Joseph Ratzinger
En Navidad nos deseamos de corazón que este tiempo
festivo, en medio de todo el ajetreo actual, nos otorgue un poco de reflexión y
alegría, contacto con la bondad de nuestro Dios y, de ese modo, ánimos
renovados para seguir adelante. Al empezar esta pequeña reflexión sobre lo que
esta fiesta puede decirnos hoy, tal vez resulte útil una breve mirada al origen
de la celebración de la Navidad.
El año litúrgico de la Iglesia se ha desarrollado ante
todo, no desde la consideración del nacimiento de Cristo, sino desde la fe en
su resurrección. Por tanto, la fiesta originaria de la cristiandad no es la
Navidad, sino la Pascua. Pues, de hecho, sólo la resurrección ha fundamentado
la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de
Antioquia (muerto como muy tarde el 117 d.C.) llama a los cristianos aquellos
que "ya no guardan el sábado, sino que viven según el día del Señor":
ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la resurrección, que se
conmemora en la semanal celebración del domingo. Seguramente el primero en
afirmar que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su
comentario a Daniel, escrito más o menos en el año 204 d.C.; el antiguo exegeta
de Basilea Bo Reicke remitía además al calendario de fiestas, según el cual en
el Evangelio de Lucas los relatos del nacimiento del Bautista y del nacimiento
de Jesús están referidos uno al otro. De esto se seguiría que ya Lucas en su
evangelio presupone el 25 de diciembre como día del nacimiento de Jesús. En
este día se conmemoraba por aquel entonces la fiesta de la dedicación del
Templo introducida en el año 164 a.C. por Judas Macabeo; de ese modo la fecha
del nacimiento de Jesús simbolizaría al mismo tiempo que con Él apareció la luz
de Dios en la noche invernal y tenía lugar la verdadera dedicación del templo:
la llegada de Dios en medio de esta tierra.
Sea como fuere, la fiesta de Navidad no adquirió en la
cristiandad una forma clara hasta el siglo IV, cuando desplazó la festividad
romana del dios solar invicto y enseñó a entender el nacimiento de Cristo como
la victoria de la verdadera luz; sin embargo, por las anotaciones de Bo Reicke
ha quedado patente que, en esta refundición de una fiesta pagana en una solemne
festividad cristiana, se asumió una ya antigua tradición judeocristiana.
El especial calor de la fiesta de Navidad nos afecta
tanto que en el corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la Pascua.
Pues bien, en realidad ese calor se desarrolló por vez primera en la Edad
Media, y fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al
Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. Su primer biógrafo, Tomás
de Celano, cuenta en la segunda descripción que hace de su vida lo siguiente.
“Más que ninguna otra fiesta celebraba la navidad con una alegría
indescriptible. Decía que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en este día
Dios se hizo niño pequeño, y mamó leche como todos los niños. Francisco
abrazaba –¡con tanta ternura y devoción!– las imágenes que representaban al
niño Jesús, y balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas. El
nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel.”
De tales sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta
de Navidad de Greccio, a la que podría haberlo animado su visita a Tierra Santa
y al pesebre de Santa María la Mayor en Roma; lo que lo movía era el anhelo de
cercanía, de realidad; era el deseo de vivir en Belén de forma totalmente
presencial, de experimentar inmediatamente la alegría del nacimiento del niño
Jesús y de compartirla con todos sus amigos.
De esta noche junto al pesebre habla Celano, en la
primera biografía, de una manera que continuamente ha conmovido a los hombres
y, al mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que pudiera desarrollarse la
más bella tradición navideña: el pesebre. Por eso podemos decir con razón que
la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de forma
totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y humanidad,
la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la fe una nueva
dimensión. La festividad de la resurrección había centrado la mirada en el
poder de Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo
venidero. Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y
bondad, que se nos ofrece en medio de este mundo y con ello nos quiere enseñar
un género nuevo de vida y de amor.
Quizá sea útil detenernos aquí un momento y preguntar:
¿Dónde se encuentra exactamente ese lugar, Greccio? ¿De qué modo ha llegado a
tener para la historia de la fe un significado totalmente propio? Es una
pequeña localidad situada en el valle Rieti, en Umbría, no muy lejos de Roma en
dirección nordeste. Lagos y montañas dan a la comarca su encanto especial y su
belleza callada, que todavía hoy nos sigue conmoviendo, especialmente porque
apenas se ha visto afectada por la agitación del turismo. El convento de
Greccio, situado a 638 metros de altitud, ha conservado algo de la simplicidad
de los orígenes; ha permanecido sencillo, como la pequeña aldea que está a sus
pies; el bosque lo circunda como en tiempos del Poverello e invita a la
estancia contemplativa. Celano dice que Francisco amaba especialmente a los
habitantes de este lugar por su pobreza y simplicidad; venía hasta aquí a
menudo a descansar, atraído por una celda de extrema pobreza y soledad en la
que podía entregarse sin ser molestado a la contemplación de las cosas
celestiales. Pobreza-simplicidad-silencio de los hombres y hablar de la
creación: ésas eran, al parecer, las impresiones que para el Santo de Asís se
conectaban con este lugar. Por eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de
nuevo el secreto de Belén en la geografía de las almas.
Pero volvamos a la Navidad de 1223. Las tierras de
Greccio habían sido puestas a disposición del pobre de Asís por un noble señor
de nombre Juan, del que Celano cuenta que, pese a su alto linaje y su
importante posición, "no daba ninguna importancia a la nobleza de la
sangre y deseaba más bien alcanzar la del alma". Por eso lo amaba
Francisco.
De este Juan dice Celano que aquella noche se le
concedió la gracia de una visión milagrosa. Vio yacer inmóvil sobre el comedero
a un niño pequeño, que era sacado de su sueño por la cercanía de San Francisco.
El autor añade: "Esta visión correspondía en realidad a lo que sucedió,
pues de hecho hasta aquella hora el Niño Jesús estaba hundido en el sueño del
olvido en muchos corazones. Gracias a su siervo Francisco fue reavivado su
recuerdo, e indeleblemente impreso en la memoria".
En esta imagen se describe muy exactamente la nueva
dimensión que Francisco con su fe, que impregna alma y corazón, regaló a la
fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la revelación de Dios, que
precisamente se encuentra en el niño Jesús. Precisamente así Dios ha llegado a
ser verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros, alguien de quien no nos separa
ninguna barrera de sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan
cercano a nosotros, que le decimos sin temor Tú, podemos tutearlo en la
inmediatez del acceso al corazón infantil.
En el niño Jesús se manifiesta de forma suprema la
indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar
desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el interior. Si algo
puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su codicia, es el
desamparo del niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y conducirnos a nosotros
mismos.
No olvidemos, además, que el título supremo de
Jesucristo es el de Hijo –Hijo de Dios–; la dignidad divina se designa con una
palabra que muestra a Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño se
encuentra en una correspondencia sin par con su divinidad, que es la divinidad
del Hijo. Así, su condición de niño nos indica cómo podemos llegar a Dios, a la
divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras: "Si no os
cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos"
(Mt 18,3).
Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha
entendido lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha
asumido, no puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que Francisco
quería recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos
posteriores.
En la cueva de Greccio se encontraban aquella
Nochebuena, conforme a la indicación de San Francisco, el buey y el asno. Al
noble Juan le había dicho: "Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo
del Niño, tal y como nació en Belén, y todas las penalidades que tuvo que
soportar en su niñez. Quisiera ver con mis ojos, corporales cómo yació en un
pesebre y durmió sobre el heno, entre el buey y el asno".
Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda
representación del pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es
sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si
tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con unos hechos importantes para
los usos y tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y
pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.
El buey y el asno no son precisamente productos de la
fantasía piadosa; gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y el
Nuevo Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento
navideño. De hecho, en Is 1,3 se dice: "Conoce el buey a su dueño, y el
asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne".
Los Padres de la Iglesia vieron en esta palabra una
profecía referida al Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de
los judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran
como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les
ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su
Amo.
En las representaciones navideñas medievales sorprende
continuamente cómo a ambos animales se les dan rostros casi humanos: cómo, de
forma consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio
del Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra
profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio–,
el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos, bueyes y asnos a los que en la
Nochebuena se les abren los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor.
Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el
pesebre el buey y el asno, debe venirnos a la mente la palabra entera de
Isaías, que no sólo es buena nueva –promesa de conocimiento verdadero–, sino
también juicio sobre la presente ceguera. El buey y el asno conocen, pero
"Israel no conoce, mi pueblo no discierne".
¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es "mi
pueblo" que no discierne? ¿En qué se conoce el buey y el asno, en qué a mi
pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la razón está
ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez
más, con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no conoció?
¿Quién conoció? ¿Por qué fue así?
Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió nada
cuando le hablaron del niño, sino que sólo quedó cegado todavía más
profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que lo
acompañaba (Mt 2,3). Quien no conoció fue, "con él, toda Jerusalén".
Quienes no conocieron fueron los hombres elegantemente vestidos, la gente
refinada (Mt 11,8). Quienes no conocieron fueron los señores instruidos, los
expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis escriturística, que desde
luego conocían perfectamente el pasaje bíblico correcto, pero, pese a todo, no
comprendieron nada (Mt 2,6).
Quienes conocieron fueron –comparados con estas
personas de renombre–"bueyes y asnos": los pastores, los magos, María
y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el niño Jesús, no se
encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno.
Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan
alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos? ¿No
nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en prueba de la
inautenticidad u autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que
estamos ciegos para el Niño como tal y nos enteramos nada de Él? ¿No estamos
también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en nosotros
mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución, como para
poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar?
De esta manera el rostro del buey y el asno nos miran
esta noche y nos hacen una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la
voz del Señor? Cuando ponemos las familiares figuras en el nacimiento,
debiéramos pedir a Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el Niño
descubre al Señor –como una vez Francisco en Greccio–. Entonces podría
sucedernos también lo que Celano –de forma muy semejante a San Lucas cuando
habla sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2,20)– cuenta de quienes
participaron en los maitines de Greccio: todos volvieron a casa llenos de
alegría.
(Fuente: Fe y Razín, N° 116, diciembre 2015)
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