jueves, 19 de mayo de 2016

No fuimos salvados para vivir como esclavos de nuestros apetitos desordenados, sino para vivir en la libertad de los hijos de Dios




Los judíos que vivían fuera de Jerusalén, llamados “de la diáspora”, se habían congregado en este día para celebrar la fiesta judía de Pentecostés.
De ese modo “hacían memoria”, actualizando, la alianza realizada en el monte Sinaí cuando Dios entregara a Moisés las palabras o mandamientos que debían observar como señal de fidelidad y amor a quien los había liberado de Egipto.

Se hallan presentes los originarios del Asia Menor, Media, Frigia, es decir, “judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo” (Hechos 2, 1-11), mientras los apóstoles con María se encuentran “reunidos en el mismo lugar”.
Por medio de signos audibles “vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento”, visibles “vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos”, de manera que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”.

La fiesta de Pentecostés cristiana deja atrás la antigua alianza para sellar una nueva en la muerte y resurrección de Cristo, de manera que cesa la diversidad de lenguas, signo de la dispersión que produce el pecado, para permitir  la unidad de todos mediante la vivencia de una misma verdad, la de Cristo.
Los apóstoles que reciben al Espíritu Santo enviado por el Padre, se sienten transformados en profundidad, ya que son iluminados en su inteligencia para conocer la verdad en plenitud, cumpliéndose lo que proclamamos recién en el evangelio (Jn. 14, 15-16.23b-26) “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”.
Al mismo tiempo encenderá el corazón de los apóstoles con el fuego de la caridad, de manera que las maravillas recibidas del amor de Dios no las guarden para sí, sino que han de ofrecerlas a todos los que quieran recibirlas.

Han de ir al encuentro de los hombres de su tiempo para hacer partícipes de la bondad divina al mayor número de personas.
La venida del Espíritu Santo es una realidad también para nosotros, recibida en primer lugar con ocasión del bautismo, ya que se nos aplicó a nuestras vidas la muerte y resurrección de Cristo, siendo acreedores de la vida de la gracia, convirtiéndonos en herederos de la vida eterna, constituidos soldados de Cristo por medio del sacramento de la Confirmación.
En virtud de esta transformación interior recibida como don, no nos debe admirar lo que el apóstol san Pablo nos dice en la segunda lectura (Rom.  8, 8-17)  en el sentido  de que hemos de dejarnos conducir por el Espíritu.

El apóstol conoce muy bien la condición humana, herida por el pecado de los orígenes, tentada siempre a vivir de acuerdo a las obras de la carne, es decir, del pecado y de los apetitos desordenados que pugnan por saciarse lejos de la fidelidad al Señor, de allí la necesidad de dejarnos conducir por el Espíritu.
La vida humana sumergida en las obras de la carne, culmina en la muerte, recuerda Pablo, mientras que la vida en Cristo nos hace clamar Abba, es decir, Padre, ya que el interior del hombre  está llamado al encuentro verdadero y reconfortante con el Señor resucitado.

No fuimos salvados para vivir como esclavos de nuestros apetitos desordenados, sino para vivir en la libertad de los hijos de Dios, no fuimos convocados para “despistarnos” del camino, sino para perseverar en el bien.
Libertad recibida no para hacer lo que se nos antoja cada día, por cierto, como muchas veces se cree erróneamente, sino para optar siempre por el bien obrar.
Ser libres implica salir de nuestra propia contemplación, para abrirnos únicamente al Salvador de los hombres por quien fuimos hechos hijos adoptivos del Padre.

Queridos hermanos esta fiesta debe significar para nosotros el compromiso diario de vivir bajo la guía del Espíritu Santo, para pertenecer sólo a Cristo y manifestar de este modo que en la fidelidad a su Persona damos testimonio de nuestro amor incondicional por quien nos ha redimido.





Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de Pentecostés.  08 de mayo de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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