“Con la Eucaristía nos
alimentamos con el pan vivo del Cuerpo del Señor que nos sustenta, y con el
vino de su Sangre que nos llena de gozo”
Padre Ricardo B.
Mazza.
En la religiosidad de
los pueblos de la antigüedad se acostumbraba a ofrecer a Dios los frutos de la
cosecha como una forma de agradecer por lo que habían recibido y, al mismo
tiempo con esa disposición de corazón buscaban que la divinidad se encontrara con
ellos y pudieran compartir juntos. Esto lo vemos concretamente, entre nosotros,
en la institución de la
Eucaristía.
Jesús entendiendo el
corazón del hombre, ha querido hacerse presente entre nosotros a través de las
especies eucarísticas de pan y vino, que consagrados se convierten en su Cuerpo
y en su Sangre. Y así entonces, como hacemos en cada misa, el pan, signo de
alimento, y el vino signo de la alegría, se convierten en presencia divina, que
entregándose a sí misma, comparte su grandeza con nosotros.
Por eso, san Pablo (I
Cor. 11, 23-26), al transmitir el hecho de la institución de la Eucaristía , veinte años
después que sucediera, nos deja hermosas precisiones de este misterio. Jesús
entregó su Cuerpo diciendo “es mi Cuerpo que se entrega a ustedes, hagan esto
en memoria mía” y, tomando la copa afirma “esta copa es la Nueva Alianza que se
sella con mi sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía”.
Y así, en medio de
esta sencillez, nos recuerda que el Cuerpo que recibimos en comunión es el mismo
que se entregara en la Cruz
por nuestra salvación, y la sangre que bajo la especie de vino bebemos, en la
sangre con la que Jesús ha hecho Alianza Nueva con su pueblo, dejándonos una
indicación muy valiosa al reclamar “hagan esto en memoria mía”.
La memoria indica
para nosotros el guardar en nuestro corazón aquellos recuerdos buenos o malos
que se remontan incluso hasta nuestra niñez; y así, los grandes acontecimientos
felices o tristes de nuestra existencia, quedan protegidos por ese sagrario que
es la memoria.
Pero desde esta
memoria nuestra no podemos volver al pasado real que existió, sólo son
recuerdos, imposible hacerlos hoy presentes.
Por el contrario, en la Eucaristía , cuando
Jesús afirma “háganlo en memoria mía”, refiere no sólo al pasado, sino que
afirma su presencia a lo largo de la historia humana.
Por lo tanto, la Eucaristía celebrada
cada día, no sólo es memoria como recuerdo de lo que aconteció en un momento de
nuestra historia humana, sino también actualización viviente de una presencia
divina, la del Hijo hecho carne, en medio de nosotros.
Participando
comunitariamente en la misa dominical estamos ante la presencia viva del Señor
que supera otros modos posibles de vivir junto a Él.
¡Qué importante
resulta comenzar cada semana habiéndonos encontrado ante la presencia viva de
Jesús, alimentarnos con el pan eucarístico que sustenta y con el vino de su
sangre que nos llena de gozo!
Esta tarde, como cada
domingo, venimos a participar de la presencia viva del Señor, y lo hacemos con
la fe firme que le da sentido a nuestro diario existir en medio de las alegrías
y de las dificultades del humano caminar.
Pero además, como lo
atestigua san Pablo, “siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán
la muerte del Señor hasta que Él vuelva”, es decir, que los creyentes, al mismo
tiempo que nos nutrimos de la presencia del Señor, tenemos la certeza de que
vendrá por segunda vez, nos preparamos desde el tiempo a vivir ese
acontecimiento salvador, anunciamos al mundo su segunda venida, dispuestos a
ser conducidos por Él al encuentro definitivo del Dios Uno y Trino, que
contemplaremos tal como Es.
La presencia viva de
Jesús entre nosotros no sólo es un don inapreciable y único, sino que implica
también una tarea, tal como lo dice el texto del evangelio según san Lucas
(9,11b-17) “denles de comer ustedes mismos” a la multitud hambrienta y sedienta
de todos los tiempos.
Como en la época de
Jesús, nos sucede percibir la imposibilidad de cumplir con esto como
aconteciera con los apóstoles mismos, atentos a la pobreza de los medios con
que contamos muchas veces, no sólo en los bienes temporales sino también en los
espirituales.
En efecto, “No
tenemos más que cinco panes y dos pescados” fue la respuesta de los discípulos,
y seguramente puede ser muchas veces la nuestra, pero el Señor con su
palabra “háganlos sentar en grupos de
alrededor de cincuenta personas”, certifica que lo poco entregado será
siempre fructífero si lo prodigamos de
corazón y confiando en su poder.
Lo imposible para los
apóstoles y para nosotros, será viable por la acción generosa de Jesús que
manifiesta con su gesto la voluntad de alimentar a través del tiempo a toda
persona creyente que confía saciar sus hambres más profundas con la presencia
viva del Maestro.
Jesús, por tanto
quiere actuar a partir de nuestra ofrenda, aunque siempre pequeña para saciar a
tantos, convirtiéndonos de la actitud de autosuficientes que muchas veces nos
acecha, a la de confiados servidores de su gratuidad.
El pedido del Señor
“denles de comer ustedes mismos” implica la apertura de nuestro corazón y vida
a la solidaridad que comparte los bienes temporales, pero principalmente
también nos ha de disponer a saciar las hambres más profundas del hombre, que
son causadas por la ausencia de Dios en tantos corazones confundidos de nuestra
sociedad.
Ese es el sentido de
la “misión” a la que nos orienta siempre la vocación católica, porque siendo
discípulos de Jesús por la participación de su misma vida que es presencia viva
como muerto y resucitado, nos dirige a
llevar a nuestros hermanos el mensaje de la
única y verdadera salvación humana, haciendo realidad su presencia viva
en los distintos ambientes en los que nos movemos.
En medio de nuestras
familias, amigos, e incluso desconocidos, podemos predicar a Cristo, anunciar
su presencia viva en el mundo, ayudar a quien se encuentra separado de Dios por
sus pecados para que hallándose con Él por el sacramento de la misericordia,
reciba el perdón, prolongando su nueva vida con Jesús a través de la comunión
eucarística, manifestando al mundo dicha experiencia salvadora.
Ocasión será para
nosotros el aprovechar este día de Corpus para reflexionar si nos preparamos
debidamente para recibir a Cristo con un corazón alejado del pecado.
¡Cuántas veces
acontece que no pocos católicos comulgan siempre sin confesar nunca sus pecados
porque no los consideran tales, imbuidos como están de los criterios del mundo
que cada día minimiza más y más el sentido y alcance de lo pecaminoso!
¡Cuántos hay que
comulgan meramente “porque lo sienten” aunque su conciencia les dice que
deberían arreglar cuentas primero con Jesús!
La importancia que
tiene el recibir a Jesús en la
Eucaristía requiere profundidad en el analizar nuestra vida
primero, ponernos en amistad con Él, para recibirlo luego con devoción.
En realidad, cuanto
más se valora lo que implica la amistad
con Jesús, más nos sentimos indignos de recibirlo y más procuramos una
conversión sincera, para así acercarnos a quien nutre y alegra nuestra
existencia temporal, preparándonos para la eterna.
Se banaliza la
importancia de recibir la divinidad cuando pensamos que cualquier forma es
válida para permitirnos acercarnos a comulgar, pareciéndonos más a la
mentalidad protestante que al no poseer el sacramento del Orden, no reciben a
Jesús aunque sí coman el pan y beban el vino como un recuerdo de la Cena del Señor, pero
careciendo de la presencia viva y real del mismo.
Nosotros, en cambio,
desde la fe católica, creemos en la presencia real del Señor, lo cual nos
reclama una preparación adecuada a esta verdad no siendo suficiente alegar que
comulgamos porque “sentimos la necesidad” de hacerlo, aunque no estemos
purificados o no deseemos verdaderamente convertirnos en “otros Cristos” que es
a lo que se orienta este sacramento.
La fe no es un
sentimiento enseñaba san Pío X, de allí que no es suficiente “sentir la
necesidad” de comulgar para hacerlo sin preparación adecuada alguna.
Pidamos al Señor
sepamos comprender la grandeza de este sacramento para desearlo de todo corazón
y procurar siempre una preparación digna para ser su morada.
Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina.
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