Reproducimos un artículo cuyo contenido compartimos. No obstante, consideramos necesario que la jerarquía de la Iglesia esclarezca a los fieles sobre los errores en que han incurrido en el pasado algunos teólogos. Debido a que sus obras se siguen vendiendo en las librerías y están en las bibliotecas, sin que sus autores hayan abjurado de las mismas, los errores continúan difundiéndose.
En este blog nos hemos ocupado del P. Gustavo Gutiérrez:
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La fe está por encima
de las ideologías
Por Roberto
Bosca
En el bullente
escenario del nuevo pontificado, algunos puntos son especialmente sensibles y
poseen una capacidad de estruendo que provoca una resonancia de mayor
intensidad en la sociedad mediática. Uno de ellos es el de la Teología de la
Liberación, un asunto con olor a pólvora.
El caso es que
algunos datos, como la visita del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez -nada menos
que el padre de la criatura-, o incluso ciertas expresiones ("Iglesia de
los pobres", "jamás he sido de derecha") han erizado la piel de
integristas, fundamentalistas y tradicionalistas, pero también la de muchos
fieles cristianos de sensibilidad conservadora.
La contraofensiva ha
comenzado en las ciudadelas más radicales, como el lefebvrismo, pero también
entre quienes se resisten a abandonar una cultura a la que han acomodado su
propia fe. Las acusaciones de ingenuidad, temeridad, ambigüedad, imprudencia,
sospecha, claudicación, e incluso traición, habrán así de multiplicarse.
Esta nueva actitud
reactiva replica la protagonizada a partir de fin de los años sesenta por el
liberacionismo y su eje común reside en que ambas han construido una ideología
de la fe. El carácter dogmático de la ideología les confiere un sentido
incluso, ocasionalmente, sustitutivo de lo religioso.
En ambos casos a
derecha y a izquierda, los elementos culturales han sido categorizados por
encima del dato teológico, introduciendo signos extraños a la pureza o a la
ortodoxia de la misma fe.
La instrumentación de
la política mediante una creencia religiosa o, inversamente, de la creencia
religiosa mediante un criterio político constituye el vicio del clericalismo,
frecuentemente padecido por los cristianos a lo largo de su transitar en la
historia, que el papa Francisco ha criticado en más de una ocasión.
Su antecesor
Benedicto agotó su paciencia para llegar a un acuerdo sobre el significado
mismo del Concilio Vaticano II y abrir a la derecha un camino de reconciliación
e incluso de regreso a la Iglesia. Ahora, Francisco invierte el signo, pero lo
hace con la misma función pastoral.
Han transcurrido más
de cuatro décadas desde que la Teología de la Liberación rasgó como un rayo el
sereno cielo eclesiástico. Tratándose de un asunto complejo, no faltaron
malentendidos y simplificaciones que suscitaron situaciones pintorescas, pero
también trágicas.
El nuevo cuadro
eclesial acredita preguntarse si el Papa no habrá considerado que, tras casi
medio siglo en el que ha pasado mucha agua bajo el puente, acaso haya llegado
la hora de dialogar con el otro, a quien se consideraba el malo de la película.
En una mirada
ideológicamente desprejuiciada y objetiva, la figura de Jesucristo resiste su
ubicación a la derecha o a la izquierda, y no puede identificarse con una
actitud integrista o progresista, sino que en sus dos brazos abiertos en cruz
incluye a todo el género humano.
Con esta nueva
instancia inaugurada en la vida de la Iglesia, podría arribar también un
momento de purificación y de integración, y hay motivos para preguntarse si los
cristianos no enfrentan una providencial ocasión histórica para superar esas
categorías que no le han hecho un bien al mensaje del fundador.
Un diálogo con el
otro distinto o el reclamo de una Iglesia despojada de superfluidades no
significa otra cosa que apuntar a lo esencial. Pretender una actitud ambigua o
claudicante en el querer desprenderse de ciertas adherencias culturales que no
representan propiamente la fe, sino que a veces involucran verdaderas
frivolidades (como el color de un par de zapatos), podría constituir un
verdadero error de perspectiva.
Cuando sobrevino el
movimientismo revolucionario francés de cuño liberal, el magisterio
eclesiástico condenó su antropología contraria al concepto de persona tal como
lo sustentaba la tradición cristiana, pero con el paso del tiempo es la misma
Iglesia la que ha reconocido como propias sus intuiciones legítimas, como la
libertad, la igualdad y la fraternidad.
¿Se propone ahora
Francisco valorar los aportes igualmente legítimos del socialismo, como
confusamente lo intentaron en los años 70 los teólogos de la liberación? Esta
posibilidad hace del momento actual una instancia sugerente.
Si se han de poner
los puntos sobre las íes, hay que decir que la Teología de la Liberación no es
un movimiento homogéneo, sino surcado por una diversidad de elementos muy distintos
e incluso opuestos. No hay una Teología de la Liberación, sino muchas. De ahí
que no sea posible trazar un juicio unívoco sobre ellas.
Pero hay que
puntualizar también que la Teología de la Liberación como tal nunca fue
condenada por la Iglesia. En efecto, ninguno de los dos documentos en los que,
a mediados de los años 80, la Santa Sede trató a fondo la cuestión -con la
intervención del entonces cardenal Joseph Ratzinger- consideró tal posibilidad.
La pura verdad es que
el primero de esos documentos sólo puntualizó algunas objeciones,
fundamentalmente sobre la utilización del análisis marxista (que no tuvo un
carácter general), y el segundo confirmó que la liberación, no sólo la
liberación del pecado sino de sus consecuencias temporales, es una misión
esencial de la Iglesia.
De este modo, la
descalificación de la Teología de la Liberación que muchos cristianos realizan
en términos absolutos aún en nuestros días debe explicarse por su ligereza, sus
preconceptos o su desconocimiento de la cuestión, o bien por otorgar a sus
opiniones personales un valor superior al del propio magisterio eclesiástico,
sin descartar una lisa y llana mala fe.
Pero eso no es todo.
Varios aportes de las corrientes liberacionistas, luego de depurados sus
aspectos ambiguos o inconciliables con la doctrina del propio magisterio, han
sido incorporados a él. Interpretarlos de un modo simplista como una
infiltración de izquierda en la doctrina de la Iglesia representa un
desconocimiento del más puro mensaje evangélico, una instrumentación ideológica
de la fe cristiana, y constituye, en definitiva, una verdadera falsedad.
Pueden darse varios
ejemplos: la opción por los pobres, las estructuras de pecado, el pecado
social, la Iglesia de los pobres, la dimensión política de la fe e incluso el
mismo concepto de teología de la liberación. Todos estos contenidos teológicos
se entroncan con el más puro corazón del auténtico cristianismo y, ciertamente,
ellos estaban ahí presentes, pero gracias a la Teología de la Liberación se han
podido ver con más hondura y claridad.
En la historia del
cristianismo las herejías han tenido también un efecto saludable porque han
permitido que asomen aspectos de la fe que no habían sido advertidos o habían
sido olvidados u oscurecidos, y así, el patrimonio religioso se ve enriquecido:
del error surge la virtud.
Hay que reconocer que
los cristianos han dado un espectáculo lamentable cuando en los años 70 se
enfrentaron a tiros, matándose unos a otros. Todo eso ahora ha quedado atrás y
el Papa parece querer invitar no sólo a los fieles, sino también a todos los
hombres de buena voluntad a unirse en la construcción de una sociedad más justa
y más humana, sin preguntarles si son de izquierda o de derecha.
Los cristianos que
comparten una misma fe gozan de una legítima libertad en materia política, por
la cual, en el amplio marco de la doctrina social expresada por el magisterio
eclesiástico, pueden elegir distintas opciones igualmente válidas, todas ellas
situadas en diversos lugares identificados tanto en la izquierda como en la
derecha.
Con su nuevo estilo
fundamentalmente inclusivo que remueve las mentalidades farisaicas en la
Iglesia, el Papa invita ahora a todos a dejar de insistir en estas categorías
como si fueran absolutos morales, a sacudirse una pesada carga de rencores,
prejuicios y desconfianzas y a comprender que, por encima de ellas, hay un
núcleo fundamental que puede deshacer, si ellos quieren, cualquier división
entre los hombres. Algo muy sencillo de comprender, pero no tan fácil de vivir.
El Papa ha leído los
signos de los tiempos y asume la radicalidad del mensaje evangélico. Ahora el
mundo espera de los cristianos esa misma fidelidad a su identidad fundamental.
Todo un desafío para quienes han asumido la vocación esencial del cristianismo,
que es el lenguaje universal del amor.
La Nación, 22-10-13
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