viernes, 13 de septiembre de 2013

Laicidad, cristianismo, Occidente: un perfil histórico




S. E. Mons. Giampaolo Crepaldi

Universidad Católica de Cuyo: San Juan - Argentina, 13-09-2013

La paradoja de Occidente
La relación de la fe cristiana, más específicamente de la fe católica, con Occidente tiene un carácter esencial. No pretendo con esto sostener que se dé una identidad entre Occidente y cristianismo ni que el cristianismo sea una categoría de la mentalidad occidental, ni que pueda existir como tal solo dentro de Occidente, geográfica, histórica o culturalmente entendido. Ante una reivindicación tan banal es fácil hacer notar —de forma igualmente banal— que el cristianismo nació en el Oriente mediterráneo y se ha difundido por todo el globo. Me refiero, más bien, a que la relación con Occidente afecta la identidad misma del catolicismo. En otras palabras, que no es una contingencia en la historia del cristianismo. En esta relación están involucradas características no solo “occidentales” del cristianismo —de las que no puede separarse sin dejar de existir— sino aquellos elementos que se separaron históricamente de él y precisamente en occidente. De aquí el carácter problemático y paradójico de Occidente. De un lado el encuentro del cristianismo con Occidente fue “providencial”[1], plasmó la civilización occidental y en algunas épocas históricas —sobre todo en los siglos XII y XIII—, expresó de manera particularmente creativa una civilización cristiana[2], pero por otro lado y precisamente en Occidente se desarrolló un proceso de secularización que tiende progresivamente a debilitar el cristianismo en su capacidad de producir civilización. Solo en el contexto occidental se desarrolló por primera vez una «cultura que constituye la contradicción absolutamente más radical no solo del cristianismo, sino de las tradiciones religiosas y morales de la sociedad»[3]. De ahí la profunda ambigüedad de la categoría “Occidente” con relación al mismo catolicismo. La “fuerza” y “resistencia” del cristianismo encuentran en Occidente un campo de prueba decisivo.

El dogma católico y Occidente
Respecto de la influencia del catolicismo en la civilización occidental se ha dado frecuentemente una interpretación reductiva, en el sentido de pensarla simplemente como una influencia. Es como decir que el catolicismo ha influido sobre la civilización occidental con sus obras de caridad, con el arte, con la literatura, con las redes sociales signadas por la religión, con la coronación de los soberanos y así sucesivamente. Todo esto es verdadero, pero la relación profunda del catolicismo con occidente se refiere a los dogmas y es una expresión de la historicidad del dogma. Esta expresión –historicidad del dogma- no significa que el dogma evolucione históricamente en paralelo con la autoconciencia que tienen de él los fieles, esta es la visión modernista del asunto- sino quiere decir que el dogma siempre tiene un contenido histórico, real y no puede ser relegado al mito. El dogma nutre a la Iglesia y la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en la historia, Cuerpo que permanece para siempre[4]. Entre dogma y Cuerpo hay una unidad inseparable, por lo que el dogma no solo está presente en la conciencia del creyente, sino que es, por su naturaleza, historia y, por tanto, civilización. Ese es el realismo de la fe católica.

La Iglesia ha dado forma a la civilización cristiana occidental con sus dogmas, definidos en los concilios dogmáticos. Hay en nuestros días una subestimación general de la importancia de la doctrina en la vida de la Iglesia en favor de la práctica pastoral, que amenaza con ensombrecer aquel importante aspecto. Quisiera mencionar en este sentido dos ejemplos históricos. El primero se refiere a la Gnosis. La condena del Arrianismo y la definición de la naturaleza humana y divina de Jesucristo rebatieron la Gnosis, expresión del racionalismo helenístico. El proceso fue largo, implicó la labor de otros concilios y de los grandes Padres y Doctores de la Iglesia. Pero la partida no había sido ganada aún, dado que, junto a la Gnosis de los primeros siglos, existe una “Gnosis eterna”, pero, sin lugar a dudas, la lucha del dogma cristiano contra la Gnosis preservó a la civilización humana de la catástrofe del catarismo, del rechazo y a la vez exaltación de la materia, de la destrucción del matrimonio y la familia, del rechazo a la autoridad política. El dogma cristiano produjo frutos de civilización de la justa consideración del mal y del sufrimiento, defendiendo a Occidente del nihilismo. Mediante la defensa del Antiguo Testamento del ataque gnóstico se pudo preservar la visión positiva de la creación y la dimensión histórico-social de la fe cristiana. El bautismo a los niños, la oración por los muertos, el celibato sacerdotal, el culto a las imágenes: ¡cuántos beneficios trajeron a la civilización occidental que habrían sido todos eliminados de haber prevalecido la Gnosis! ¡Qué daño habría hecho el pauperismo, el pacifismo, el purismo radical de tipo gnóstico si se hubiera difundido sin frenos! Comentando sobre la batalla de Muret del 13 de setiembre de 1213, en la que Simón de Monfort, después de haber asistido a la Misa celebrada por Santo Domingo, con mil soldados puso en fuga al ejército aragonés que apoyaba a los albigenses con 40 000 hombres, Jean Guitton afirmaba: “Muret es una de aquellas batallas decisivas en las que se jugaba la suerte de una civilización. La mayor parte de historiadores olvidan extrañamente este hecho»[5].

El segundo ejemplo se refiere a Pío IX y la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María. La definición del dogma nacía de una lectura teológica de los eventos de la revolución liberal. Según Pío IX, todos los errores contemporáneos nacían de la negación del pecado original y, por tanto, también de la imposibilidad de conciliación entre Dios y el pecado. El fin de la vida debía ser el progreso del hombre y del mundo, el hombre moderno debía de convertirse en autónomo y autosuficiente, liberándose de la tutela de la Iglesia, la religión era solo útil al progreso civil y debía estar subordinada a éste. Negado el pecado original, sin embargo, no hay ya lugar para Cristo, la Iglesia y la gracia.
Frente a esta visión de las cosas, Pío IX quiso, en cambio, subrayar la incompatibilidad entre Dios y el pecado del mundo y que el fin principal del mundo y la historia no era la celebración del progreso humano sino la gloria de Dios. Y esto lo hizo proclamando el dogma de la Inmaculada Concepción de María “vencedora gloriosa de todas las herejías”.
Los hechos de violencia que tuvo que presenciar Pío IX formaban parte del designio de emancipar el orden natural del orden sobrenatural. Pío IX era del parecer que con este proyecto no se podía pactar, ni “catolizar”. He ahí, entonces, la génesis de la encíclica Quanta cura y del Syllabus, que no pueden separarse del profundo significado teológico de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, sino deben de ser vistos, junto con el Vaticano I, como una respuesta de Pío IX al pecado moderno. No es casualidad que los tres acontecimientos tuvieron lugar el 8 de diciembre: en 1854, la proclamación del dogma, en 1864, la Quanta cura y el Syllabus, y en 1869 la apertura del Vaticano I[6].
La construcción de la civilización occidental se produjo con los dogmas. El dogma era la principal fuente para hacer frente a la apostasía del cristianismo por parte de Occidente, porque incluso esa apostasía se había convertido en dogmática.

La secularización de Occidente
Puse a propósito un ejemplo tomado de los primeros siglos cristianos y uno de la modernidad. En el medio se encuentra la construcción de una civilización cristiana y luego el progresivo camino hacia una secularización cada vez más pronunciada. Teniendo en cuenta que, sin embargo, esta secularización ha sido atribuida por muchos al mismo cristianismo, las cosas se complican. Pero vayamos paso a paso.
Es tal vez poco conocido que la exaltación más entusiasta de la importancia de la Iglesia Católica para la civilización occidental se encuentra en la obra que, más que ninguna otra, ha teorizado una rigurosa y completa secularización de esta misma civilización. Me refiero al Cours de Philosophie positive de Auguste Comte. Karl Löwith, en su libro justamente famoso “Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia”, recoge las palabras elogiosas de Comte respecto al catolicismo[7] y sostiene que Comte aprecia en el sistema católico sobre todo la separación entre poder espiritual y temporal. Es decir, la laicidad. Del protestantismo, por el contrario, Comte pensaba que había favorecido «la emancipación del poder temporal y la subordinación del poder espiritual a los intereses nacionales»[8]. El catolicismo había fundado un orden, mientras el protestantismo «echó los cimientos de la filosofía revolucionaria moderna, proclamando el derecho de cada individuo al libre examen en todos los campos»[9]. La opinión de Comte era que «La degeneración del sistema europeo tiene una única causa, la degradación política del poder espiritual» y Karl Löwith comenta: «Pero si se piensa que, cada espíritu inmaduro quedó abandonado a sus propias decisiones, no deja de ser un milagro que la moral no haya desaparecido completamente»[10]. En su tiempo aún no había decaído completamente.

La obra de Karl Löwith que he utilizado aquí, explica de modo convincente cómo la filosofía de la historia de la modernidad, de Voltaire a Nietzsche, consiste en una progresiva secularización de los dogmas católicos Este proceso de secularización tiene en Comte un giro de gran interés. Él veía en el dogma católico la condición para la existencia del orden social según un principio de distinción entre poder temporal y espiritual, basado en el rol político del poder espiritual. Veía, también, que este equilibrio se había roto ahora porque después de la “revolución protestante” lo espiritual había abdicado de sus deberes sobre lo temporal y lo temporal se emancipó de lo espiritual. En Comte tenemos entonces al mismo tiempo el máximo encomio por la estructura histórica del catolicismo y su más radical negación a través del establecimiento de un principio también absoluto y radicalmente laico: el espíritu positivo. Según Henri de Lubac, el positivismo de Comte es, entre las formas del humanismo ateo contemporáneo, la más radical en cuanto expresa una vida sin Dios, sin remordimientos ni pretextos y por eso tiene la misma fuerza motivadora de una religión capaz de construir un orden. Un orden sin Dios. Para de Lubac el proyecto era y es un fracaso[11]. Pero este no es el punto que nos interesa ahora. Nos interesa su carácter “dogmático”, es decir absoluta y radicalmente anticatólico. Por otra parte, si la construcción social de Occidente se debió a los dogmas católicos y su deconstrucción llegó mediante la secularización de los dogmas católicos, como Karl Löwith ha demostrado, el punto de inflexión decisivo debía llegar cuando también la secularización hubiese asumido carácter de dogma absoluto. Esto ocurrió con Comte, por lo que podemos decir que el positivismo es el dogma de la modernidad.

Sobre la supuesta irreversibilidad de la secularización
Me gustaría volver al comentario de Karl Löwith sobre la autonomía moderna del orden temporal del espiritual, ya citada líneas arriba: «Pero si se piensa que, cada espíritu inmaduro quedó abandonado a sus propias decisiones, no deja de ser un milagro que la moral no haya desaparecido completamente». Emerge aquí un punto decisivo de nuestra cuestión: ¿esta emancipación de lo temporal, esta sustitución de la salvación cristiana con el progreso, de la religión con la ciencia, produce una verdadera autonomía capaz de conservarse en el mismo nivel, o produce una “decadencia”? Löwith parece ser de esta última opinión, en el comentario examinado, considera milagroso que se haya podido mantener una forma, aunque débil, de moralidad después de esta separación.
La laicidad, entendida como distinción recíproca de la esfera temporal y de la espiritual, es un resultado histórico del cristianismo. Pero tal distinción no significaba separación y absoluta autonomía de lo temporal y lo espiritual, sino tenía lugar dentro de la civilización cristiana, es decir, dentro de un horizonte religioso. El soberano cristiano actuaba autónomamente, utilizando la prudencia política, es decir, ejercitando la libertad interna dentro de un sistema de verdad del que era garante última la Iglesia, que conservaba en los dogmas católicos también el patrimonio de la ley natural.

Con la modernidad, por el contrario, como hace notar Karl Löwith, se inicia una secularización cada vez más exigente que hace al plano temporal “capax sui”, autónomo en el sentido de absoluto, autosuficiente, en la capacidad de darse a sí mismo un sentido. Al principio ese sentido se tomó prestado de los dogmas cristianos, mediante su interpretación secularizante, pero luego fue reivindicado como propio y eso parece haber llegado sobre todo con Comte y el positivismo.
En 1968 apareció el libro “La teología del mundo”, de un teólogo alemán discípulo de Karl Rahner: Johann Baptist Metz. Anteriormente ya había escrito “Antropocentrismo cristiano”, donde había sostenido que la secularización había sido causada por el cristianismo y que por tanto era un hecho cristiano, para aceptarse y vivir como fruto del cristianismo y no para combatirlo como contrario a la fe cristiana. De esta manera, el proceso de secularización era interpretado como irreversible. En el nuevo libro, Metz sostenía que ahora, como consecuencia de la secularización, el mundo se había convertido en completamente mundano: «este es el mundo donde Dios no se encuentra»[12]. Según él, «por mucho tiempo —casi hasta el inicio del último concilio— la Iglesia ha seguido este proceso solo con resentimiento, considerándolo casi exclusivamente como una degradación y una falsa emancipación y solo muy lentamente ha tomado el valor para dejar devenir al mundo, en este sentido, mundano, y para considerar, por tanto, este proceso no solo como no contrario a las intenciones históricas del cristianismo, sino como un hecho determinado también por impulsos históricos más profundos de este cristianismo y de su mensaje»[13].

A mi parecer no es correcto asumir que la secularización positivista derive del cristianismo mismo, ni se puede aceptar que sea el destino de la historia. La irreversibilidad de la secularización es un dogma positivista, que deriva de una lectura ideológica de la historia, la comtiana de la ley de los tres estadios, para la cual la humanidad habría evolucionado del estadio religioso al metafísico y de éste al positivo, en forma, de hecho, irreversible.
¿Cuáles son los motivos últimos por los que la secularización positivista no puede ser vista como consecuencia del cristianismo, ni puede ser considerada irreversible?
El primer motivo es que el positivismo no puede presentarse más que como una religión. Lo hemos visto más arriba: la secularización se convierte en propiamente tal cuando no se limita a ser una reformulación inmanente de los dogmas católicos, sino cuando se separa completamente de la tradición cristiana y se propone a sí misma como principio absoluto. Mientras que Hegel, Marx Proudhon, y antes que ellos Voltaire, Condorcet, Turgot, se habían limitado a imitar al cristianismo proponiendo una versión inmanente y secularizada, las fases de la secularización no podían significar una verdadera secularización. El proceso permanecía colgado al cristianismo y continuaba siendo reversible. ¿Cómo se podría cortar este cordón umbilical con el cristianismo si no es proponiendo la secularización como principio absoluto? De aquí su carácter religioso. Religioso no ya en el sentido de ser todavía deudor de la vieja religión, sino religioso en el sentido de expresar religiosamente una antirreligiosidad absoluta.

Esta secularización no es fruto del cristianismo.
El eclipse de la naturaleza y de la naturaleza humana en especial
El segundo motivo se refiere, como he señalado arriba, a la posibilidad de que el plano temporal, emancipado del espiritual, se pueda mantener a sí mismo sin degradarse.
Después de haber adquirido la secularización el carácter de absoluto religioso que ya hemos visto, es necesario que ésta se oponga al concepto de naturaleza y también de naturaleza humana. Esto porque, de lo contrario, tendría que recurrir implícitamente a un complemento de tipo religioso. Si permanece la naturaleza, permanece la ley natural, es decir, el orden de la naturaleza que expresa una normal moral. A su vez, la norma contenida de la ley natural mantendría siempre abierta la cuestión de un fundamento suyo, absoluto, trascendente, porque la moral tiene de por sí la necesidad de un fundamento absoluto. Volvería a proponerse, por tanto, la vieja religión. Mientras Grocio niega el fundamento trascendente de la ley natural, pero mantiene la ley natural, no hay irreversibilidad: la exigencia de un fundamento trascendente puede ser argumentada y recuperada. Pero si se niega la naturaleza, como hace el positivismo, esto se hace imposible e irreversible.

El estupor perplejo de Karl Löwith es, por eso, ingenuo. No es posible que el plano natural se conserve una vez separado del sobrenatural. La versión aguda del positivismo se propone como “nuevo inicio” absoluto y religiosamente antirreligioso. Para hacer esto no puede más que negar la naturaleza y la ley natural. Su descomposición y abandono puede ser progresivo a lo largo del tiempo, pero el principio de este proceso es puesto desde el inicio en su carácter absoluto. Todos asistimos a una negación de la naturaleza y de la ley natural, desenfrenada e inquietante. Sin el apoyo de la religión cristiana, la dimensión natural de la procreación, del matrimonio, de la familia, no están en posibilidad de imperar. La llamada “ideología de género”[14] es el último punto de avanzada de esta negación de la naturaleza e identidad humana.
Occidente significa Jerusalén, Atenas y Roma. Benedicto XVI lo repitió en el famoso discurso del Bundestag en Berlín[15]. Sin embargo, cuando el cristianismo encontró el pensamiento griego y la civilización romana, así como, por supuesto, la religión hebraica, encontró en ellos la apertura a la trascendencia y a la consideración de la fuerza de la ley natural. Encontró un mundo pre-cristiano pero humano. Hoy, en cambio, encuentra un mundo post-humano y por tanto radicalmente post-cristiano.

La propuesta religiosa de la laicidad
He realizado un perfil histórico más del lado de la historia de las ideas que de la historia de los acontecimientos. Desde esta perspectiva parece que la laicidad es un concepto cristiano. Implica la separación de la esfera política de la eclesial, del poder temporal del espiritual. No requiere, sin embargo, la separación de la política de la ética, porque el soberano político, que es distinto del que detenta el poder espiritual, obra según la prudencia racional y no en modo arbitrario dado que «hay límites a lo que el Estado pueda ordenar, aun cuando se trate de aquello que es del César»[16]. No según un arbitrio propio ni un “arbitrio de la mayoría”: sobre este punto la democracia no ha aportado —en teoría— un cambio radical de perspectiva. Siendo inseparable de la ética, con la que está conectada directamente, la política también es inseparable de la religión en cuanto tal y de la religión católica en particular. El plano ético, de hecho, no puede encontrar su fundamento último en sí mismo permaneciendo en el plano simplemente natural: «si no entendemos primero nuestra relación con Dios no podremos mantener en estos ámbitos un orden correcto»[17].
Pero en la modernidad ha nacido otro concepto de laicidad. Al principio fue concebida como una secularización de los dogmas cristianos, pero en seguida se separó radicalmente del cristianismo y de cualquier orden, constituyéndose como un nuevo principio absoluto y religioso. Ese es el caso del positivismo, entendido como categoría perenne. De este modo, el plano político se hizo completamente autónomo del religioso, pero asumiendo una forma religiosa y convirtiéndose en incompatible con el cristianismo. Y es así como el relativismo se ha convertido en dictadura.

Frente a este panorama, resulta ingenuo el intento del cristianismo de laicizarse, abandonando las vestiduras del dogma y la doctrina, con el fin de dialogar con el mundo laico. Si se diese un plano laico no absoluto, abierto a la naturaleza humana y a las religiones, entonces sería posible un diálogo sobre la laicidad en el que podrían participar los creyentes. Lamentablemente no ésta la tendencia principal. El motivo es simple y grave al mismo tiempo: para ser laica en el sentido ya visto la laicidad tiene necesidad de la religión cristiana. Por tanto, una laicidad que, con el positivismo, se ha puesto a sí misma como principio absoluto y religioso no puede ser laica. Esa es la paradoja de Occidente: más se separa del cristianismo para ser laico y es cada vez menos laico.
A esta paradoja le sigue otra. Si los cristianos quieren contribuir con una laicidad positiva, deben proponer la dimensión religiosa de su propia fe en su totalidad, sin reduccionismos horizontales. También aquí el motivo es trágicamente simple: en un mundo religiosamente post-humano se debe partir de la propuesta de Cristo para recuperar después, dentro de la visión religiosa, también la dimensión humana y, por ende, laica. Es aquí donde la Doctrina Social de la Iglesia encuentra la “nueva evangelización”.

 S.E. Mons. Giampaolo Crepaldi

[1] La expresión ha sido utilizada muchas veces por Joseph Ratzinger para señalar el encuentro de la fe cristiana con la filosofía griega, y podemos utilizarlo también en el sentido amplio de encuentro con Occidente. Cf. Por ejemplo: J. Ratzinger, Fede Verità Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 98. (La versión en español se titula Fe, verdad y tolerancia).
[2] Permanecen como puntos de referencia fundamentales las obras de Christopher Dawson: La formazione della civiltà occidentale, D’Ettoris editori, Crotone 2011; Id., La divisione della Cristianità occidentale, D’Ettoris editori, Crotone 2009.
[3] J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Cantagalli, Siena 2005, p. 37.
[4] J. Ratzinger, Fede Verità Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo cit., p. 74.
[5] J. Guitton, Il Cristo dilacerato. Crisi e concili nella storia, Cantagalli, Siena 2002, p. 166.
[6] Cf R. de Mattei, Pio IX e la rivoluzione italiana, Cantagalli, Siena 2012.
[7] K. Löwith, Significato e fine della storia. I presupposti teologici della filosofia della storia, Il Saggiatore, Milano 2010, pp. 98-104 (primera edición 1977). (La edición española se titula Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia).
[8] Ibid., p. 100.
[9] Ibid., p. 101.
[10] Ibid., p. 103.
[11] De Lubac H., Il dramma dell’umanesimo ateo (La versión en español se titula “El drama del humanismo ateo”), Morcelliana, Brescia 1988.
[12] J. B. Metz, Sulla teologia del mondo, Queriniana, Brescia 1969, p. 144. La edición española se titula Teología del mundo.
[13] Ibid., p. 141.
[14] Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuân sulla Dottrina sociale della Chiesa, Quarto Rapporto sulla Dottrina sociale della Chiesa nel mondo (a cargo de G. Crepaldi y S. Fontana), Cantagalli, Siena 2012.
[15] Benedicto XVI, Discurso en el Reichstag de Berlín, 22 de septiembre del 2011.
[16] J. V. Schall, Filosofia politica della Chiesa cattolica, Cantagalli, Siena 2011, p. 123.

[17] Ibid., p. 122. 

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