PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la familia
humana universal
1. Los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está
integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu
Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva
de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del genero humano y de su historia.
Destinatarios de la
palabra conciliar
2. Por ello, el
Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia , se dirige ahora
no sólo a los hijos de la
Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos
los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la
acción de la Iglesia
en el mundo actual.
Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es,
la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las
que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos
y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el
amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por
Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo
se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación.
Al servicio del
hombre
3. En nuestros días,
el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder,
se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del
mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido
de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las
cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el
Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad,
respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de
todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a
disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia , conducida por el
Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay
que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente,
el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia,
inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que
van a seguir.
Al proclamar el
Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se
oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la
fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena
alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra
misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para
salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
EXPOSICIÓN PRELIMINAR
SITUACIÓN DEL HOMBRE
EN EL MUNDO DE HOY
Esperanzas y temores
4. Para cumplir esta
misión es deber permanente de la
Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e
interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada
generación, pueda la Iglesia
responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la
vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es
necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus
esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le
caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales del mundo moderno.
El género humano se
halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y
acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el
hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el
hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos
de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con
quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera
metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.
Como ocurre en toda
crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades.
Así mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue
someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad
espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Descubre
paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a
ésta se debe dar.
Jamás el género
humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder
económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y
miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el
hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas
de esclavitud social y psicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su
propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin
embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas.
Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas,
raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que
amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la comunicación de las ideas; sin
embargo, aun las palabras definidoras de los conceptos más fundamentales
revisten sentidos harto diversos en las distintas ideologías. Por último, se
busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance
paralelamente el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan
compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a
conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo
con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan,
entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de
la historia presente en un desafío al hombre que le obliga a responder.
Cambios profundos
5. La turbación
actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida están
vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia, en
la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las
que tratan del propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica y a las
ciencias de ella derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el
ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances está
transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios
interplanetarios.
También sobre el
tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya en cuanto al pasado, por
el conocimiento de la historia; ya en cuanto al futuro, por la técnica
prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas,
psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun
influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos
técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a la
previsión y ordenación de la expansión demográfica.
La propia historia
está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre
seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en
varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien
estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un
nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.
Cambios en el orden
social
6. Por todo ello, son
cada día más profundos los cambios que experimentan las comunidades locales
tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros
diferentes grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad
industrial se extiende paulatinamente, llevando a algunos países a una economía
de opulencia y transformando profundamente concepciones y condiciones
milenarias de la vida social. La civilización urbana tiende a un predominio
análogo por el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a
la urbanización, que se extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores
medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos y a
difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir,
provocando con ello muchas repercusiones simultáneas.
Y no debe
subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por varios motivos,
cambien su manera de vida.
De esta manera, las
relaciones humanas se multiplican sin cesar y el mismo tiempo la propia
socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin
embargo, el adecuado proceso de maduración de la persona y las relaciones
auténticamente personales (personalización).
Esta evolución se
manifiesta sobre todo en las naciones que se benefician ya de los progresos
económicos y técnicos; pero también actúa en los pueblos en vías de desarrollo,
que aspiran a obtener para sí las ventajas de la industrialización y de la
urbanización. Estos últimos, sobre todo los que poseen tradiciones más
antiguas, sienten también la tendencia a un ejercicio más perfecto y personal
de la libertad.
Cambios psicológicos,
morales y religiosos
7. El cambio de
mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas
recibidas. Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e
incluso a veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función
en la vida social, desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara
vez los padres y los educadores experimentan dificultades cada día mayores en
el cumplimiento de sus tareas.
Las instituciones,
las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre
se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el
comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste.
Las nuevas
condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Por una parte, el
espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y de
residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente
personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más
vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se
alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no
constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en
efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un
cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada
no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el
arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma
legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos.
Los desequilibrios
del mundo moderno
8. Una tan rápida
mutación, realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, y la misma
conciencia agudizada de las antinomias existentes hoy en el mundo, engendran o
aumentan contradicciones y desequilibrios.
Surgen muchas veces
en el propio hombre el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y
una forma de conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de
sus conocimientos en síntesis satisfactoria. Brota también el desequilibrio
entre el afán por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral,
y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias
de un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente, el
desequilibrio entre la especialización profesional y la visión general de las
cosas.
Aparecen
discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las condiciones
demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que surgen entre las
generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones sociales entre
los dos sexos.
Nacen también grandes
discrepancias raciales y sociales de todo género. Discrepancias entre los
países ricos, los menos ricos y los pobres. Discrepancias, por último, entre
las instituciones internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la
paz, y las ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia
ideología o los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras
entidades sociales.
Todo ello alimenta la
mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que
el hombre es, a la vez, causa y víctima.
Aspiraciones más
universales de la humanidad
9. Entre tanto, se
afianza la convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar
su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además establecer
un orden político, económico y social que esté más al servicio del hombre y permita
a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad.
De aquí las instantes
reivindicaciones económicas de muchísimos, que tienen viva conciencia de que la
carencia de bienes que sufren se debe a la injusticia o a una no equitativa
distribución. Las naciones en vía de desarrollo, como son las independizadas
recientemente, desean participar en los bienes de la civilización moderna, no
sólo en el plano político, sino también en el orden económico, y desempeñar
libremente su función en el mundo. Sin embargo, está aumentando a diario la
distancia que las separa de las naciones más ricas y la dependencia incluso
económica que respecto de éstas padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a
los pueblos opulentos.
La mujer, allí donde
todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el
hombre. Los trabajadores y los agricultores no sólo quieren ganarse lo
necesario para la vida, sino que quieren también desarrollar por medio del
trabajo sus dotes personales y participar activamente en la ordenación de la
vida económica, social, política y cultural. Por primera vez en la historia,
todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden
y deben extenderse realmente a todas las naciones.
Pero bajo todas estas
reivindicaciones se oculta una aspiración más profunda y más universal: las
personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida
libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que
les ofrece el mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada vez
más por formar una comunidad universal.
De esta forma, el
mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo
peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la
esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio.
El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las
fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello
se interroga a sí mismo.
Los interrogantes más
profundos del hombre
10. En realidad de
verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con
ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano.
Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A
fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin
embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por
muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo
y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría
llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves
discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida
por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de
este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para
ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y
plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro
del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan,
por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto,
alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda
significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo.
Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los
que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más
fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la
muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor
tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la
sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?.
Cree la Iglesia que Cristo, muerto
y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a
fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el
cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente
cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su
Señor y Maestro. Afirma además la
Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas
cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe
ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible,
primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el
misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan
a los principales problemas de nuestra época.
PRIMERA PARTE
Hay que responder a
las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de
Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el
Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los
acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con
sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de
Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la
entera vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones
plenamente humanas.
El Concilio se
propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la
máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores,
por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad
extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con
frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan
purificación.
¿Qué piensa del
hombre la Iglesia ?
¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la
sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He
aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el
Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio,
lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente
humana.
CAPÍTULO I
El hombre, imagen de
Dios
12. Creyentes y no
creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la
tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el
hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí
mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla
absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen
en consecuencia. La Iglesia
siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la Revelación divina,
puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé
explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto
la dignidad y la vocación propias del hombre.
Pero Dios no creó al
hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen l,27).
Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de
personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser
social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los
demás.
Dios, pues, nos dice
también la Biblia ,
miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por Dios
en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el
propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y
pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero
no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron
servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos
dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su
corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males,
que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a
reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a
su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia
persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es esto lo que
explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la
colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de
domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para
liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al
príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud del
pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta
Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta
hallan simultáneamente su última explicación.
Constitución del
hombre
14. En la unidad de
cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del
universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza
la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por
el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad
humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo
esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el
hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse
no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad
humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta
profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le
aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada
de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la
espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un
espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales
exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la
realidad.
Dignidad de la
inteligencia, verdad y sabiduría
15. Tiene razón el
hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por
virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio
infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado
grandes avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la
esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos
extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material.
Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La
inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para
alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia
del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la
naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe
perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente
del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella,
el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más
que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los
nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre
peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse
a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta
sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.
Con el don del
Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio
del plan divino.
Dignidad de la
conciencia moral
16. En lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no
se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando
es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y
practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el
hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia
consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La
conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se
siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.
Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta
conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y
resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al
individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta
conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para
apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la
moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por
ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que
no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el
bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del
pecado.
Grandeza de la
libertad
17. La orientación
del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee
un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón.
Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura
licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La
verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha
querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la
plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que
el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e
inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego
impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad
cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin
con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con
eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para
dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente
en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el
tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.
El misterio de la
muerte
18. El máximo enigma
de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la
desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar
la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de
eternidad que en sí lleva, por se irreducible a la sola materia, se levanta
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que
sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad
que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda
imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia , aleccionada por la Revelación divina, afirma
que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de
las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte
corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida
cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la
salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse
a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la
incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta
victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para
todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde
satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del
hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros
mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de
que poseen ya en Dios la vida verdadera.
Formas y raíces del
ateísmo
19. La razón más alta
de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios.
Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe
pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que
lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando
reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son,
sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital
unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los
fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.
La palabra
"ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios
expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que
someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como
inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente
los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan
sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que
dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la
afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por
ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni
siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer,
no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse
por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta
contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del
carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente
como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí
por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el
acceso del hombre a Dios.
Quienes
voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las
cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no
carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de
responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es
un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las
que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y,
ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión
cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no
pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa,
o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su
vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino
rostro de Dios y de la religión.
El ateísmo
sistemático
20. Con frecuencia,
el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando ahora
otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia
del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la
esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el
único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse,
según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo
menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder
que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina.
Entre las formas del
ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre
principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que
la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación,
porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria,
apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso,
cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del
Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo
en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su
alcance el poder público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia , fiel a Dios y
fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza,
como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son
contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de
su innata grandeza.
Quiere, sin embargo,
conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente del
hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el
ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los
motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
Todo hombre resulta
para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad. Nadie
en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la
vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios
da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a
pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.
El remedio del
ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la
integridad de vida de la
Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer
presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua
renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se
logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para
poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos
mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar
su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e
impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado.
Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el amor
fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del
Evangelio y se alzan como signo de unidad.
Cristo, el Hombre
nuevo
22. En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que
todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su
corona.
El que es imagen de
Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la
descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En
él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María ,
se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros,
excepto en el pecado.
Cordero inocente, con
la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos
reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y
del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El
Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por
nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con
cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano,
conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos,
recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para
cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la
herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue
la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a
Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús
de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud
de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la
necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e
incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado
con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la
resurrección.
Esto vale no
solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por
todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la
divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual.
Este es el gran
misterio del hombre que la
Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio
nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la
muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abba!,¡Padre!
CAPÍTULO II
Propósito del
Concilio
23. Entre los
principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las
relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo
el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno
no está en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las
personas se establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad
espiritual. La Revelación
cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al
mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan
la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del
hombre.
Como el Magisterio de
la Iglesia en
recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la
sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades
fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A
continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen
extraordinaria importancia en nuestros días.
Índole comunitaria de
la vocación humana según el plan de Dios
24. Dios, que cuida
de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola
familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para
poblar toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e
idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor
de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura
nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: ...
cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a
ti mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20).
Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la
creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo
creciente del mundo.
Más aún, el Señor,
cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io
17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre,
única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los
demás.
Interdependencia
entre la persona humana y la sociedad
25. La índole social
del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de
la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el
sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona
humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida
social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por
ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del
diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus
cualidades y le capacita para responder a su vocación.
De los vínculos
sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y
la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda;
otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias
causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias;
de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público
como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización,
aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para
consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar
sus derechos.
Mas si la persona
humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa,
recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las
circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su
infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que
las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en
parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y
sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que
trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve
viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde
su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo
pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
La promoción del bien
común
26. La interdependencia,
cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común
-esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las
asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y
obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en
cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más
aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana.
Crece al mismo tiempo
la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad
sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es,
pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir
una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda,
el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación,
al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de
acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada
y a la justa libertad también en materia religiosa.
El orden social,
pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de
la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al
contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido
hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que
desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia,
vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada
día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una
renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios,
que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de
la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento
evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable
exigencia de la dignidad.
El respeto a la
persona humana
27. Descendiendo a
consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al
hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al
prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios
necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se
despreocupó por completo del pobre Lázaro.
En nuestra época
principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con
eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos,
o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o
de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió,
o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del
Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me
lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto. Cuanto
atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto,
eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la
persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o
físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a
la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que
reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la
libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y
otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al
honor debido al Creador.
Respeto y amor a los
adversarios
28. Quienes sienten u
obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso
religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más
humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir,
mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta
benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el
bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la
verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe
ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la
persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en
materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por
ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo
pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se extiende a
todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley : «Habéis oído
que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Pero
yo os digo : "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y
orad por lo que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial
entre los hombres y la justicia social
29. La igualdad
fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor.
Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen
la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo,
disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino.
Es evidente que no
todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las
cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación
en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por
motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser
vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable
que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la
forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el
derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que
prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a
las que se conceden al hombre.
Más aún, aunque
existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad
de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más
justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y
sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia
humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la
persona humana y a la paz social e internacional.
Las instituciones
humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la
dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud
social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos
fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo
cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas,
aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
Hay que superar la
ética individualista
30. La profunda y
rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que,
por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con
una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple
cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y
la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas
como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay
quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre
como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo
esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas
sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en
soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos
subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la
higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone
en peligro la vida propia y la vida del prójimo.
La aceptación de las
relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno
de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se
unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los
grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es
imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y
difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se
conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva
humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.
Responsabilidad y
participación
31. Para que cada uno
pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto
respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro,
hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual,
valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano
dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el
origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y
mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de
acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no puede
llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre
condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y
respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana
con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la
misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida
demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la
libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la
vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana
y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.
Es necesario por ello
estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece
alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los
ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en
cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la
autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a
participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es
necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los
dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón
que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las
generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
El Verbo encarnado y
la solidaridad humana
32. Dios creó al
hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma
manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el
comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no
solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada
comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo
suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole
comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio
Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas
de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el
amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más
comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la
vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria,
santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida
social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra.
En su predicación
mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su
oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la
muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de
dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a
todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de
Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito entre
muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad
fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y
resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia , en la que todos,
miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de
dones que se les hayan conferido.
Esta solidaridad debe
aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los
hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano,
darán a Dios gloria perfecta.
CAPÍTULO III:
Planteamiento del
problema
33. Siempre se ha
esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida;
pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y
sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con
ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de
intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo
una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes
que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy
los obtiene por sí mismo.
Ante este gigantesco
esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas
preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay
que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de
individuos y colectividades? La
Iglesia , custodio del depósito de la palabra de Dios, del que
manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a
manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber
humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad.
Valor de la actividad
humana
34. Una cosa hay
cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el
conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos
para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la
voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de
gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en
ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero,
reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de
todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.
Esta enseñanza vale
igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres
que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden
pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de
sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de
Dios en la historia.
Los cristianos, lejos
de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios
y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el
contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza
de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el
poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De
donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la
edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que,
al contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación de la
actividad humana
35. La actividad
humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste
con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se
perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se
trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las
riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que
por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más
justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas
sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden
ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí
solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está es la
norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad
divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre,
como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente
su plena vocación.
La justa autonomía de
la realidad terrena
36. Muchos de
nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía
del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía de
la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de
propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco
a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que
la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además
responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la
creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad
propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento
de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación
metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma
auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en
realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe
tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad
se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin
saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a
todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que,
por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se
han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de
agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la
ciencia y la fe.
Pero si autonomía de
lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que
los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a
quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el
Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su
religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje
de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida.
Deformación de la
actividad humana por el pecado
37. La Sagrada Escritura ,
con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia
humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra,
sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades,
subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran
más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya
ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad
está amenazando con destruir al propio género humano.
A través de toda la
historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que,
iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día
final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para
acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia
de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.
Por ello, la Iglesia de Cristo,
confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso
puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la
voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2);
es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en
instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de
los hombres.
A la hora de saber
cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay
que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de
perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y
el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en
el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por
Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las
manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de
las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión
del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros
sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección de la
actividad humana en el misterio pascual
38. El Verbo de Dios,
por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la
tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y
recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io
4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana,
es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad
divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor
y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al
mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los
acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El,
sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a
llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que
buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al
que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la
virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo
del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese
deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer
más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del
Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el
anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros
los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así
preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que,
con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de
la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad
se convertirán en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a los
suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de
la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se
convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna
y la degustación del banquete celestial.
Tierra nueva y cielo
nuevo
39. Ignoramos el
tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco
conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo,
afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada
y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de
saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano.
Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que
fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de
incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de
la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el
hombre.
Se nos advierte que
de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien
aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de
la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre
del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso
temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto
puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al
reino de Dios.
Pues los bienes de la
dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los
frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos
propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato,
volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados,
cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de
verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de
paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando
venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPÍTULO IV
MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO
CONTEMPORÁNEO
Relación mutua entre la Iglesia y el mundo
40. Todo lo que
llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana,
sobre el sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el fundamento
de la relación entre la
Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo diálogo.
Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio
sobre el misterio de la
Iglesia , va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en
cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con él.
Nacida del amor del
Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu
Santo, la Iglesia
tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro
podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por
hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de
formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios,
que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor. Unida ciertamente
por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido
"constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y
está dotada de "los medios adecuados propios de una unión visible y
social". De esta forma, la
Iglesia , "entidad social visible y comunidad
espiritual", avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la
suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma
de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de
Dios.
Esta compenetración
de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más
aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por
el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al
buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al
hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el
reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona,
consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la
humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta
manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede
ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a su historia.
Ayuda que la Iglesia procura prestar a
cada hombre
41. El hombre
contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia
el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la
manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello
al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda
acerca del ser humano. Bien sabe la
Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las
aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia
plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre,
atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo
indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia
de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época.
Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida,
de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al
hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y
lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y
ello por medio de la
Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a
Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de
hombre.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la
dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen
excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley
humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con
la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio
enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las
esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente
la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo
talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad;
encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la
ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es
Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la
historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la
justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que
más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.
Ayuda que la Iglesia procura dar a la
sociedad humana
42. La unión de la
familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo,
de la familia constituida por los hijos de Dios.
La misión propia que
Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin
que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión
religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer
y consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea
necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor
dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los
necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras
semejantes.
Como, por otra parte,
en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular
de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y social, la Iglesia , por esta su
universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes
naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y
reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por
esto, la Iglesia
advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar
espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y
razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.
El Concilio aprecia
con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en
las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la
humanidad. Declara, además, que la
Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo
que de ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto
como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen
político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia
y los imperativos del bien común.
Ayuda que la Iglesia , a través de sus
hijos,
procura prestar al
dinamismo humano
43. El Concilio
exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad
eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el
espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no
tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden
descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo
que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el
contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida
religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al
cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la
vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores
de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con
vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo
personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente,
oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por
una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus
obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo,
a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los
cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una
síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o
técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera
a la gloria de Dios.
Competen a los laicos
propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares.
Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no
solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben
esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos
colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de
la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea
necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien
formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad
terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso
espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de
poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun
graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia
función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la
doctrina del Magisterio.
Muchas veces sucederá
que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a
elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente
y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad,
juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones
divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen
fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos
que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor
de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente
con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial
pro el bien común.
Los laicos, que
desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia , no solamente
están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se
extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad
humana.
Los Obispos, que han
recibido la misión de gobernar a la
Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el
mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles
quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores,
además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen
al mundo el rostro de la
Iglesia , que es el que sirve a los hombres para juzgar la
verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras,
ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia , aun por su sola
presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes
de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán
para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los
hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras
del Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil,
económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten
toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de
la familia de Dios".
Aunque la Iglesia , pro la virtud del
Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado
de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre,
a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o
laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es
mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad
humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un
lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo,
tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a
la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda
aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener
con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia , como madre, no
cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que
brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia ".
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo
moderno
44. Interesa al mundo
reconocer a la Iglesia
como realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los
muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano.
La experiencia del
pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas
culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos
caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta , desde
el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los
conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el
saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber
popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación
de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la
evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el
mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se
fomenta un vivo intercambio entre la
Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato
sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan
rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo
muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean
creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y
comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el
Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos,
auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las
múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a
fin de que la Verdad
revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más
adecuada.
Cristo, alfa y omega
45. La Iglesia , al prestar ayuda
al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el
advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el
bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su
peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es
"sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo
realiza el misterio del amor de Dios al hombre.
El Verbo de Dios, por
quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y
recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto
de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total
de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su
derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en
su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia
humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en
Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10).
He aquí que dice el
Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según
sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el
fin" (Apoc 22,12-13).
SEGUNDA PARTE
ALGUNOS PROBLEMAS MÁS
URGENTES
Introducción
46. Después de haber
expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto individual
como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz
del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos
sobre algunos problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al
género humano.
Entre las numerosas
cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente las que
siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida económico-social
y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada
una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo,
para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de
solución a tantos y tan complejos problemas.
CAPÍTULO I
DIGNIDAD DEL
MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la
familia en el mundo actual
47. El bienestar de
la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la
prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto
con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran
sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el
fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los
esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan,
además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin embargo, la
dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor,
puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el
llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda
frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos
contra la generación. Por otra parte, la actual situación económico,
social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la
familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con
preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual
suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el
vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas
transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a
que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la
verdadera naturaleza de tal institución.
Por tanto el
Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la
doctrina de la Iglesia ,
pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se
esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor eximio.
El carácter sagrado
del matrimonio y de la familia
48. Fundada por el Creador
y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor
se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su
consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los
esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una
institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al
bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la
decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha
dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la
continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la
familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de
la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la
institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a
la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su
corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal
ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus
personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren
conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión,
como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen
plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor
bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad
y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque
así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de
amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro
de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además,
permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor
conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud
redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir
eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime
misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para
cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados
por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y
familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza
y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua
santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
Gracias precisamente
a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos
y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el
camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los
esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre,
realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa,
que a ellos, sobre todo, compete.
Los hijos, como
miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de
los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza
corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los
asistirán en las dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con
fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras
familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia
cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de
la alianza de amor entre Cristo y la
Iglesia , manifestará a todos la presencia viva del Salvador
en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia , ya por el amor, la generosa fecundidad,
la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos
sus miembros.
Del amor conyugal
49. Muchas veces a
los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y
fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único.
Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y
mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los
pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de
persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la
persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las
expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y
señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este
amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad.
Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un
don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura,
e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se
perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica,
que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Esta amor se expresa
y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los
actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos
y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen
el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa
gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el
sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la
prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo
adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad
personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente
la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con
constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una
insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de
santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el
espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más
hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana
acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su
fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus
hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social
en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo
y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y
esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto
de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al
matrimonio.
Fecundidad del
matrimonio
50. El matrimonio y
el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y
educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del
matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo
Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18), y
que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt 19,4),
queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo
al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28).
De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la
vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del
matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de
espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos
aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el deber de
transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su
propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador
y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana
cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de
común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto
a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por
venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida
tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien
de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este
juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente.
En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden
proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual
ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia , que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el
pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección
genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la
divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador
y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen
de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy
especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una
prole más numerosa para educarla dignamente.
Pero el matrimonio no
ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza
del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que
también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya
madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas
veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la
vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor conyugal debe
compaginarse
con el respeto a la
vida humana
51. El Concilio sabe
que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se
encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden
hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento
tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de
vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se
interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar
comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y
la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se
atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera
retroceden ante el homicidio; la
Iglesia , sin embargo, recuerda que no puede hacer
contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria
de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de
la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida,
misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida
desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y
el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la
facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los
grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida
conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con
gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la
responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende
solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe
determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y
de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y
de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible
sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los
hijos de la Iglesia ,
fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la
ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.
Tengan todos
entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a
este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que
siempre mira el destino eterno de los hombres.
El progreso del
matrimonio y de la familia, obra de todos
52. La familia es
escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y
misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos
entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de
los hijos. La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación
de los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar,
que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la
legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha de ser tal,
que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad,
seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el
matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones morales, sociales y
económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los
jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de
fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta
que les lleve a casarse o a elegir determinada persona.
Así, la familia, en
la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una
mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás
exigencias de la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello
todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir
eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de
considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del
matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad
pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho
de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se
debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de
forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una
familia propia.
Los cristianos,
rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero,
promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el
testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de
buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las
necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para
obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta
conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas
versadas en las ciencias sagradas.
Los científicos,
principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos,
pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de
las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios
convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de
la procreación humana.
Pertenece a los
sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la
vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios
pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y
otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las
dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente
espléndidas.
Las diversas obras,
especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en
instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién
casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar,
social y apostólica.
Los propios cónyuges,
finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden
de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua
santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos
y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel
misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo.
CAPÍTULO II
EL SANO FOMENTO DEL
PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de la
persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es
mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales.
Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen
unidas estrechísimamente.
Con la palabra cultura
se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y
desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura
someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana
la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el
progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo
expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género
humano.
De aquí se sigue que
la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que
la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En
este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común
diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta
manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la
religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de
desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las
costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así
también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se
inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para
promover la civilización humana.
Sección I.- La
situación de la cultura en el mundo actual
Nuevos estilos de
vida
54. Las circunstancia
de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado
profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la
historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la
cultura y darle una mayor expansión. Caminos que han sido preparados por el
ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas las
sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso
y recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los
demás. De aquí provienen ciertas notas características de la cultura actual:
Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes
estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad humana;
las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el
aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres
tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización y los
demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura
(cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y
descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas
naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud
los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va
gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa
la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de
las diversas culturas.
El hombre, autor de
la cultura
55. Cada día es mayor
el número de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen
conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su
comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al
mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene enorme importancia para la
madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos
la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de
edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos
testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda
definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la
historia.
Dificultades y tareas
actuales en este campo
56. En esta situación
no hay que extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad en orden
al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero al mismo
tiempo note con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él mismo debe
resolver:
¿Qué debe hacerse
para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería
llevar a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y
naciones, no perturbe la vida de las comunidades, no eche por tierra la
sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los
pueblos?
¿De qué forma hay que
favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca la
fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente
allí donde la cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica
se ha de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según
diversas tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y
progresiva dispersión de las disciplinas científicas puede armonizarse con la
necesidad de formar su síntesis y de conservar en los hombres la facultades de
la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer
para que todos los hombres participen de los bienes culturales en el mundo, si
al mismo tiempo la cultura de los especialistas se hace cada vez más
inaccesible y compleja?
¿De qué manera,
finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la
cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la
misma religión?
En medio de estas
antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que
cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en
las tareas a cuyo cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están
llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana.
Sección 2.- Algunos
principios para la sana promoción de la cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos,
en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba,
lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de
la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación
de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a
los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su
misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que
sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera
vocación del hombre.
El hombre, en efecto,
cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva
la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la
familia humana y cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos
sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la
humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la
creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran
mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.
Además, el hombre,
cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la filosofía, la historia,
las matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a las artes, puede
contribuir sobremanera a que la familia humana se eleve a los conceptos más
altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del valor universal, y así
sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con
Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y
encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.
Con todo lo cual es
espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas, puede ser elevado con
mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del Creador. Más todavía,
con el impulso de la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes
de hacerse carne para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el
mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el
progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su
método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede
favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación
usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para
hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con
exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar
ya cosas más altas.
Sin embargo, estas
lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea
ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de
ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta
fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de
trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad
internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los
peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr
condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente para los que
padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo cual puede
aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede
ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones
entre la buena nueva de Cristo y la cultura
58. Múltiples son los
vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios,
en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en
el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia , al vivir durante
el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los
hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de
Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo
con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en
la vida de la multiforme comunidad de los fieles.
Pero al mismo tiempo,
la Iglesia ,
enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada
de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema
particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia
tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar
en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo
tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas.
La buena nueva de
Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate y
elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del
pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las
riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales
y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y
restaura en Cristo. Así, la
Iglesia , cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo
mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la
litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.
Hay que armonizar
diferentes valores en el seno de las culturas
59. Por las razones
expuestas, la Iglesia
recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral
de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera.
Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la
capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio
personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura,
por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene
siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima
autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho
al respeto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo
los derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de
los límites del bien común.
El sagrado Sínodo,
recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que "existen dos
órdenes de conocimiento" distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que
"las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de
su propio método..., cada una en su propio campo", por lo cual,
"reconociendo esta justa libertad", la Iglesia afirma la
autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
Todo esto pide
también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda
investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo
que practicar cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente
acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad
pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el
fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre
todos aun dentro de las minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir
sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a
servir al poder político o económico.
Sección 3.- Algunas
obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la cultura
El reconocimiento y
ejercicio efectivo
del derecho personal
a la cultura
60. Hoy día es
posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello,
uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos,
es el de trabajar con ahínco para que tanto en la economía como en la política,
así en el campo nacional como en el internacional, se den las normas
fundamentales para que se reconozca en todas partes y se haga efectivo el
derecho a todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin
distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es
preciso, por lo mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de bienes
culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura
"básica", a fin de evitar que un gran número de hombres se vea
impedido, por su ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su
cooperación auténticamente humana al bien común.
Se debe tender a que
quienes están bien dotados intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a
los estudios superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible,
puedan desempeñar en la sociedad las funciones, tareas y servicios que
correspondan a su aptitud natural y a la competencia adquirida. Así podrán
todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno
desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias
tradiciones.
Es preciso, además,
hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del derecho que
tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de
ayudar a los demás. Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el
esfuerzo de superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la
cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores y a los obreros, a
los cuales es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de
impedir su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los
campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel
según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y
promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.
La educación para la
cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más
difícil que antes sintetizar las varias disciplinas y ramas del saber. Porque,
al crecer el acervo y la diversidad de elementos que constituyen la cultura,
disminuye al mismo tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos y
armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez se va desdibujando más la
imagen del hombre universal. Sin embargo, queda en pie para cada hombre el
deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan
los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los
cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados maravillosamente
en Cristo.
La madre nutricia de
esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor,
aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo
tiempo que se imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes
formas probadas de cultura a medida que van creciendo.
Para esta misma
educación las sociedades contemporáneas disponen de recursos que pueden
favorecer la cultura universal, sobre todo dada la creciente difusión del libro
y los nuevos medios de comunicación cultural y social. Pues con la disminución
ya generalizada del tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las
posibilidades. Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo
y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a
actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con
los que se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo
conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan a
conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer
relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas.
Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y actividades
culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen
de espíritu cristiano.
Todas estas
posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al pleno desarrollo
cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por
el sentido de la cultura y de la ciencia para la persona humana.
Acuerdo entre la
cultura humana y la educación cristiana
62. Aunque la Iglesia ha contribuido
mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo, por experiencia que por
causas contingentes no siempre se ve libre de dificultades al compaginar la
cultura con la educación cristiana.
Estas dificultades no
dañan necesariamente a la vida de fe; por el contrario, pueden estimular la mente
a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquélla. Puesto que los más
recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de
la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias
prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte,
los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia
sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la
doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la
fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el
mismo sentido y el mismo significado. Hay que reconocer y emplear
suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también
los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en
sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de fe.
También la literatura
y el arte son, a su modo, de gran importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, se
proponen expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus
experiencias en el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de
superarse; se esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y
en el universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de los
hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la
humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en las múltiples formas
que ésta reviste según los tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que
esforzarse para los artistas se sientan comprendidos por la Iglesia en sus actividades
y, gozando de una ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la
comunidad cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a
nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean
reconocidas por la
Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la mente a
Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de la liturgia.
De esta forma, el
conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la predicación del Evangelio resulta
más transparente a la inteligencia humana y aparece como embebida en las
condiciones de su vida.
Vivan los fieles en
muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo y esfuércense por
comprender su manera de pensar y de sentir, cuya expresión es la cultura.
Compaginen los conocimientos de las nuevas ciencias y doctrinas y de los más
recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la enseñanza de la
doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de
las ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para
examinar e interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.
Los que se dedican a
las ciencias teológicas en los seminarios y universidades, empéñense en
colaborar con los hombres versados en las otras materias, poniendo en común sus
energías y puntos de vista. la investigación teológica siga profundizando en la
verdad revelada sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los
hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento de la
fe. Esta colaboración será muy provechosa para la formación de los ministros
sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios,
del hombre y del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la
vez más gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que
numerosos laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no
pocos de ellos se dediquen ex profeso a estos estudios y profundicen en ellos.
Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los
fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y
de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos que son
de su competencia.
CAPÍTULO III
Algunos aspectos de
la vida económica
63. También en la
vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona
humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es
el autor, el centro y el fin de toda la vida económico- social.
La economía moderna,
como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una creciente
dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e
intensificación de las relaciones sociales y por la interdependencia entre
ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más
frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las
técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios
han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las
nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.
Sin embargo, no
faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones
económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal manera que
casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu
economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras.
En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le
dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades
sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a
veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un
desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo
estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven
en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la
miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión,
muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con
frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios
económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura,
la industria y los servicios, por un parte, como entre las diversas regiones
dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las
naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en
peligro la misma paz mundial.
Los hombres de
nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están
plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y
económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este
lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida
económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este
fin, la Iglesia ,
en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los
principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a
la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha
manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere
robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar
algunas orientaciones, referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo
económico.
Sección I.- El
desarrollo económico
Ley fundamental del
desarrollo: el servicio del hombre
64. Hoy más que
nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones
más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en la
producción agrícola e industrial y en la prestación de los servicios. Por ello
hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por
crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo
sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto
puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta producción
no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino
el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus necesidades
materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas;
de todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o
continente. De esta forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus
métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan
así los designios de Dios sobre el hombre.
El desarrollo
económico, bajo el control humano
65. El desarrollo
debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos
pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de
una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso,
por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible de hombres, y en
el plano internacional el conjunto de las naciones, puedan tomar parte activa
en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las iniciativas
espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los
esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz
y coherente.
No se puede confiar
el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los
individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay
que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas
indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los
derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización
colectiva de la producción.
Recuerden, por otra
parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho que tienen, y que el poder
civil ha de reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al progreso de
la propia comunidad. En los países menos desarrollados, donde se impone el
empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los
que retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado el derecho
personal de emigración- privan a su comunidad de los medios materiales y
espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las
enormes desigualdades económico-sociales
66. Para satisfacer
las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos
posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las
características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las
enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan,
vinculadas a discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en
muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la
agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que
ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial,
introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia
y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos
de inferior categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes,
aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede
darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la
equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía
progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de
vida del individuo y de su familia. Con respecto a los trabajadores que,
procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento
económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado
toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo.
Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben
considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de
producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren
un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del
país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible, deben
crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.
En las economías en
período de transición, como sucede en las formas nuevas de la sociedad
industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario
asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la
posibilidad de una formación técnica y profesional congruente. Débense
garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por
razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.
Sección 2.- Algunos
principios reguladores del conjunto de la vida económico-social
Trabajo, condiciones
de trabajo, descanso
67. El trabajo humano
que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy
superior a los restantes elementos de la vida económico, pues estos últimos no
tienen otro papel que el de instrumentos.
Pues el trabajo
humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual
marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su
voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de
subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio,
puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la
creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a
Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien
dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en
Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así
como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar,
según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la
oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo
debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano
material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de
trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa
y el bien común.
La actividad
económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello
es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores.
Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores
resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún
modo está justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del
proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona
y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar,
principalmente por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en
cuanta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad
de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo.
Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus
fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les
permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más aún,
tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las cualidades
que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.
Participación en la
empresa y en la organización
general de la
economía. Conflictos laborales
68. En las empresas
económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y autónomos,
creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada
uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo
la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación
de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con
acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en
niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y
sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos,
deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí
mismos o por medio de representantes libremente elegidos.
Entre los derechos
fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros a
fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador y
puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también
el derecho de participar libremente en las actividades de las asociaciones sin
riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que está unida
al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre todos
el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse
colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del
desarrollo económico y social y del logro del bien común universal.
En caso de conflictos
económico-sociales, hay que esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas.
Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes,
sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio
necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las
aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes,
caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.
Los bienes de la
tierra están destinados a todos los hombres
69. Dios ha destinado
la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En
consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo
la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las
formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos
según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista
este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe
tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas,
sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él
solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una
parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que
a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la
Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los
pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en
situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo
necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre
en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que,
acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre,
porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades,
comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los
pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse
por sí mismos.
En sociedades
económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces
en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que
aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo,
elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas
costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época presente;
pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres
honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy
útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el
conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la seguridad social
puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario
también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales,
principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al
organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no
vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de
irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política
monetaria
70. Las inversiones
deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a
la población presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la
organización de la vida económica, tanto los particulares como los grupos o las
autoridades públicas, deben tener muy presentes estos fines y reconocer su
grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo
necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la
comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo
equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y
las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse, además,
siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones
menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no
dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para
que los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los cambios
de valor de la moneda.
Acceso a la propiedad
y dominio de los bienes.
Problema de los
latifundios
71. La propiedad,
como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores,
contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su
función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante
fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre
los bienes externos.
La propiedad privada
o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona
absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser
considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el
ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones
de las libertades civiles.
Las formas de este
dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas
ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun
contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la
sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino
también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
El derecho de
propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad
pública existentes. El paso de bienes a la propiedad pública sólo puede ser
hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común
y dentro de los límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la
autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en
contra del bien común.
La misma propiedad
privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo
fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social
es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones
y graves desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores
para negar el derecho mismo.
En muchas regiones
económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y aun
extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular
con ellas, mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee
sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta
caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de
alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del
hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios.
Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal,
que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su
nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son, pues,
necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de
las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la
seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más
todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de
quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los
elementos y servicios indispensables, en particular los medios de educación y
las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre
que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según
equidad, teniendo en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.
La actividad
económico-social y el reino de Cristo
72. Los cristianos
que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y
luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al
bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den
ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia
que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa
jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que
toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu
de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.
Quien con obediencia
a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte
y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la
justicia bajo la inspiración de la caridad.
CAPÍTULO IV
LA VIDA EN LA
COMUNIDAD POLÍTICA
La vida pública en
nuestros días
73. En nuestra época
se advierten profundas transformaciones también en las estructuras y en las
instituciones de los pueblos como consecuencia de la evolución cultural,
económica y social de estos últimos. Estas transformaciones ejercen gran
influjo en la vida de la comunidad política principalmente en lo que se refiere
a los derechos y deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en
el logro del bien común y en lo que toca a las relaciones de los ciudadanos
entre sí y con la autoridad pública.
La conciencia más
viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el
propósito de establecer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida
pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de
libre asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y
públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es
condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de
asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la
cosa pública.
Con el desarrollo
cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar
más plenamente en la ordenación de la comunidad política. En la conciencia de
muchos se intensifica el afán por respetar los derechos de las minorías, sin
descuidar los deberes de éstas para con la comunidad política; además crece por
días el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al
mismo tiempos e establece una mayor colaboración a fin de que todos los
ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados, puedan hacer uso efectivo de
los derechos personales.
Se reprueban también
todas las formas políticas, vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la
libertad civil o religiosa, multiplican las víctimas de las pasiones y de los
crímenes políticos y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del
bien común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios gobernantes.
La mejor manera de
llagar a una política auténticamente humana es fomentar el sentido interior de
la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las
convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la
comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos.
Naturaleza y fin de
la comunidad política
74. Los hombres, las
familias y los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son
conscientes de su propia insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y
perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a
diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello
forman comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad
política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su
justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y
propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social
con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con
mayor plenitud y facilidad su propia perfección.
Pero son muchos y
diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden
con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la
pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una
autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o
despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa
en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.
Es, pues, evidente
que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza
humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la
determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen
a la libre designación de los ciudadanos.
Síguese también que
el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como
en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los
límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente-
según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces
cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual
se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.
Pero cuando la
autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no
deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin
embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de
tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.
Las modalidades
concretas por las que la comunidad política organiza su estructura fundamental
y el equilibrio de los poderes públicos pueden ser diferentes, según el genio
de cada pueblo y la marcha de su historia. Pero deben tender siempre a formar
un tipo de hombre culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para
provecho de toda la familia humana.
Colaboración de todos
en la vida pública
75. Es perfectamente
conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre
y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad
política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos
de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de
los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al
mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien
común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre,
se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.
Para que la
cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso
diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo que
establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la
autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de
los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las
personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no
menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario
mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal
requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las
asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más
bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su
parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política
todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o
favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas,
de las familias y de las agrupaciones sociales.
A consecuencia de la
complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a
intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para
crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los
ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre.
Según las diversas regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de
diverso modo las relaciones entre la socialización y la autonomía y el
desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por razones de bien
común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la
libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias. De todos
modos, es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en
formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos
sociales.
Cultiven los
ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez
de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la
familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y
naciones.
Los cristianos todos
deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la
comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de
sentido de responsabilidad y de servicio al bien común, así demostrarán también
con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la
iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas
de la unidad combinada con la provechosa diversidad. El cristiano debe
reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar
a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los
partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común;
nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común.
Hay que prestar gran
atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente
necesaria para el pueblo, y, sobre todo para la juventud, a fin de que todos
los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política.
Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y
tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con
olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral
y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el
absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con
sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio
de todos.
La comunidad política
y la Iglesia
76. Es de suma
importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralística, tener un
recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y
distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o
asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con
su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en
comunión con sus pastores.
La Iglesia, que por
razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la
comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo
y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana.
La comunidad política
y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno.
Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación
personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor
eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre
ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en
efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la
historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su
parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el
reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las
naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la
acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y
promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano.
Cuando los apóstoles
y sus sucesores y los cooperadores de éstos son enviados para anunciar a los
hombres a Cristo, Salvador del mundo, en el ejercicio de su apostolado se
apoyan sobre el poder de Dios, el cual muchas veces manifiesta la fuerza del
Evangelio en la debilidad de sus testigos. Es preciso que cuantos se consagran
al ministerio de la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del
Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la
ciudad terrena utiliza.
Ciertamente, las
realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente
unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su
propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados
por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos
legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la
pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra
disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas
partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social,
ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral,
incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los
derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando
todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de
todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.
Con su fiel adhesión
al Evangelio y el ejercicio de su misión en el mundo, la Iglesia, cuya misión
es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la
comunidad humana, consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios
CAPÍTULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ
Y LA PROMOCIÓN
DE LA COMUNIDAD DE
LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos
años, en los que aún perduran entre los hombres la aflicción y las angustias
nacidas de la realidad o de la amenaza de una guerra, la universal familia
humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de suprema crisis.
Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad, no
puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo
más humano para todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que
todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz. De aquí
proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los más profundos anhelos y
deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo resplandor al
proclamar bienaventurados a los constructores de la paz, porque serán llamados
hijos de Dios (Mt 5,9).
Por esto el Concilio,
al tratar de la nobilísima y auténtica noción de la paz, después de condenar la
crueldad de la guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos
para que con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los
hombres a cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la
paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la
mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas
adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y
propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado
en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos
siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del
género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias
concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios;
por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer.
Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por
la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte
de la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no
basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las
personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de
orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito
de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el
apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz
es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede
realizar.
La paz sobre la
tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que
procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz,
ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y,
reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género
humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su
resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por lo cual, se llama
insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con
sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente
pacíficos para implorar y establecer la paz.
Movidos por el mismo
Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia
en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por
otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea
posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En la medida en que
el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno
de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad,
triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia
hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de
sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y
jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
Sección I.- Obligación
de evitar la guerra
Hay que frenar la
crueldad de las guerras
79. A pesar de que
las guerras recientes han traído a nuestro mundo daños gravísimos materiales y
morales, todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra continúa sus
devastaciones. Es más, al emplear en la guerra armas científicas de todo
género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie,
que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La complejidad de la
situación actual y el laberinto de las relaciones internaciones permiten
prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y subversivos. En
muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del
terrorismo.
Teniendo presente
esta postración de la humanidad el Concilio pretende recordar ante todo la
vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios
universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada
vez más, estos principios. Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a
tales principios y las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la
obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay
que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo
un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos como
crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los
que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.
Existen sobre la
guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas
naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos
inhumanas; tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o
prisioneros y otros por el estilo. Hay que cumplir estos tratados; es más,
están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en
estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se
consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También parece
razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los
que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo
tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.
Desde luego, la
guerra no ha sido desarraigada de la humanidad. Mientras exista el riesgo de
guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios
eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se
podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de
Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe el deber de
proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados, actuando con suma
responsabilidad en asunto tan grave. Pero una cosa es utilizar la fuerza
militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras
naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de
ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito
entre los beligerantes.
Los que, al servicio
de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de la
seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función
contribuyen realmente a estabilizar la paz.
La guerra total
80. El horror y la
maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas
científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir
destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan
excesivamente los límites de la legítima defensa. Es más, si se empleasen a
fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de armas de las
grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de
parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían
en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo esto nos obliga
a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy
que habrán de dar muy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus
determinaciones presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos
venideros.
Teniendo esto es
cuenta, este Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra mundial
expresadas por los últimos Sumos Pontífices, declara:
Toda acción bélica
que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de
extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la
humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.
El riesgo característico
de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los que poseen las
recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable
conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente
horribles. Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la
tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los jefes
de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren incesantemente tan
gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad.
La carrera de
armamentos
81. Las armas
científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que
la seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de
rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años,
sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la
consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la
paz entre las naciones.
Sea lo que fuere de
este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de
armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar
firmemente la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la
paz segura y auténtica. De ahí que no sólo no se eliminan las causas de
conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco. Al
gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se pueden
remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero. En vez de restañar
verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas del
mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que partan de una
renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y poder restablecer la
verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.
Por lo tanto, hay que
declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la plaga más grave de la
humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable. Hay que temer
seriamente que, si perdura, engendre todos los estragos funestos cuyos medios
ya prepara.
Advertidos de las
calamidades que el género humano ha hecho posibles, empleemos la pausa de que
gozamos, concedida de lo Alto, para, con mayor conciencia de la propia
responsabilidad, encontrar caminos que solucionen nuestras diferencias de un
modo más digno del hombre. La Providencia divina nos pide insistentemente que
nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a este
intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que hemos
entrado.
Prohibición absoluta
de la guerra.
La acción
internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda,
por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un época en
que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier
guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad pública universal
reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el
cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que se
pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales
asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los
medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua
confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de
las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos
cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos,
no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces
garantías.
No hay que
despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo
para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad
de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos
cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por
eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la
complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que
les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta
tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo
cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las
fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición
de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la
humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca de los
problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e
ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado
de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar
temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el
futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el
confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en
la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes
del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de
todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de
las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz
mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los
odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los
enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la
educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública. Los
que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o
forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de
formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que
cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en
aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para que nuestra
generación mejore.
Que no nos engañe una
falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y
honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades,
la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia
admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá
otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la
Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar
firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere
proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien
los corazones, éste es el día de la salvación.
Sección 2.- Edificar
la comunidad internacional
Causas y remedios de
las discordias
83. Para edificar la
paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los
hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas causas deben
desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las
excesivas desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de las
soluciones necesarias. Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las
personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia,
de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el hombre no
puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas hacen que, aun sin haber
guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y violencias entre los
hombres. Como, además, existen los mismos males en las relaciones
internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y prevenir semejantes
males y para reprimir las violencias desenfrenadas, las instituciones
internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y se estimule
sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.
La comunidad de las
naciones y las instituciones internacionales
84. Dados los lazos
tan estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre todos los
ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la
realización eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las
naciones se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones
actuales, teniendo particularmente en cuanta las numerosas regiones que se
encuentran aún hoy en estado de miseria intolerable.
Para lograr estos
fines, las instituciones de la comunidad internacional deben, cada una por su
parte, proveer a las diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de
la vida social, alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples
circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad
general que las naciones en vías de desarrollo sienten de fomentar el progreso,
de remediar en todo el mundo la triste situación de los refugiados o ayudar a
los emigrantes y a sus familias.
Las instituciones
internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del
género humano. Son los primeros conatos de echar los cimientos internaciones de
toda la comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy,
señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en
cualquiera de sus formas. En todos estos campos, la Iglesia se goza del
espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece entre los cristianos
y los no cristianos, y que se esfuerza por intensificar continuamente los
intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes calamidades.
La cooperación
internacional en el orden económico
85. La actual unión
del género humano exige que se establezca también una mayor cooperación
internacional en el orden económico. Pues la realidad es que, aunque casi todos
los pueblos han alcanzado la independencia, distan mucho de verse libres de
excesivas desigualdades y de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como
de alejar de sí el peligro de las dificultades internas.
El progreso de un
país depende de los medios humanos y financieros de que dispone. Los ciudadanos
deben prepararse, pro medio de la educación y de la formación profesional, al
ejercicio de las diversas funciones de la vida económica y social. Para esto se
requiere la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación se
comporten no como dominadores, sino como auxiliares y cooperadores. La ayuda
material a los países en vías de desarrollo no podrá prestarse si no se operan
profundos cambios en las estructuras actuales del comercio mundial. Los países
desarrollados deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos,
préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de hacerse con generosidad
y sin ambición por parte del que ayuda y con absoluta honradez por parte del
que recibe tal ayuda.
Para establecer un
auténtico orden económico universal hay que acabar con las pretensiones de
lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política,
los cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e
imponer las ideologías. Son muchos los sistemas económicos y sociales que hoy
se proponen; es de desear que los expertos sepan encontrar en ellos los
principios básicos comunes de un sano comercio mundial. Ello será fácil si
todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo
sincero.
Algunas normas
oportunas
86. Para esta
cooperación parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los pueblos que
están en vías de desarrollo entiendan bien que han de buscar expresa y
firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana de sus
ciudadanos. Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente
por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos, progreso que
debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el
desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y tradiciones
propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor influjo sobre sus
conciudadanos.
b) Por su parte, los
pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países
en vías de desarrollo a cumplir tales cometidos. Por lo cual han de someterse a
las reformas psicológicas y materiales que se requieren para crear esta
cooperación internacional. Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones
comerciales con los países más débiles y pobres, el bien de estos últimos,
porque tales pueblos necesitan para su propia sustentación los beneficios que
logran con la venta de sus mercancías.
c) Es deber de la
comunidad internacional regular y estimular el desarrollo de forma que los
bienes a este fin destinados sean invertidos con la mayor eficacia y equidad.
Pertenece también a dicha comunidad, salvado el principio de la acción
subsidiaria, ordenar las relaciones económicas en todo el mundo para que se
ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de promover y de ordenar
el comercio internacional, en particular con las naciones menos desarrolladas,
y de compensar los desequilibrios que proceden de la excesiva desigualdad de
poder entre las naciones. Esta ordenación, unida a otras ayudas de tipo
técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a los
países que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr
convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En muchas
ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales;
pero hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas y sobre
todo aquellas que ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a la
naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4).
Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en sus mejores
tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios a la
humanidad, aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación
internacional en lo tocante al crecimiento demográfico
87. Es sobremanera
necesaria la cooperación internacional en favor de aquellos pueblos que
actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se ven
agobiados por la que proviene del rápido aumento de su población. Urge la
necesidad de que, por medio de una plena e intensa cooperación de todos los
países, pero especialmente de los más ricos, se halle el modo de disponer y de
facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el
sustento y para la conveniente educación del hombre. Son varios los países que
podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la
conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas
técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares
una vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más
equitativamente la propiedad de las tierras.
Los gobiernos
respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que toca a los problemas de
su propia población, dentro de los límites de su específica competencia. Tales
son, por ejemplo, la legislación social y la familiar, la emigración del campo
a la ciudad, la información sobre la situación y necesidades del país. Como hoy
la agitación que en torno a este problema sucede a los espíritus es tan
intensa, es de desear que los católicos expertos en todas estas materias,
particularmente en las universidades, continúen con intensidad los estudios
comenzados y los desarrollen cada vez más.
Dado que muchos
afirman que el crecimiento de la población mundial, o al menos el de algunos
países, debe frenarse por todos los medios y con cualquier tipo de intervención
de la autoridad pública, el Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a
las soluciones, propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que
contradicen a la moral. Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al
matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del
recto juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse al criterio de la
autoridad pública. Y como el juicio de los padres requiere como presupuesto una
conciencia rectamente formada, es de gran importancia que todos puedan cultivar
una recta y auténticamente humana responsabilidad que tenga en cuanta la ley
divina, consideradas las circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto
exige que se mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y
sobre todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra educación
moral. Dése al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos
científicos con el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en
la determinación del número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien
comprobada y cuya concordancia con el orden moral esté demostrada.
Misión de los
cristianos en la cooperación internacional
88. Cooperen
gustosamente y de corazón los cristianos en la edificación del orden
internacional con la observancia auténtica de las legítimas libertades y la
amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la
humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con razón puede decirse
que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la
caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la humanidad el que
algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana
sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven
privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las
enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad son
gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues,
alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial jóvenes, que se ofrecen
voluntariamente para auxiliar a los demás hombres y pueblos. Más aún, es deber
del Pueblo de Dios, y los primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el
socorrer, en la medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y
hacerlo, como era ante costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes
superfluos, sino también con los necesarios.
El modo concreto de
las colectas y de los repartos, sin que tenga que ser regulado de manera rígida
y uniforme, ha de establecerse, sin embargo, de modo conveniente en los niveles
diocesano, nacional y mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción
de los católicos con la de los demás hermanos cristianos. Porque el espíritu de
caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de la acción social
caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es necesario que
quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se
formen en instituciones adecuadas.
Presencia eficaz de
la Iglesia en la comunidad internacional
89. La Iglesia,
cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y
ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en
todas partes y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna
entre los hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y
natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la
Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e incrementar la
cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como por la
plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y exclusivamente
por el deseo de servir a todos.
Este objetivo podrá
alcanzarse con mayor eficacia si los fieles, conscientes de su responsabilidad
humana y cristiana, se esfuerzan por despertar en su ámbito personal de vida la
pronta voluntad de cooperar con la comunidad internacional. En esta materia
préstese especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación
religiosa como en la civil.
Participación del
cristiano en las instituciones internacionales
90. Forma excelente
de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la colaboración
que individual o colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por
fundar para fomentar la cooperación entre las naciones. A la creación pacífica
y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir también de múltiples
maneras las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que
consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que
necesitan y la adecuada coordinación de energías. La eficacia en la acción y la
necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de equipo. Estas
asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido universal,
sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia de
la genuina solidaridad y responsabilidad universales.
Es de desear,
finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la
comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los
hermanos separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y
también con todos los hombres que tienen sed de auténtica paz.
El Concilio,
considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la
humanidad, para fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de
Cristo a los pobres juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la
Iglesia que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover
el desarrollo a los países pobres y la justicia social internacional.
CONCLUSIÓN
Tarea de cada fiel y
de las Iglesias particulares
91. Todo lo que,
extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende
ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los
que no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la más clara
percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad
del hombre, tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y,
bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las
urgentes exigencias de nuestra edad.
Ante la inmensa
diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo,
esta exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una
forma genérica; más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia,
como más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá
ser continuada y aplicada en el futuro. Confiamos, sin embargo, que muchas de
las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios y en el espíritu del
Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que la
adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo por los
cristianos bajo la dirección de los pastores.
El diálogo entre
todos los hombres
92. La Iglesia, en
virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje
evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier
nación, raza o cultura, se convierte en señal de la fraternidad que permite y
consolida el diálogo sincero.
Lo cual requiere, en
primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto
y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con
fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que integran el único
Pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de
los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya
unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu
abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en
la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos
sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y
por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es
objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo.
Los avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la
poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por ello, con unión de
energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este
importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio,
cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en
Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también
por la misma razón a todos los que creen en Dios y conservan en el legado de
sus tradiciones preciados elementos religiosos y humanos, deseando que el
coloquio abierto nos mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del
Espíritu y a ejecutarlos con ánimo alacre.
El deseo de este
coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la
caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte
nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu
humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a
aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios
Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser
hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y
debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la
edificación del mundo.
Edificación del mundo
y orientación de éste a Dios
93. Los cristianos
recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden tener otro
anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a
los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el
uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que aman y practican la
justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la
tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el
último día. No todos los que dicen: "¡Señor, Señor!", entrarán en el
reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen
manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a
Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras,
dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio
del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo los hombres se
sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para
que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma
bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor.
"Al que es
poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o
pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la
Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los
siglos. Amén." (Eph 3,20-21).
Todas y cada una de
las cosas que en esta Constitución pastoral se incluyen han obtenido el
beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la
autoridad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los
venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y
establecemos, y ordenamos que se promulgue, para gloria de Dios, todo los
aprobado conciliarmente.
Roma, en San Pedro, 7
de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de
la Iglesia católica.
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