miércoles, 4 de noviembre de 2015

Una reflexión post-sinodal


 Fe y Razón, Nº 115 – 6 de noviembre de 2015

Equipo de Dirección

Ha concluido el segundo Sínodo de los Obispos dedicado al tema de la familia en los últimos dos años. En nuestra humilde opinión, el resultado final de este largo proceso sinodal, aunque tiene muchos aspectos positivos, es insatisfactorio. En efecto, el documento final del Sínodo de 2015, publicado en italiano, representa una mejora notable con respecto al documento final del Sínodo de 2014, y una mejora abismal con respecto al inadmisible documento intermedio del Sínodo de 2014. No obstante, el documento final del Sínodo recién concluido, aunque no cambia la doctrina católica sobre el matrimonio y la familia, desgraciadamente tampoco reafirma de una forma explícita e inequívoca los elementos de esa doctrina que han sido cuestionados o atacados por muchos obispos de la Iglesia Católica a lo largo de este difícil bienio, so pretexto de una renovación pastoral.

Pese a que se dijo muchas veces que el tema de ambos Sínodos no se limitaría a la cuestión de la comunión para las personas divorciadas y vueltas a casar, de hecho ésa parece haber sido la gran cuestión que acaparó la mayor parte del interés y las energías de los Padres Sinodales. Considerando que esa cuestión no era nueva en absoluto, sino que ya había sido claramente resuelta por el Magisterio de la Iglesia, con una base muy firme en la Sagrada Escritura e incluso en palabras de Nuestro Señor Jesucristo, no se puede evitar la impresión de que estamos inmersos en una discusión que es en sí misma escandalosa: en el fondo, hoy se discute si la Iglesia Católica debe seguir siendo fiel a la doctrina cristiana (una fidelidad que le ha costado tantas cruces y martirios a lo largo de veinte siglos), o si debe cambiar esa doctrina para adaptarla al mundo contemporáneo. 
No exageramos nada. No pocos Padres Sinodales han planteado propuestas que implican, entre otras cosas inaceptables, la aceptación del divorcio, el concubinato o las relaciones homosexuales, o la negación de la existencia de actos intrínsecamente malos. Se manejan con ligereza ideas que equivalen a dejar de lado dogmas de fe (por ejemplo, los Cánones del Sacramento del Matrimonio del Concilio de Trento, sobre todo el Canon VII), destruir la doctrina católica sobre tres sacramentos y la teología moral fundamental, etc.

La inestabilidad del compromiso alcanzado en el reciente Sínodo entre las dos corrientes principales se puede advertir en las interpretaciones muy contradictorias que se ha dado al texto final, cuando la tinta del mismo todavía estaba fresca, por así decir. Unos han resaltado con razón que el documento no cambia la doctrina de la Iglesia sobre la comunión de las personas divorciadas y vueltas a casar (de hecho, los numerales 84-86, que son los dedicados a esas personas, ni siquiera aluden a la comunión). Otros, explotando la ambigüedad de esos numerales (que, por ejemplo, citan Familiaris Consortio 84, pero omitiendo la parte capital en que el Papa Juan Pablo II reitera la tradicional prohibición de la comunión para esas personas, mientras persistan en el estado de adulterio; que así lo llama Nuestro Señor Jesucristo), declaran que el Sínodo admite la comunión para esas personas, en función del dictamen de la conciencia y del discernimiento realizado con la ayuda de un sacerdote. O sea que, dos años y dos Sínodos después, la Iglesia sigue discutiendo exactamente la misma cuestión, resuelta hace más de 30 años por San Juan Pablo II, por no hablar de instancias anteriores.

El problema se agrava todavía más por el hecho de que, en altos niveles jerárquicos, se está aireando la idea de dejar que cada Conferencia Episcopal decida la cuestión, como si la Iglesia Católica (=Universal) no fuera más que una federación de iglesias nacionales. Sin embargo, la unidad doctrinal en lo necesario (como las doctrinas bíblicas y tradicionales) es absolutamente esencial para la Iglesia: “Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Efesios 4,5).


Ante esta grave situación, que evoca el peligro de división eclesial, terminamos con una firme exhortación: mantengámonos absolutamente fieles a toda la doctrina católica. Con ese espíritu reproducimos a continuación la Profesión de Fe.

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