sábado, 28 de noviembre de 2015

Terrorismo islámico, mucho más que pobreza


Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 28-11-15

El Papa está en África, visitando no unos países cualesquiera ni en un momento cualquiera. Algunos de esos países, como Kenia o república Centroafricana, son de los más golpeados por el terrorismo islámico. En cuanto al momento, no hay día sin atentados o sin amenazas gravísimas para la paz mundial, como el derribo del avión ruso por los turcos, por ejemplo. Por eso tiene un gran mérito por parte del Pontífice haber querido llevar a cabo este viaje; no se trata de un viaje suicida, como bien ha dicho el secretario de Estado cardenal Parolín, pero a la vez el Vaticano no podía permitir que la agenda del Papa se la dictasen los terroristas; la anulación de la visita ya habría sido un triunfo para ellos.

Las primeras palabras del Pontífice en la primera escala de su visita, Kenia -las palabras más escuchadas por el mundo, porque la expectación era mayor-, han sido para condenar tanto el terrorismo como la pobreza, relacionando ambas cosas. No cabe duda de que el Papa tiene razón: habrá menos terrorismo cuando haya menos pobreza, del mismo modo que si hubiera una distribución más justa de la riqueza habría menos revoluciones violentas en el mundo. El “arriba parias de la tierra” de los marxistas se canta precisamente porque hay “famélica legión”. Ahora bien, considero un error –y un grave error- unir pobreza con terrorismo como si una fuera la única causa o al menos la principal causa del otro. Relación, sí; relación simplista de causa y efecto, no.

Marx era ateo, lo mismo que Lenin y Stalin. Pero también lo era Feuerbach. Y Freud. Y Nietzsche. Y lo eran los padres de la Ilustración –o por lo menos estos eran “deístas” anticatólicos-, desde Danton a Voltaire pasando por Robespierre. Si los “ilustrados” creían en la “diosa razón” y los hegelianos creían en la “diosa idea” (que para los de izquierda como Marx era creer en el “ideal” de la liberación de los oprimidos mediante la dictadura del proletariado, y para los de derecha como Nietzsche era creer en el “ideal” del superhombre que dio lugar al nazismo) ambos tenían en común un concepto exclusivamente animal del ser humano. 

El hombre no tiene alma. El hombre es, como un cerdo, una vaca, un caballo –animales domesticados- o como un tigre, un león o un lobo –animales regidos por la ley de la selva-, un mero animal que se mueve sólo por instintos, aunque estos estén relativamente controlados por su razón, por ideales o, simplemente, por interés y miedo. Este concepto ateo del hombre, que marca la cultura –y por lo tanto la economía y la política- de los dos últimos siglos en el mundo, ha sido heredado por los que impulsan el nuevo orden mundial. Para ellos, como para los “padres de la sospecha” que los precedieron, el hombre será feliz cuando vea satisfechas sus necesidades instintivas –comida, casa, sexo- y, como mucho, las culturales –diversión, estética, esparcimiento-. Todo es economía para ellos. Por eso han minusvalorado la capacidad revolucionaria violenta del Islam. 

Fracasaron en Irán, que fue el inicio, cuando el Sha fue expulsado del país por los clérigos radicales. Fracasaron en Iraq, cuando pensaron que derribando a Sadam ya estaba todo hecho. Han fracasado en Afganistán y ahora lo están haciendo en Libia, en Túnez, en Siria y en buena parte de ese África que visita el Papa. Han fracasado porque, desde su miopía atea, han creído que el radicalismo islámico desaparecería cuando la gente fuera menos piadosa y que eso ocurriría cuando tuvieran más dinero. He oído muchas veces decir: lo que el Islam necesita es una Ilustración; es decir, lo que el Islam necesita es perder la fe. Justo porque creen en eso es por lo que los clérigos musulmanes más radicales animan a sus fieles a rechazar un modelo occidental que consideran como el principal enemigo de su religión.


El nuevo orden mundial ateo está fracasando y lo está haciendo no sólo en Siria o Irak, sino en los barrios de París, de Londres, de Bruselas, de Colonia, de Estocolmo. Allí hay muchos jóvenes que económicamente están más o menos bien –otros, ciertamente, están mal- y que ponen bombas o se inmolan llevándose a unos cuantos por delante. Ellos son los que demuestran que la ecuación: “pobreza igual a terrorismo” no es cierta y que ahí las matemáticas fallan. 

Si lo que buscas es dinero, robas un banco o creas un partido político para llegar al poder o haces un golpe de Estado, pero no te suicidas. La pobreza influye en el terrorismo, pero en este tipo de terrorismo hay algo más, hay mucho más. Esta revolución es diferente a la que llevó a la multitud hambrienta de Rusia a asaltar el palacio de invierno. 

El terrorismo islámico es la protesta brutal e injustificada de unos creyentes que experimentan al Occidente del nuevo orden mundial como unos agresores contra lo que ellos más quieren: su religión, su Dios, su alma. El mundo sin Dios choca contra un mundo creyente que –al menos en los casos más radicales- justifica la violencia. Identificar pobreza con terrorismo es seguir ciegos ante las causas del problema y sin ir a la raíz no se solucionará la violencia.

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