P. Ricardo Mazza
Cuando leemos en el
evangelio lo que Jesús enseña, nos queda
con frecuencia la sensación de que hace todo lo posible para espantar a
sus oyentes. El texto de hoy (Lc. 14, 25-33) es un ejemplo de esto. Se nos
muestra a Jesús camino a Jerusalén, meta final de su predicación y misión en
este mundo ya que se dirige a su pasión, muerte y resurrección.
En este caminar se
observa que “junto a Jesús iba un gran gentío”, no sólo los discípulos o un
grupo de amigos que podían entender más fácilmente las enseñanzas que
escuchaban.
En este “gran gentío” se encuentran personas movidas por distintos
intereses, como sucede a menudo en cualquier concentración religiosa. Habrá
quienes están movidos por su fe sincera en la divinidad de Jesús, otros que se
acercan por curiosidad para poder contar luego su experiencia, un grupo de
personas acompaña al Señor con la intención de acusarlo a los jefes judíos
según sea su obrar concreto, o quienes esperan que por algún hecho milagroso se
convenzan de quién es Jesús.
En este marco de
referencia, Jesús dándose vuelta se dirige a todos y les dice que para ser
discípulos suyos es necesario amarlo a Él más que a los padres, hermanos,
esposa e hijos y hasta su propia vida.
Ante esta afirmación,
es probable que más de uno de los presentes se alejara inmediatamente de la
escena, o que como narra san Juan (cap. 6) ante el discurso del pan de vida,
alguien haya repetido “duras son estas palabras, ¿quién podrá escucharlo?”.
Cristo será siempre
signo de contradicción como en esta oportunidad, y continúa afirmando ante sus
oyentes, a través de dos ejemplos de la vida cotidiana, que es necesario contar
con los medios adecuados para llegar a la meta a la que se aspira. Por lo
tanto, quien quiera ser discípulo suyo en esta vida temporal, ha de renunciar a
sí mismo, como vuelve a insistir en el final del texto que proclamamos.
El encuentro con
Cristo es por tanto, inclusivo, ya que lo acoge a Él como el más importante en nuestro diario caminar, y
es exclusivo en cuanto excluye todo lo que impide esa intimidad con su persona, y esto porque
sólo el Señor le da sentido pleno a la vida humana, haciéndonos partícipes de
la verdadera sabiduría del Espíritu, que no adquiere el hombre por la sola
experiencia o por haber “sabido” vivir
según el conocimiento personal acerca de las cosas de este mundo.
Así lo entendió
Salomón (Sab. 9,13-18) quien antes de comenzar a reinar, conocedor de su
inexperiencia profunda, acude por medio de la oración a la súplica confiada a
Dios, confiando recibir el don de la sabiduría para saber gobernarse a sí mismo
y a su pueblo según la voluntad del Creador.
Oración expresada con humildad, reconociendo abiertamente que al hombre le está vedada la posibilidad
de conocer según los designios de Dios
lo que refiere a la vida del hombre, del mundo o de Dios mismo, y que es en el contacto
con la divinidad donde se descubre la verdad que nos hace libres.
Cuando el papa
Francisco ayer realizó la vigilia de oración y ayuno pidiendo por la paz en
Siria, en medio Oriente y en todo el mundo e insistió a los poderosos de este
mundo que no se atrevan a iniciar una nueva guerra, está enseñando que es
necesario cumplir con la voluntad de Dios, que hay que dejar de lado los
propios proyectos de poder y ambición, que no se infle el ser humano creyendo
que es cosa alguna, que es necesario como Salomón buscar la verdadera sabiduría
que consiste en someterse a la voluntad del Creador y no al poder del dinero o
vanidad de este mundo.
La verdadera actitud
del sabio es buscar la paz, la justicia instalada en todo el mundo, la
realización constante de todo lo que permite el crecimiento del hombre en
dignidad, en definitiva, el sabio no sólo busca vivir en su vida la voluntad de
Dios, sino que esto sea una realidad en el resto de la sociedad.
El seguimiento de
Cristo supone esta experiencia de vivir en el marco de la sabiduría divina, ya
que se intenta en serio ver cómo podemos unirnos cada vez más a Él, cada uno
dentro del kairós o del momento propicio que pone ante nosotros el mismo Dios,
como aconteció entre otros, con el mismo san Pablo y su nuevo discípulo
Onésimo.
En efecto, el apóstol
san Pablo, presentado como el que sigue a Cristo entre cadenas, le escribe a
Filemón (9b-10.12-17) que reciba nuevamente a su esclavo Onésimo, que se había
apartado de su “dueño” robándole y, que perseguido por la justicia había
buscado refugio en la compañía de Pablo, prisionero en Roma. Éste le acompañará
en el proceso de conversión, lo bautizará y testimoniará a través de la
comunicación de la fe que a pesar de las cadenas por causa de Cristo es
totalmente libre. Por lo tanto, de la misma manera Filemón ha de aceptar a
Onésimo, no ya como su esclavo, sino como hermano en la fe, “como esclavo de
Cristo” y libre.
La enseñanza entonces
será que a pesar de ser “esclavo” una persona puede ser totalmente libre si
sigue al Señor, mientras que quien se considera “libre” de toda coacción, si no
está unido al Señor, será a la postre esclavo de cualquier realidad temporal
ajena a Dios.
En definitiva, es el
evangelio quien convierte los corazones y va penetrando las realidades humanas
transformándolas en ocasiones de salvación, como aconteció con el gentío que
seguía a Jesús, con Onésimo que siguió a Pablo y con éste que siguió a Cristo.
Hermanos: hagamos de
cuenta que estamos en medio del gentío que acompaña a Jesús, dejémonos
interpelar por Él para descubrir el modo de seguirlo con una disponibilidad y
entrega generosa.
Padre Ricardo B.
Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera
Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXIII del tiempo Ordinario.
Ciclo “C”. 08 de septiembre de 2013.
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