P. Ricardo Mazza
Cantábamos en la antífona del salmo responsorial (Ps 145) “El Señor es fiel a su Palabra, el Señor es
Padre de los pobres: ¡Feliz quien confía en su amor!”.
De hecho, quien escucha su Palabra y la guarda en su mente y su corazón, es capaz de obrar movido
por el amor que Dios le ha infundido, abriéndose al amor divino y a las
necesidades del prójimo. Así sucede en el interior de estas dos mujeres de las
que nos habla la liturgia de este domingo, quienes habiendo puesto su confianza
en Dios, se vieron liberadas de toda preocupación, incluso de la que es
legítima.
En la primera lectura (I Rey. 17, 8-16) la viuda de Sarepta, a pesar de
tener otros dioses, cree en la Palabra de Dios, -que anunciada por el
profeta-, le asegura “el
tarro de harina no se agotará, ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día
en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo”, de manera que
confiadamente renuncia a buscar primero su bien, para alimentar enseguida al
profeta Elías, cumpliéndose lo prometido por
la palabra divina.
Esta actitud de fe y confianza en la Palabra recibida se prolonga en la
caridad, en la apertura de corazón al Dios que se manifiesta y al prójimo que
necesita de nuestro consuelo y atención, despojándose el corazón humano de sí
mismo, en actitud de profunda entrega personal.
En el texto del evangelio asistimos a un cuadro similar de entrega
personal (Mc. 12, 38-44) al Creador y al prójimo. Jesús se encuentra en el
templo contemplando “cómo la gente
depositaba su limosna” en el tesoro.
Sin embargo, mientras “muchos
ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos
pequeñas monedas de cobre”.
Esta ofrenda de la viuda, según los entendidos, equivalía a la octava
parte del costo diario de una ración de comida que en Roma se entregaba a los
pobres, siendo sin embargo para ella todo lo que tenía para su sustento, de
allí que reciba el elogio de Jesús al afirmar
que “esta pobre viuda ha puesto
más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio
todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.
No pocas veces nos asombramos por la cantidad en dinero que alguna
persona ha entregado en beneficio de los demás o para gloria de Dios y sustento
de sus obras, siendo que en realidad lo valioso está presente cuando el
ofrecimiento constituye un desprendimiento tal de nosotros mismos y de nuestras
cosas y bienes, que se hace realidad aquello que mencionaba la beata Teresa de
Calcuta diciendo que es necesario “dar
hasta que nos duela”.
El papa Francisco hablando de estos temas, menciona la necesidad de
despojarnos de la idolatría del dinero que
se agudiza toda vez que el ser humano, incluso el creyente, deja con facilidad
al Dios verdadero, si éste obstaculiza el culto al dinero, al poder, a las certidumbres
de este mundo.
Con facilidad buscamos la seguridad para nuestra vida en lo que es
frágil y poco permanece, desconfiando de la seguridad que nos brinda Dios. El
profeta Elías con su actitud, ayuda a la viuda a abrirse a otros horizontes.
Un segundo momento lo constituye el entrar de lleno en la vida del pobre y necesitado, periferias de
la sociedad, para llevar consuelo y comprensión, avivando la esperanza en un
futuro promisorio, como la llegada del Mesías.
Un tercer paso será el tener la actitud
de los anawim del Antiguo Testamento, los pobres de espíritu que confían
totalmente en Dios, -como la viuda de Sarepta y la viuda del evangelio-, lo cual
los hacía abiertos a lo que la voluntad del Creador les pedía a lo largo de su
vida terrenal.
Es el momento de aprender de los que ponen su seguridad en Dios,
dejando que su ejemplo de vida nos interpele y nos lleve a actitudes más nobles
en nuestro diario vivir.
Precisamente los dos ejemplos que nos ofrece el Antiguo Testamento y el
evangelio del día, nos deben conducir a valorar la importancia que inviste para
la vida cristiana el despojo de nosotros mismos, la apertura constante a lo que
el misterio divino nos pide y al amor del prójimo que se nos reclama.
Sólo esta actitud nos permitirá considerar importante y crucial para la
vida humana, la meta última que se nos promete en la comunión eterna con Dios.
Hermanos: En este segundo domingo de noviembre se realiza en el país la
jornada nacional por el enfermo en la que se nos permite por lo tanto, como
providencial ocasión, acercarnos al que sufre en su cuerpo o en su alma para
llevarles el consuelo del Señor, asegurando siempre que el compartir los sufrimientos
de Cristo nos asimila más a Él, completando lo que falta a su pasión,
prolongando en la Iglesia el misterio de la Cruz.
Padre Ricardo B. Mazza.
Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina.
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