesaria y urgente una gran obra educativa y cultural, que comprenda la
educación de los consumidores para un uso responsable de su capacidad de
elección, la formación de un profundo sentido de responsabilidad en los
productores y sobre todo en los profesionales de los medios de comunicación
social, además de la necesaria intervención de las autoridades públicas.
Un ejemplo llamativo
de consumismo, contrario a la salud y a la dignidad del hombre y que
ciertamente no es fácil controlar, es el de la droga. Su difusión es índice de
una grave disfunción del sistema social, que supone una visión materialista y,
en cierto sentido, destructiva de las necesidades humanas. De este modo la
capacidad innovadora de la economía libre termina por realizarse de manera
unilateral e inadecuada. La droga, así como la pornografía y otras formas de
consumismo, al explotar la fragilidad de los débiles, pretenden llenar el vacío
espiritual que se ha venido a crear.
No es malo el deseo
de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor,
cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser
más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí
mismo 75. Por esto, es necesario esforzarse por implantar estilos de vida, a
tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así
como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los
elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las
inversiones. A este respecto, no puedo limitarme a recordar el deber de la
caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio «superfluo» y, a veces,
incluso con lo propio «necesario», para dar al pobre lo indispensable para
vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar y
no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral
y cultural. Dadas ciertas condiciones económicas y de estabilidad política
absolutamente imprescindibles, la decisión de invertir, esto es, de ofrecer a
un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, está asimismo determinada
por una actitud de querer ayudar y por la confianza en la Providencia, lo cual
muestra las cualidades humanas de quien decide.
37. Es asimismo
preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con
él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar,
más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los
recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción
del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en
nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en
cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se
desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las
cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra,
sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía
propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar
ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de
colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con
ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada
por él 76.
Esto demuestra, sobre
todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por el deseo de
poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de aquella
actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por
la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible
que las ha creado. A este respecto, la humanidad de hoy debe ser consciente de
sus deberes y de su cometido para con las generaciones futuras.
38. Además de la
destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave
aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la
necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de
lo necesario, de preservar los «habitat» naturales de las diversas especies
animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de
ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos
esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica
«ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual
debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual
le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por
tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado.
Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna
urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de las
personas, así como la debida atención a una «ecología social» del trabajo.
El hombre recibe de
Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo
ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está
condicionado por la estructura social en que vive, por la educación recibida y
por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según
la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente
humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la plena
realización de quienes son oprimidos de diversas maneras por las mismas.
Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de
convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia 77.
39. La primera
estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo
seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende
qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en
concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio,
en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un
ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus
potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su
destino único e irrepetible. En cambio, sucede con frecuencia que el hombre se
siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción
humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un
conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a
realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al
compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos,
o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas «cosas» que es posible
tener o no tener, según los propios gustos, y que se presentan como otras
opciones.
Hay que volver a
considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es
el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera
adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede
desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra
la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de
la vida.
El ingenio del hombre
parece orientarse, en este campo, a limitar, suprimir o anular las fuentes de
la vida, recurriendo incluso al aborto, tan extendido por desgracia en el
mundo, más que a defender y abrir las posibilidades a la vida misma. En la
encíclica Sollicitudo rei socialis han sido denunciadas las campañas
sistemáticas contra la natalidad, que, sobre la base de una concepción
deformada del problema demográfico y en un clima de «absoluta falta de respeto
por la libertad de decisión de las personas interesadas», las someten frecuentemente
a «intolerables presiones... para plegarlas a esta forma nueva de opresión»78.
Se trata de políticas que con técnicas nuevas extienden su radio de acción
hasta llegar, como en una «guerra química», a envenenar la vida de millones de
seres humanos indefensos.
Estas críticas van
dirigidas no tanto contra un sistema económico, cuanto contra un sistema
ético-cultural. En efecto, la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la
compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de
las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único
valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla
no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que
todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha
debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios 79.
Todo esto se puede
resumir afirmando una vez más que la libertad económica es solamente un
elemento de la libertad humana. Cuando aquella se vuelve autónoma, es decir,
cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes
que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su
necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla
80.
40. Es deber del
Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el
ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar
asegurada por los simples mecanismos de mercado. Así como en tiempos del viejo
capitalismo el Estado tenía el deber de defender los derechos fundamentales del
trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el Estado y la sociedad tienen el
deber de defender los bienes colectivos que, entre otras cosas, constituyen el
único marco dentro del cual es posible para cada uno conseguir legítimamente
sus fines individuales.
He ahí un nuevo
límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden
ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que
escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se
deben vender o comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas
seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el
intercambio de los productos y, sobre todo, dan la prima- cía a la voluntad y a
las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de
otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una «idolatría» del
mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni
pueden ser simples mercancías.
41. El marxismo ha
criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la
mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este
reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la
alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las
relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento
materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las
relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando
así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la
alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha
demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que
más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la
ineficacia económica.
La experiencia
histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el
fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo la alienación,
junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad
incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en
el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones
falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad
auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando
se organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y
no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice
como hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad
solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada
competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un
medio y no como un fin.
Es necesario
iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación,
descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando
no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se
priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de
establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo
cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación libre como
el hombre se realiza auténticamente a sí mismo 81, y esta donación es posible
gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de la persona humana. El
hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal
abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o
a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único
que puede acoger plenamente su donación 82. Se aliena el hombre que rechaza
trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la
formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que
es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social,
de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la
formación de esa solidaridad interhumana.
En la sociedad
occidental se ha superado la explotación, al menos en las formas analizadas y
descritas por Marx. No se ha superado, en cambio, la alienación en las diversas
formas de explotación, cuando los hombres se instrumentalizan mutuamente y,
para satisfacer cada vez más refinadamente sus necesidades particulares y
secundarias, se hacen sordos a las principales y auténticas, que deben regular
incluso el modo de satisfacer otras necesidades 83. El hombre que se preocupa
sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar sus instintos y sus
pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia a la verdad, no puede ser
libre. La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera
condición de la libertad, que le permite ordenar las propias necesidades, los
propios deseos y el modo de satisfacerlos según una justa jerarquía de valores,
de manera que la posesión de las cosas sea para él un medio de crecimiento. Un
obstáculo a esto puede venir de la manipulación llevada a cabo por los medios
de comunicación social, cuando imponen con la fuerza persuasiva de insistentes
campañas, modas y corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un
examen crítico las premisas sobre las que se fundan.
42. Volviendo ahora a
la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del
comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén
dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y
su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países
del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente
es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce
el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad
privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción,
de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta
ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía
de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si
por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito
económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta
es absolutamente negativa.
La solución marxista
ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y
explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación
humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se
alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en
condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista
en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de
manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos.
Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo
capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori
considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma
fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.
43. La Iglesia no
tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces
pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al
esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en
todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se
relacionan entre sí 84. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación
ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual —como queda dicho—
reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo
indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina
reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por
conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de
participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando
juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto
sentido que «trabajan en algo propio» 85, al ejercitar su inteligencia y
libertad.
El desarrollo
integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que favorece
más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo, por más que esto
puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa no puede
considerarse única- mente como una «sociedad de capitales»; es, al mismo
tiempo, una «sociedad de personas», en la que entran a formar parte de manera
diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital
necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir
estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de
los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la
persona.
A la luz de las
«cosas nuevas» de hoy ha sido considerada nuevamente la relación entre la
propiedad individual o privada y el destino universal de los bienes. El hombre
se realiza a sí mismo por medio de su inteligencia y su libertad y, obrando
así, asume como objeto e instrumento las cosas del mundo, a la vez que se
apropia de ellas. En este modo de actuar se encuentra el fundamento del derecho
a la iniciativa y a la propiedad individual. Mediante su trabajo el hombre se
compromete no sólo en favor suyo, sino también en favor de los demás y con los
demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los otros. El hombre
trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la comunidad de la que
forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la humanidad 86. Colabora,
asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma empresa e igualmente
en el trabajo de los proveedores o en el consumo de los clientes, en una cadena
de solidaridad que se extiende progresivamente. La propiedad de los medios de
producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y legítima
cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es
valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias
que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social,
sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y
de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral 87. Este tipo de propiedad
no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres.
La obligación de
ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un
derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las
medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles
satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la
justa paz social 88. Así como la persona se realiza plenamente en la libre
donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando
crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y
crecimiento humano para todos.
V. ESTADO Y CULTURA
44. León XIII no
ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el
desarrollo normal de las actividades humanas: las espirituales y las
materiales, entrambas indispensables 89. Por esto, en un pasaje de la Rerum
novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres poderes
—legislativo, ejecutivo y judicial—, lo cual constituía entonces una novedad en
las enseñanzas de la Iglesia 90. Tal ordenamiento refleja una visión realista
de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para
proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté
equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan
en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho», en el cual es
soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
A esta concepción se
ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo, el cual, en la forma
marxista-leninista, considera que algunos hombres, en virtud de un conocimiento
más profundo de las leyes de desarrollo de la sociedad, por una particular
situación de clase o por contacto con las fuentes más profundas de la
conciencia colectiva, están exentos del error y pueden, por tanto, arrogarse el
ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que añadir que el totalitarismo nace
de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad
trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad,
tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre
los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen
inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa
la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios
de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar
los derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado solamente en la
medida en que es posible instrumentalizarlo para que se afirme en su egoísmo.
La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de
la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible
y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni
el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede
hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la
minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando
destruirla 91.
45. La cultura y la
praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El Estado,
o bien el partido, que cree poder realizar en la historia el bien absoluto y se
erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un
criterio objetivo del bien y del mal, por encima de la voluntad de los
gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su
comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la
Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio
aparato ideológico 92.
El Estado totalitario
tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la familia, las
comunidades religiosas y las mismas personas. Defendiendo la propia libertad,
la Iglesia defiende la persona, que debe obedecer a Dios antes que a los
hombres (cf. Hch 5, 29); defiende la familia, las diversas organizaciones
sociales y las naciones, realidades todas que gozan de un propio ámbito de
autonomía y soberanía.
46. La Iglesia
aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la
participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los
gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o
bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica 93. Por esto mismo, no
puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por
intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado.
Una auténtica
democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una
recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones
necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y
la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la
sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de
corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el
relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental
correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están
convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea
determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad
última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las
convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.
La Iglesia tampoco
cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en
nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que
pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es
de esta índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no
pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y
reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones
diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la
trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de
la libertad 94.
La libertad, no
obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En
un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda
expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o
encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32),
proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su
vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás hombres y
estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y
en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar
todo lo que le han dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón 95.
47. Después de la
caída del totalitarismo comunista y de otros muchos regímenes totalitarios y de
«seguridad nacional», asistimos hoy al predominio, no sin contrastes, del ideal
democrático junto con una viva atención y preocupación por los derechos
humanos. Pero, precisamente por esto, es necesario que los pueblos que están
reformando sus ordenamientos den a la democracia un auténtico y sólido
fundamento, mediante el reconocimiento explícito de estos derechos 96. Entre
los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte
integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de
haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente
moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar
la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el
conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar
los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento popio y de los seres
queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los
hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de
estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como
derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad
trascendente de la propia persona 97.
También en los países
donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son repetados
totalmente estos derechos. Y nos referimos no solamente al escándalo del
aborto, sino también a diversos aspectos de una crisis de los sistemas
democráticos, que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según
el bien común. Los interrogantes que se plantean en la sociedad a menudo no son
examinados según criterios de justicia y moralidad, sino más bien de acuerdo
con la fuerza electoral o financiera de los grupos que los sostienen.
Semejantes desviaciones de la actividad política con el tiempo producen
desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación y el espíritu
cívico entre la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí
viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una
visión coherente del bien común. Éste, en efecto, no es la simple suma de los
intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha
según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una
exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona 98.
La Iglesia respeta la
legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título alguno para
expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional.
La aportación que ella ofrece en este sentido es precisamente el concepto de la
dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio
del Verbo encarnado 99.
48. Estas
consideraciones generales se reflejan también sobre el papel del Estado en el
sector de la economía. La actividad económica, en particular la economía de
mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y
político. Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad
individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios
públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de
garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de
los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo
eficiente y honestamente. La falta de seguridad, junto con la corrupción de los
poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y
de beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o puramente
especulativas, es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para
el orden económico.
Otra incumbencia del
Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el
sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del
Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se
articula la sociedad. El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un
puesto de trabajo de todos los ciudadanos, sin estructurar rígidamente toda la
vida económica y sofocar la libre iniciativa de los individuos. Lo cual, sin
embargo, no significa que el Estado no tenga ninguna competencia en este
ámbito, como han afirmado quienes propugnan la ausencia de reglas en la esfera
económica. Es más, el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las
empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo,
estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis.
El Estado tiene,
además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio
creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de
armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de
suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de
empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su
cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes
que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas
temporalmente, para no privar establemente de sus competencias a dichos
sectores sociales y sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el
ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto
económica como civil.
En los últimos años
ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención, que ha
llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el «Estado del
bienestar». Esta evolución se ha dado en algunos Estados para responder de
manera más adecuada a muchas necesidades y carencias tratando de remediar
formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana. No obstante, no
han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han
provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial».
Deficiencias y abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los
deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el
principio de subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe
interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola
de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y
ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con
miras al bien común 100.
Al intervenir directamente
y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la
pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos,
dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los
usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que
conoce mejor las necesidades y logra sastisfacerlas de modo más adecuado quien
está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado. Además, un cierto tipo
de necesidades requiere con frecuencia una respuesta que sea no sólo material,
sino que sepa descubrir su exigencia humana más profunda. Conviene pensar
también en la situación de los prófugos y emigrantes, de los ancianos y
enfermos, y en todos los demás casos, necesitados de asistencia, como es el de
los drogadictos: personas todas ellas que pueden ser ayudadas de manera eficaz
solamente por quien les ofrece, aparte de los cuidados necesarios, un apoyo
sinceramente fraterno.
49. En este campo la
Iglesia, fiel al mandato de Cristo, su Fundador, está presente desde siempre
con sus obras, que tienden a ofrecer al hombre necesitado un apoyo material que
no lo humille ni lo reduzca a ser únicamente objeto de asistencia, sino que lo
ayude a salir de su situación precaria, promoviendo su dignidad de persona.
Gracias a Dios, hay que decir que la caridad operante nunca se ha apagado en la
Iglesia y, es más, tiene actualmente un multiforme y consolador incremento. A
este respecto, es digno de mención especial el fenómeno del voluntariado, que
la Iglesia favorece y promueve, solicitando la colaboración de todos para
sostenerlo y animarlo en sus iniciativas.
Para superar la
mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso
concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la
mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se
prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica como comunidad de
trabajo y de solidaridad. Pero ocurre que cuando la familia decide realizar
plenamente su vocación, se puede encontrar sin el apoyo necesario por parte del
Estado, que no dispone de recursos suficientes. Es urgente, entonces, promover
iniciativas políticas no sólo en favor de la familia, sino también políticas
sociales que tengan como objetivo principal a la familia misma, ayudándola
mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda,
bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la atención de los
ancianos, evitando su alejamiento del núcleo familiar y consolidando las
relaciones entre las generaciones 101.
Además de la familia,
desarrollan también funciones primarias y ponen en marcha estructuras específicas
de solidaridad otras sociedades intermedias. Efectivamente, éstas maduran como
verdaderas comunidades de personas y refuerzan el tejido social, impidiendo que
caiga en el anonimato y en una masificación impersonal, bastante frecuente por
desgracia en la sociedad moderna. En medio de esa múltiple inter- acción de las
relaciones vive la persona y crece la «subjetividad de la sociedad». El
individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado
y del mercado. En efecto, da la impresión a veces de que existe sólo como
productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración
del Estado, mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene
como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular
a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado. El hombre es, ante todo, un
ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo
continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras 102.
50. Esta búsqueda
abierta de la verdad, que se renueva cada generación, caracteriza la cultura de
la nación. En efecto, el patrimonio de los valores heredados y adquiridos, es
con frecuencia objeto de contestación por parte de los jóvenes. Contestar, por
otra parte, no quiere decir necesariamente destruir o rechazar a priori, sino
que quiere significar sobre todo someter a prueba en la propia vida y, tras
esta verificación existencial, hacer que esos valores sean más vivos, actuales
y personales, discerniendo lo que en la tradición es válido respecto de
falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser sustituidas por
otras más en consonancia con los tiempos.
En este contexto
conviene recordar que la evangelización se inserta también en la cultura de las
naciones, ayudando a ésta en su camino hacia la verdad y en la tarea de
purificación y enriquecimiento 103. Pero, cuando una cultura se encierra en sí
misma y trata de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier
cambio y confrontación sobre la verdad del hombre, entonces se vuelve estéril y
lleva a su decadencia.
51. Toda la actividad
humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con
ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación
directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su
inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica
también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y
disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más
importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se
compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de
sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde tiene lugar la contribución
específica y decisiva de la Iglesia en favor de la verdadera cultura. Ella
promueve el nivel de los comportamientos humanos que favorecen la cultura de la
paz contra los modelos que anulan al hombre en la masa, ignoran el papel de su
creatividad y libertad y ponen la grandeza del hombre en sus dotes para el
conflicto y para la guerra. La Iglesia lleva a cabo este servicio predicando la
verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha puesto en las manos de los
hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con su trabajo, y predicando
la verdad sobre la Redención, mediante la cual el Hijo de Dios ha salvado a
todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí haciéndolos
responsables unos de otros. La Sagrada Escritura nos habla continuamente del
compromiso activo en favor del hermano y nos presenta la exigencia de una
corresponsabilidad que debe abarcar a todos los hombres.
Esta exigencia no se
limita a los confines de la propia familia, y ni siquiera de la nación o del
Estado, sino que afecta ordenadamente a toda la humanidad, de manera que nadie
debe considerarse extraño o indiferente a la suerte de otro miembro de la
familia humana. En efecto, nadie puede afirmar que no es responsable de la
suerte de su hermano (cf. Gn 4, 9; Lc 10, 29-37; Mt 25, 31-46). La atenta y
premurosa solicitud hacia el prójimo, en el momento mismo de la necesidad,
—facilitada incluso por los nuevos medios de comunicación que han acercado más
a los hombres entre sí— es muy importante para la búsqueda de los instrumentos
de solución de los conflictos internacionales que puedan ser una alternativa a
la guerra. No es difícil afirmar que el ingente poder de los medios de
destrucción, accesibles incluso a las medias y pequeñas potencias, y la
conexión cada vez más estrecha entre los pueblos de toda la tierra, hacen muy
arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias de un conflicto.
52. Los Pontífices
Benedicto XV y sus sucesores han visto claramente este peligro 104, y yo mismo,
con ocasión de la reciente y dramática guerra en el Golfo Pérsico, he repetido
el grito: «¡Nunca más la guerra!». ¡No, nunca más la guerra!, que destruye la
vida de los inocentes, que enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los
que matan, que deja tras de sí una secuela de rencores y odios, y hace más
difícil la justa solución de los mismos problemas que la han provocado. Así
como dentro de cada Estado ha llegado finalmente el tiempo en que el sistema de
la venganza privada y de la represalia ha sido sustituido por el imperio de la
ley, así también es urgente ahora que semejante progreso tenga lugar en la
Comunidad internacional. No hay que olvidar tampoco que en la raíz de la guerra
hay, en general, reales y graves razones: injusticias sufridas, frustraciones
de legítimas aspiraciones, miseria o explotación de grandes masas humanas
desesperadas, las cuales no ven la posibilidad objetiva de mejorar sus
condiciones por las vías de la paz.
Por eso, el otro
nombre de la paz es el desarrollo 105. Igual que existe la responsabilidad colectiva
de evitar la guerra, existe también la responsabilidad colectiva de promover el
desarrollo. Y así como a nivel interno es posible y obligado construir una
economía social que oriente el funcionamiento del mercado hacia el bien común,
del mismo modo son necesarias también intervenciones adecuadas a nivel
internacional. Por esto hace falta un gran esfuerzo de comprensión recíproca,
de conocimiento y sensibilización de las conciencias. He ahí la deseada cultura
que hace aumentar la confianza en las potencialidades humanas del pobre y, por
tanto, en su capacidad de mejorar la propia condición mediante el trabajo y
contribuir positivamente al bienestar económico. Sin embargo, para lograr esto,
el pobre —individuo o nación— necesita que se le ofrezcan condiciones realmente
asequibles. Crear tales condiciones es el deber de una concertación mundial
para el desarrollo, que implica además el sacrificio de las posiciones
ventajosas en ganancias y poder, de las que se benefician las economías más
desarrolladas 106.
Esto puede comportar
importantes cambios en los estilos de vida consolidados, con el fin de limitar
el despilfarro de los recursos ambientales y humanos, permitiendo así a todos
los pueblos y hombres de la tierra el poseerlos en medida suficiente. A esto
hay que añadir la valoración de los nuevos bienes materiales y espirituales,
fruto del trabajo y de la cultura de los pueblos hoy marginados, para obtener
así el enriquecimiento humano general de la familia de las naciones.
VI. EL HOMBRE ES EL
CAMINO DE LA IGLESIA
53. Ante la miseria
del proletariado decía León XIII: «Afrontamos con confianza este argumento y
con pleno derecho por parte nuestra... Nos parecería faltar al deber de nuestro
oficio si callásemos»107. En los últimos cien años la Iglesia ha manifestado
repetidas veces su pensamiento, siguiendo de cerca la continua evolución de la
cuestión social, y esto no lo ha hecho ciertamente para recuperar privilegios
del pasado o para imponer su propia concepción. Su única finalidad ha sido la
atención y la responsabilidad hacia el hombre, confiado a ella por Cristo
mismo, hacia este hombre, que, como el Concilio Vaticano II recuerda, es la
única criatura que Dios ha querido por sí misma y sobre la cual tiene su
proyecto, es decir, la participación en la salvación eterna. No se trata del
hombre abstracto, sino del hombre real, concreto e histórico: se trata de cada
hombre, porque a cada uno llega el misterio de la redención, y con cada uno se
ha unido Cristo para siempre a través de este misterio 108. De ahí se sigue que
la Iglesia no puede abandonar al hombre, y que «este hombre es el primer camino
que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado
por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la
encarnación y de la redención»109.
Es esto y solamente
esto lo que inspira la doctrina social de la Iglesia. Si ella ha ido
elaborándola progresivamente de forma sistemática, sobre todo a partir de la
fecha que estamos conmemorando, es porque toda la riqueza doctrinal de la
Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad concreta de pecador y de
justo.
54. La doctrina
social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserido en la compleja trama de
relaciones de la sociedad moderna. Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a
interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y a hacerlo capaz de
comprenderse mejor a sí mismo, como «ser social». Sin embargo, solamente la fe
le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la
doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de
las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la
salvación.
La encíclica Rerum
novarum puede ser leída como una importante aportación al análisis
socioeconómico de finales del siglo XIX, pero su valor particular le viene de
ser un documento del Magisterio, que se inserta en la misión evangelizadora de
la Iglesia, junto con otros muchos documentos de la misma índole. De esto se
deduce que la doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de
evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en
Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo.
Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos
de cada uno y, en particular, del «proletariado», la familia y la educación,
los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e
internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del
respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte.
55. La Iglesia conoce
el «sentido del hombre» gracias a la Revelación divina. «Para conocer al
hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a Dios», decía
Pablo VI, citando a continuación a santa Catalina de Siena, que en una oración
expresaba la misma idea: «En la naturaleza divina, Deidad eterna, conoceré la
naturaleza mía»110.
Por eso, la
antropología cristiana es en realidad un capítulo de la teología y, por esa
misma razón, la doctrina social de la Iglesia, preocupándose del hombre,
interesándose por él y por su modo de comportarse en el mundo, «pertenece... al
campo de la teología y especialmente de la teología moral»111. La dimensión teológica
se hace necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la
convivencia humana. Lo cual es válido —hay que subrayarlo— tanto para la
solución «atea», que priva al hombre de una parte esencial, la espiritual, como
para las soluciones permisivas o consumísticas, las cuales con diversos
pretextos tratan de convencerlo de su independencia de toda ley y de Dios
mismo, encerrándolo en un egoísmo que termina por perjudicarle a él y a los
demás.
La Iglesia, cuando
anuncia al hombre la salvación de Dios, cuando le ofrece y comunica la vida
divina mediante los sacramentos, cuando orienta su vida a través de los
mandamientos del amor a Dios y al prójimo, contribuye al enriquecimiento de la
dignidad del hombre. Pero la Iglesia, así como no puede abandonar nunca esta
misión religiosa y trascendente en favor del hombre, del mismo modo se da
cuenta de que su obra encuentra hoy particulares dificultades y obstáculos. He
aquí por qué se compromete siempre con renovadas fuerzas y con nuevos métodos en
la evangelización que promueve al hombre integral. En vísperas del tercer
milenio sigue siendo «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la
persona humana»112, como ha tratado de hacer siempre desde el comienzo de su
existencia, caminando junto al hombre a lo largo de toda la historia. La
encíclica Rerum novarum es una expresión significativa de ello.
56. En el primer
centenario de esta Encíclica, deseo dar las gracias a todos los que se han
dedicado a estudiar, profundizar y divulgar la doctrina social cristiana. Para
ello es indispensable la colaboración de las Iglesias locales, y yo espero que
la conmemoración sea ocasión de un renovado impulso para su estudio, difusión y
aplicación en todos los ámbitos.
Deseo, en particular,
que sea dada a conocer y que sea aplicada en los distintos países donde,
después de la caída del socialismo real, se manifiesta una grave desorientación
en la tarea de reconstrucción. A su vez, los países occidentales corren el
peligro de ver en esa caída la victoria unilateral del propio sistema
económico, y por ello no se preocupen de introducir en él los debidos cambios.
Los países del Tercer Mundo, finalmente, se encuentran más que nunca ante la
dramática situación del subdesarrollo, que cada día se hace más grave.
León XIII, después de
haber formulado los principios y orientaciones para la solución de la cuestión
obrera, escribió unas palabras decisivas: «Cada uno haga la parte que le
corresponde y no tenga dudas, porque el retraso podría hacer más difícil el
cuidado de un mal ya tan grave»; y añade más adelante: «Por lo que se refiere a
la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella regateará su esfuerzo»113.
57. Para la Iglesia
el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por
encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción. Impulsados por este
mensaje, algunos de los primeros cristianos distribuían sus bienes a los
pobres, dando testimonio de que, no obstante las diversas proveniencias
sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con la fuerza del
Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes cultivaron las tierras; los
religiosos y las religiosas fundaron hospitales y asilos para los pobres; las
cofradías, así como hombres y mujeres de todas las clases sociales, se
comprometieron en favor de los necesitados y marginados, convencidos de que las
palabras de Cristo: «Cuantas veces hagáis estas cosas a uno de mis hermanos más
pequeños, lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40) no deben quedarse en un piadoso
deseo, sino convertirse en compromiso concreto de vida.
Hoy más que nunca, la
Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el
testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna. De esta
conciencia deriva también su opción preferencial por los pobres, la cual nunca
es exclusiva ni discriminatoria de otros grupos. Se trata, en efecto, de una
opción que no vale solamente para la pobreza material, pues es sabido que,
especialmente en la sociedad moderna, se hallan muchas formas de pobreza no
sólo económica, sino también cultural y religiosa. El amor de la Iglesia por
los pobres, que es determinante y pertenece a su constante tradición, la
impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el progreso
técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas gigantescas. En los
países occidentales existe la pobreza múltiple de los grupos marginados, de los
ancianos y enfermos, de las víctimas del consumismo y, más aún, la de tantos
prófugos y emigrados; en los países en vías de desarrollo se perfilan en el
horizonte crisis dramáticas si no se toman a tiempo medidas coordinadas
internacionalmente.
58. El amor por el
hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se
concreta en la promoción de la justicia. Ésta nunca podrá realizarse plenamente
si los hombres no reconocen en el necesitado, que pide ayuda para su vida, no a
alguien inoportuno o como si fuera una carga, sino la ocasión de un bien en sí,
la posibilidad de una riqueza mayor. Sólo esta conciencia dará la fuerza para
afrontar el riesgo y el cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para
ayudar a otro hombre. En efecto, no se trata solamente de dar lo superfluo,
sino de ayudar a pueblos enteros —que están excluidos o marginados— a que entren
en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo
utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando
sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las
estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad. No se trata
tampoco de destruir instrumentos de organización social que han dado buena
prueba de sí mismos, sino de orientarlos según una concepción adecuada del bien
común con referencia a toda la familia humana. Hoy se está experimentando ya la
llamada «economía planetaria», fenómeno que no hay que despreciar, porque puede
crear oportunidades extraordinarias de mayor bienestar. Pero cada día se siente
más la necesidad de que a esta creciente internacionalización de la economía
correspondan adecuados órganos internacionales de control y de guía válidos,
que orienten la economía misma hacia el bien común, cosa que un Estado solo,
aunque fuese el más poderoso de la tierra, no es capaz de lograr. Para poder
conseguir este resultado, es necesario que aumente la concertación entre los
grandes países y que en los organismos internacionales estén igualmente
representados los intereses de toda la gran familia humana. Es preciso también
que a la hora de valorar las consecuencias de sus decisiones, tomen siempre en
consideración a los pueblos y países que tienen escaso peso en el mercado
internacional y que, por otra parte, cargan con toda una serie de necesidades
reales y acuciantes que requieren un mayor apoyo para un adecuado desarrollo.
Indudablemente, en este campo queda mucho por hacer.
59. Así pues, para
que se ejercite la justicia y tengan éxito los esfuerzos de los hombres para
establecerla, es necesario el don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de
ella, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa
presencia de Dios en la historia que es la Providencia.
La experiencia de
novedad vivida en el seguimiento de Cristo exige que sea comunicada a los demás
hombres en la realidad concreta de sus dificultades y luchas, problemas y
desafíos, para que sean iluminadas y hechas más humanas por la luz de la fe.
Ésta, en efecto, no sólo ayuda a encontrar soluciones, sino que hace
humanamente soportables incluso las situaciones de sufrimiento, para que el
hombre no se pierda en ellas y no olvide su dignidad y vocación.
La doctrina social,
por otra parte, tiene una importante dimensión interdisciplinar. Para encarnar
cada vez mejor, en contextos sociales económicos y políticos distintos, y
continuamente cambiantes, la única verdad sobre el hombre, esta doctrina entra
en diálogo con las diversas disciplinas que se ocupan del hombre, incorpora sus
aportaciones y les ayuda a abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada
persona, conocida y amada en la plenitud de su vocación.
Junto a la dimensión
interdisciplinar, hay que recordar también la dimensión práctica y, en cierto
sentido, experimental de esta doctrina. Ella se sitúa en el cruce de la vida y
de la conciencia cristiana con las situaciones del mundo y se manifiesta en los
esfuerzos que realizan los individuos, las familias, cooperadores culturales y
sociales, políticos y hombres de Estado, para darles forma y aplicación en la
historia.
60. Al enunciar los
principios para la solución de la cuestión obrera, León XIII escribía: «La
solución de un problema tan arduo requiere el concurso y la cooperación eficaz
de otros»114. Estaba convencido de que los graves problemas causados por la
sociedad industrial podían ser resueltos solamente mediante la colaboración
entre todas las fuerzas. Esta afirmación ha pasado a ser un elemento permanente
de la doctrina social de la Iglesia, y esto explica, entre otras cosas, por qué
Juan XXIII dirigió su encíclica sobre la paz a «todos los hombres de buena
voluntad».
El Papa León, sin
embargo, constataba con dolor que las ideologías de aquel tiempo, especialmente
el liberalismo y el marxismo, rechazaban esta colaboración. Desde entonces han
cambiado muchas cosas, especialmente en los años más recientes. El mundo actual
es cada vez más consciente de que la solución de los graves problemas
nacionales e internacionales no es sólo cuestión de producción económica o de
organización jurídica o social, sino que requiere precisos valores
ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y de
estructuras. La Iglesia siente vivamente la responsabilidad de ofrecer esta
colaboración, y —como he escrito en la encíclica Sollicitudo rei socialis—
existe la fundada esperanza de que también ese grupo numeroso de personas que
no profesa una religión pueda contribuir a dar el necesario fundamento ético a
la cuestión social 115.
En el mismo documento
he hecho también una llamada a las Iglesias cristianas y a todas las grandes
religiones del mundo, invitándolas a ofrecer el testimonio unánime de las
comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios 116. En
efecto, estoy persuadido de que las religiones tendrán hoy y mañana una función
eminente para la conservación de la paz y para la construcción de una sociedad
digna del hombre.
Por otra parte, la
disponibilidad al diálogo y a la colaboración incumbe a todos los hombres de
buena voluntad y, en particular, a las personas y los grupos que tienen una
específica responsabilidad en el campo político, económico y social, tanto a
nivel nacional como internacional.
61. Fue «el yugo casi
servil», al comienzo de la sociedad industrial, lo que obligó a mi predecesor a
tomar la palabra en defensa del hombre. La Iglesia ha permanecido fiel a este
compromiso en los pasados cien años. Efectivamente, ha intervenido en el
período turbulento de la lucha de clases, después de la primera guerra mundial,
para defender al hombre de la explotación económica y de la tiranía de los
sistemas totalitarios. Después de la segunda guerra mundial, ha puesto la
dignidad de la persona en el centro de sus mensajes sociales, insistiendo en el
destino universal de los bienes materiales, sobre un orden social sin opresión
basado en el espíritu de colaboración y solidaridad. Luego, ha afirmado
continuamente que la persona y la sociedad no tienen necesidad solamente de
estos bienes, sino también de los valores espirituales y religiosos. Además,
dándose cuenta cada vez mejor de que demasiados hombres viven no en el bienestar
del mundo occidental, sino en la miseria de los países en vías de desarrollo y
soportan una condición que sigue siendo la del «yugo casi servil», la Iglesia
ha sentido y sigue sintiendo la obligación de denunciar tal realidad con toda
claridad y franqueza, aunque sepa que su grito no siempre será acogido
favorablemente por todos.
A cien años de
distancia de la publicación de la Rerum novarum, la Iglesia se halla aún ante
«cosas nuevas» y ante nuevos desafíos. Por esto, el presente centenario debe
corroborar en su compromiso a todos los «hombres de buena voluntad» y, en
concreto, a los creyentes.
62. Esta encíclica de
ahora ha querido mirar al pasado, pero sobre todo está orientada al futuro. Al
igual que la Rerum novarum, se sitúa casi en los umbrales del nuevo siglo y,
con la ayuda divina, se propone preparar su llegada.
En todo tiempo, la
verdadera y perenne «novedad de las cosas» viene de la infinita potencia
divina: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Estas palabras se
refieren al cumplimiento de la historia, cuando Cristo entregará «el reino a
Dios Padre..., para que Dios sea todo en todas las cosas» (1 Co 15, 24. 28).
Pero el cristiano sabe que la novedad, que esperamos en su plenitud a la vuelta
del Señor, está presente ya desde la creación del mundo, y precisamente desde
que Dios se ha hecho hombre en Cristo Jesús y con él y por él ha hecho «una
nueva creación» (2 Co 5, 17; Ga 6, 15).
Al concluir esta
encíclica doy gracias de nuevo a Dios omnipotente, porque ha dado a su Iglesia
la luz y la fuerza de acompañar al hombre en el camino terreno hacia el destino
eterno. También en el tercer milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino
del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Es
él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se
da cuenta.
Que María, la Madre
del Redentor, la cual permanece junto a Cristo en su camino hacia los hombres y
con los hombres, y que precede a la Iglesia en la peregrinación de la fe,
acompañe con materna intercesión a la humanidad hacia el próximo milenio, con
fidelidad a Jesucristo, nuestro Señor, que «es el mismo ayer y hoy y lo será
por siempre» (cf. Hb 13, 8), en cuyo nombre os bendigo a todos de corazón.
Dado en Roma, junto a
san Pedro, el día 1 de mayo —fiesta de san José obrero— del año 1991, décimo
tercero de pontificado.
1. León XIII, Enc.
Rerum novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P. M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144.
2. Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 177-228; Pío XII, Radiomensaje
1 junio 1941: AAS 33 (1941), 195-205; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra (15
mayo 1961): AAS 53 (1961), 401-464; Pablo VI, Cart. Apo. Octogesima adveniens
(14 mayo 1971): AAS 63 (1971), 401-441).
3. Cf. Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno, III: l. c., 228.
4. Enc. Laborem
exercens (14 setiembre 1981 ) : AAS 73 ( 1981 ), 577-647; Enc. Sollicitudo rei
socialis (30 diciembre 1987): AAS 84 ( 1988), 513-586.
5. Cf. S. Ireneo,
Adversus haereses, I, 10; III, 4, 1: PG 7, 549 s.; 855 s.; S. Ch. 264, 154 s.;
211, 44-46.
6. León XIII, Enc.
Rerum novarum: l. c., 132.
7. Cf., por ejemplo,
León XIII, Enc. Arcanum divinae sapientiae (10 febrero 1880): Leonis XIII P. M.
Acta, II, Romae 1882, 10-40; Enc. Diuturnum illud (29 junio 1881): Leonis XIII
P. M. Acta, II, Romae 1882, 269-287; Enc. Libertas praestantissimum (20 junio
1888): Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246; Enc. Graves de
communi (18 enero 1901): Leonis XIII P.
M. Acta, XXI, Romae 1902, 3-20.
8. Enc. Rerum
novarum: l. c., 97.
9. Ibid.: l. c., 98.
10. Cf. ibid.: l. c.,
109 s.
11. Cf. ibid., 16:
descripción de las condiciones de trabajo; asociaciones obreras anticristianas:
l. c., 110 s.; 136 s.
12. Ibid.: l. c.,
130; cf. también 114 s.
13. Ibid.: l. c.,
130.
14. Ibid.: l. c.,
123.
15. Cf. Enc. Laborem
exercens, 1, 2, 6: l. c., 578-583; 589-592.
16. Cf. Enc. Rerum
novarum: l. c., 99-107.
17. Cf. ibid.: l. c.,
102 s.
18. Cf, ibid.: l. c.,
101-104.
19. Cf, ibid.: l. c.,
134 s.; 137 s.
20. Ibid.: l. c.,
135.
21. Ibid.: l. c.,
128-129.
22. Ibid.: l. c.,
129.
23. Ibid.: l. c.,
129.
24. Ibid.: l. c., 130
s.
25. Ibid.: l. c.,
131.
26. Cf. Declaración
Universal de los Derechos del Hombre.
27. Cf. Enc. Rerum
novarum: l. c., 121-123.
28. Cf , ibid.: l.
c., 127.
29. Ibid.: l. c.,
126.
30. Cf. Declaración
Universal de los Derechos del Hombre; Declaración sobre la eliminación de toda
forma de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o en la
convicción.
31. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, Juan Pablo
II, Carta a los Jefes de Estado (1 septiembre 1980): AAS 72 (1980),1252-1260;
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988: AAS 80 (1988), 278-286.
32. Cf. Enc. Rerum
novarum: l. c., 99-105; 130 s.; 135.
33. Ibid.: l. c.,
125.
34. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 38-40; l. c., 564-569; Juan XXIII, Enc. Mater et
Magistra, l. c., 407.
35. Cf. León XIII,
Enc. Rerum novarum: l. c., 114-116; Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c.,
208; Pablo VI, Homilía en la misa de clausura del Año Santo (25 diciembre
1975): AAS 68 (1976), 145; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS
68 ( 1976), 709.
36. Enc. Sollicitudo
rei socialis, 42: l. c., 572.
37. Cf. León XIII,
Enc. Rerum novarum: l. c., 101 s.;104 s.; 130 s.; 136.
38. Conc. Ecum. Vat.
II, Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
39. Enc. Rerum
novarum: l. c., 99.
40. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 15, 28: l. c., 530; 548 s.
41. Cf. Enc. Laborem
exercens, 11-15: l. c., 602-618.
42. Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno, III: l. c., 213.
43. Cf. Enc. Rerum
novarum: l.c., 121-125.
44. Cf. Enc. Laborem
exercens, 20: l. c., 629-632; Discurso a la Organización Internacional del
Trabajo (O.I.T.) en Ginebra (15 junio 1982): Insegnamenti V/2 (1982),
2250-2266; Pablo VI, Discurso a la misma Organización ( 10 junio 1969): AAS 61
( 1969), 491-502.
45. Cf. Enc. Laborem
exercens, 8: l. c., 594-598.
46. Cf. Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno: l. c., 181.
47. Cf. Enc. Arcanum
divinae sapientiae ( 10 febrero 1880): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882,
10-40; Enc. Diuturnum illud (29 junio 1881): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae
1882, 269-287; Enc. Immortale Dei ( 1 noviembre 1885 ): Leonis XIII P. M. Acta,
V, Romae 1886, 118-150; Enc. Sapientiae christianae (10 enero 1890): Leonis
XIII P. M. Acta, X, Romae 1891,10-41; Enc. Quod Apostolici muneris (28
diciembre 1878): Leonis XIII P. M. Acta, I, Romae 1881,170-183; Enc. Libertas
praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae 1889,
212-246.
48. Cf. León XIII,
Enc. Libertas praestantissimum: l. c., 224-226.
49. Cf. Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1980: AAS 71 (1979), 1572-1580.
50. Cf. Enc.
Sollicitudi rei socialis, 20: l. c., 536 s.
51. Cf. Juan XXIII,
Enc. Pacem in terris (11 abril 1963), III; AAS 55 ( 1963 ), 286-289.
52. Cf. Declaración
Universal de los Derechos del Hombre, de 1948; Juan XXI I I, Enc. Pacem in
terris, IV: l. c., 291-296; «Acta Final» de la Conferencia sobre la Seguridad y
la Cooperación en Europa (CSCE), Helsinki 1975.
53. Cf. Pablo VI,
Enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 61-65: AAS 59 (1967), 287-289.
54. Cf. Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1980: l. c., 1572-1580.
55. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Gaudium et spes, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual, 36;
39.
56. Cf. Exh. Ap.
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 32-44: ASS 81 (1989), 431-481.
57. Cf. Enc. Laborem
exercens, 20: l. c., 629-632.
58. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación
Libertatis conscientia (22 marzo 1986): ASS 79 (1987), 554-559.
59. Cf. Discurso en
la sede del Consejo de la C.E.A.O., en ocasión del X aniversario de la «Llamada
a favor del Sahel» (Ouagadougou, Burkina Faso, 29 enero 1990): ASS 82 (1990),
816-821.
60. Cf. Juan XXIII,
Enc. Pacem in terris, III: l, c., 286-288.
61. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 27-28: l. c., 547-550; Pablo VI, Enc. Populorum
progressio, 43-44: l. c., 278 s.
62. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 29-31: l. c., 550-556.
63. Cf. Acta de
Helsinki y Acuerdo de Viena; León XIII, Enc. Libertas praestantissimum: l. c.,
215-217.
64. Cf. Enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990): L'Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 25 enero 1991.
65. Cf. Enc, Rerum
novarum: l. c., 99-107; 131-133.
66. Ibid.: l. c.,
111.113 s.
67. Cf, Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno, II: l. c., 191; Pío XII, Radiomensaje, 1 de junio de 1941:
l, c., 199; Juan XXIII, Enc. Mater et magistra: l. c., 428-429; Pablo VI, Enc.
Populorum progressio, 22-24: l. c., 268 s.
68. Const, past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69; 71.
69 Discurso a los
Obispos latinoamericanos en Puebla, 28 de enero de 1979, III, 4: AAS 71
(1979),199-201; Enc, Laborem exercens, 14: l. c., 612-616; Enc. Sollicitudo rei
socialis, 42: l. c., 572-574.
70. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 15: l.c., 528-531.
71.Cf. Enc. Laborem
exercens, 21: l.c., 632-634.
72. Cf. Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 33-42: l. c., 273-278.
73. Cf. Enc. Laborem
exercens, 7: l.c., 592-594.
74. Cf. ibid., 8: l.
c., 594-598.
75. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35;
Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 19: l. c., 266 s.
76. Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 34: l. c., 559 s.; Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 1990: AAS 82 ( 1990), 147-156.
77. Cf. Exh. Ap.
Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 16: AAS 77 (1985), 213-217;
Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c., 219.
78. Enc. Sollicitudo
rei socialis, 25: l. c., 544.
79. Ibid., 34: l. c.,
559 s.
80. Cf. Enc.
Redemptor hominis (4 marzo 1979), 15: AAS 71 ( 1979), 286-289.
81. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
82. Cf . ibid., 41.
83. Cf. ibid., 26.
84. Cf. ibid. Pablo
VI, Cart. Ap. Octogesima adveniens, 2-5: L. c., 402-405.
85. Cf. Enc. Laborem
exercens, 15: l. c., 616-618.
86. Cf. ibid,, 10: l.
c., 600-602.
87. Cf, ibid,, 14: l.
c., 612-616.
88. Cf. ibid., 18: l.
c., 622-625.
89. Cf. Enc. Rerum
novarum: l. c., 126-128.
90. Cf. ibid.: l. c.,
121 s,
91. Cf. León XIII,
Enc. Libertas praestantissimum: l. c., 224-226.
92. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76.
93. Cf. ibid., 29;
Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
94. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa.
95. Cf. Enc.
Redemptoris missio, 11: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
25 enero 1991.
96. Enc. Redemptor
hominis, 17: l. c., 270-272.
97. Cf. Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1988: l. c., 1572-1580; Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz 1991: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21
diciembre 1990; Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la
libertad religiosa 1-2.
98. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.
99. Cf. ibid., 22.
100. Cf. Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno, I: l.c., 184-186.
101. Cf. Exh. Ap.
Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 45: AAS 74 (1982), 136 s.
No hay comentarios:
Publicar un comentario