Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 1-3-17
La primera mitad del siglo XX, es decir los años que
precedieron al Concilio Vaticano II, estuvo marcada poderosamente por una
orientación de los estudios bíblicos dirigida a buscar en los Evangelios las
huellas del Jesús histórico, más allá de todo tipo de duda. El resultado, sin
embargo, fue demoledor y se produjo una generalización del escepticismo.
Strauss, a finales del siglo XIX ya había concluido
que, siempre según él, el Evangelio de San Juan era el colmo de la
mitificación. Después se desecharon los Evangelios de Mateo y Lucas (Weisse y
Wilke) y por último el de Marcos (Wrede y Schmidt). Con toda esta herencia,
Rudolf Bultmann, concluyó que había que olvidarse de buscar el Jesús histórico
y centrarse en el llamado “Cristo de la Fe”. Este era, según todos estos
sembradores de escepticismo, un puro invento que se empezó ya a gestar en los
inicios de la Iglesia y cuyo principal responsable era San Pablo. No estoy
hablando de épocas tan lejanas, pues Bultmann murió en 1976, y su veneno ha
perdurado hasta el día de hoy.
Con estos presupuestos, cada uno puede acercarse a los
Evangelios como el que va a un supermercado. Puede ir pasando por las
estanterías y echando en su carrito de la compra lo que le apetece o lo que
necesita. Esta enseñanza de Jesús me gusta, me la llevo; esta no me gusta, la
dejo. Por supuesto, otro comprador hará una elección diferente de “productos”,
con los mismos derechos y por los mismos motivos. Más aún, si antes de pagar en
la caja cambias de opinión, quizá porque te has encontrado con alguien que te
ha recomendado otra marca como mejor que la habías seleccionado, puedes dejar
algo de lo que tenías en el carro para coger lo que te han recomendado. Esta
“religión del supermercado” fue denunciada abiertamente por el cardenal
Ratzinger, que quiso ir a la raíz del problema -la historicidad del Cristo que
aparece en los Evangelios- escribiendo una de sus mejores obras: los tres tomos
sobre Jesús de Nazaret. Basta con leer la introducción del primero de esos
libros para entender el problema y las consecuencias del mismo.
Pero los efectos de aquella demolición no han pasado.
Muchos están contaminados por ella y se está viendo ahora, cuando se discute
sobre el rechazo de Jesús al divorcio. ¿Dijo realmente Jesús que “el que se
divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio contra la primera”? Si
entonces no había grabadora, ¿cómo podemos saber si de verdad lo dijo? O quizá
sí lo dijo, pero hay que entender el contexto y a quién se lo dijo y lo que
quería decir. O quizá dijo algo parecido pero el que lo escuchó y luego lo
contó a otro que se lo contó a otro y éste al fin lo escribió entendió mal sus
palabras. En fin, ¿cómo vamos a ponernos serios sobre algo que no sabemos con
certeza ni siquiera si fue dicho por Jesús o lo que quería decir en caso de que
de verdad lo dijera?
De este modo y sembrando estas dudas, podemos aplicar
el viejo refrán: “muerto el perro, se acabó la rabia”. Podemos hacer lo que
queramos sin sentirnos atados por las enseñanzas de Cristo que, puestos a
dudar, a saber incluso si existió o también él es un mito. Lo malo de este
ataque a la raíz es que, como en el supermercado, otro puede hacer una elección
distinta. Porque si dudamos de las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio,
podemos dudar de cualquier otra cosa: su rechazo al racismo y a la violencia,
su cercanía a los que sufren, su defensa de la mujer, su amor a los pobres
hasta el punto de identificarse con ellos, su muerte, su resurrección o su
presencia real en la Eucaristía. Y entonces, sencillamente, no queda nada,
absolutamente nada.
No sé si son conscientes de lo que están haciendo
aquellos que hablan de “reinterpretar” a Cristo para poder dar la comunión a
los divorciados vueltos a casar, Porque quizá, con tanta reinterpretación,
terminen por considerar que la Eucaristía no es más que un símbolo y entonces
no tiene más valor que un fragmento insípido de pan y, en ese caso, se lo
pueden dar a todo el mundo, simplemente porque ya no vale nada. Sólo quiero
preguntar una cosa: ¿Hacia dónde nos está conduciendo todo esto? Porque del
resultado final se desprende la validez del experimento. Si el final es la
nada, más vale no meterse en un camino que es ahí a donde nos conduce.
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