Brújula cotidiana,
31-10-2022
Publicamos la
meditación del cardenal Robert Sarah en el Día de la Brújula 2022, celebrado el
29 de octubre en Palazzolo sull'Oglio con la participación de unas 1000
personas.
“Nuestro mayor
tesoro es Cristo”: Ésta declaración es la profesión de fe más profunda que
puede hacer el corazón de un cristiano. Como observamos en el Evangelio, una
gran multitud sigue a Jesús desde su primera aparición. Su palabra siempre
tiene algo fascinante y cada uno puede encontrar en ella algo que le convenga y
le denuncie ante sí mismo o ante los demás. Ayer, hoy y siempre, una gran
multitud ha buscado, busca y buscará apropiarse del Señor bajo el punto de
vista que más le convenga. Jesús, en cambio, que conoce el corazón del hombre,
explica enseguida que quien le sigue no tiene que elegir una verdad suya, sino
elegirle a Él, Persona viva, real, presente, una persona que quiere ser elegida
y seguida sólo por amor.
El amor y nada más
que el amor puede justificar una radicalidad que, de otro modo, podría parecer
anormal o imposible pero que, en la totalidad que supone todo amor, el amor a
Él exige de forma tan global porque nadie ni nada puede estar por encima de Él.
El que ama al padre, a la madre, a la mujer, a los hijos, a los hermanos,
incluso a su propia vida más que a Él, dice Jesús, no es digno de Él. Es cierto
que nuestro mayor tesoro es Cristo. El cristiano no es el que ama a medias o no
ama al mundo, sino el que ama con tal plenitud que el mundo es sólo uno de los
muchos momentos de este amor, pero no se agota en él. Para mí nada reduce más
la plenitud del amor de Cristo que hablar de celibato, que es un concepto
negativo, porque indica la no realización. Hay que hablar, en cambio, de la virginidad
que, si para los esposos no es física, para todos, esposos y no esposos, debe
ser interior, liberadora, signo de una opción de fe que encuentra en Jesús su
único Señor, su tesoro más preciso. Por supuesto, no hay que presumir de uno
mismo; hay que tener la humildad diaria de medir las propias fuerzas, de hacer
fructificar los talentos, de estimular los carismas, para no empezar una
construcción que posteriormente sería difícil terminar.
Amar a Cristo y
rezar para llegar a adquirir sabiduría del corazón no es suficiente. La vida
debe ser el signo de estas nuevas relaciones, de esta “novedad” que trastorna
la tranquila respetabilidad del hombre. Si se ama a Cristo sobre todas las
cosas, en realidad hay que amar más a todos aquellos con los que Cristo se
identificó: los pequeños, los pobres, los últimos. San Pablo nos da un ejemplo
concreto de esta capacidad revolucionaria de Cristo, que no sólo supera todas
las barreras sociales, sino que concretamente hace que el último, el esclavo
fugitivo, sea amado más allá de toda expectativa. Así escribe a Filemón: “Yo,
Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús, te ruego en favor de mi
hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue
inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a éste, mi
propio corazón. Yo querría retenerle conmigo para que me sirviera en tu lugar,
en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte no he querido hacer
nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria. Pues
tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo
recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un
esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo
será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor! Por tanto, si me
tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo. Y si en algo te
perjudicó, o algo te debe, ponlo a mi cuenta. Yo mismo, Pablo, lo firmo con mi
puño; yo te lo pagaré...” (Flm 1,9-19).
Hoy, la invitación
de Jesús nos estimula, en primer lugar, a renovar nuestra adhesión a Él,
persona verdaderamente viva y verdaderamente amada, y a no confundirlo con
ningún proyecto de ideología o de sociedad cristiana, al tiempo que nos sitúa
en primera línea en la defensa de toda persona humana, sobre todo de los más
pequeños y los más débiles, desde el niño que se quiere abortar hasta el
anciano al que se margina, o más bien al que se quiere hacer morir “dignamente”
mediante la eutanasia; desde el estudiante cuya inteligencia es manipulada o
contaminada por la ideología de género hasta el sacerdote que se siente
frustrado y destruido porque es acusado falsamente de abusar sexualmente de
menores, hasta todos aquellos hombres y mujeres que viven hoy en la dictadura
del relativismo y del pensamiento único, y en la confusión doctrinal y moral,
zarandeados por las olas de una sociedad decadente y anticristiana, y llevados
de un lado a otro por el viento de cualquier doctrina, según el engaño de los
hombres, incluso de hombres con grandes responsabilidades dentro de la Iglesia,
con esa astucia que tiende a arrastrarlos al error.
Hoy en día, muchos
hombres y mujeres, habiendo abandonado a Jesucristo, la Luz del mundo, están
ahora cegados en sus mentes, alejados de la vida de Dios debido a la ignorancia
que hay en ellos y a la dureza de sus corazones. Al volverse tan insensibles se
han entregado al libertinaje e, insaciables, cometen toda clase de impurezas (cf. Ef 4,14-19). Los “pequeños” no son una categoría
social: a menudo son anónimos, pero quienes aman a Jesús más que a su padre, a
su madre, en una palabra, más que a sí mismos, son capaces de ver esos rostros
porque captan en ellos los signos de una Cruz que han abrazado y los rasgos de
un Rostro que llama. Y al contemplar al Padre y aprender de Él a ver y amar a
las personas como Él las ve y las ama, Jesús se convierte en la Persona más
querida para nosotros.
¿Cómo se puede
hacer de Jesús la persona más querida en nuestro corazón?
“En verdad, en
verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer
al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el
Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace. Y le mostrará obras aún
mayores que estas, para que os asombréis” (Jn 5,19). Sólo contemplando el amor
del Padre por su Hijo aprendemos nosotros también a amar a Jesucristo.
Escuchemos lo que dicen los Evangelios.
El evangelista San
Juan nos dice que Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo único, para que
todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). En el
Evangelio de Juan encontramos la expresión “el Hijo unigénito que está en el
seno del Padre” y Mateo añade: “Éste es mi Hijo amado en quien me complazco”
(Mt 3,17). Y a cada paso Jesús mismo afirma su profunda comunión con el Padre:
“Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11); “para que sean uno,
como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (Jn 17,21). Esto significa que Dios
Padre nos ha dado el tesoro más preciado: Jesucristo, es decir, Dios mismo se
ha entregado a nosotros para compartir con nosotros la vida divina. Cristo es
el tesoro de la humanidad y el Maestro que nos enseña a amar de forma total. Él
es el Esplendor divino que ilumina el mundo y el corazón humano.
Desde el año 2000
se ha abierto un nuevo siglo, un nuevo milenio a la luz de Cristo. Pero, por
desgracia, no todo el mundo ve esta Luz. Por el contrario, la oscurecen,
quieren extinguirla. Para muchos, incluso dentro de la Iglesia, este tesoro
que es Jesucristo ya no tiene ninguna importancia. El cristianismo se sitúa al
mismo nivel que otras religiones. Ya no parece haber ninguna diferencia entre
Jesucristo, Mahoma y Buda. Ya no necesitamos doctrina o enseñanza moral
inspirada por Dios a través de la Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el
Magisterio de la Iglesia. Como veis, el pecado y la apostasía silenciosa de
las antiguas sociedades occidentales han oscurecido la mente de las personas
más que nunca. Muchos han aceptado como verdades ideas horrendas, como elegir o
cambiar de sexo, e incluso elegir identificarse con un animal, el aborto hasta
el noveno mes y la eutanasia de los niños. También está el rechazo al Dios
creador del hombre y el intento de crear “transhumanos” que serán físicamente
más poderosos y mentalmente más inteligentes que los humanos, y capaces borrado
de las sociedades post-cristianas.
Pero tenemos la
estupenda y exigente tarea de ser su “reflejo”. Es el mysterium lunae tan
apreciado en la contemplación de los Padres de la Iglesia. Es una tarea que nos
hace temblar si miramos la debilidad que tantas veces nos opaca y llena de
sombras. Pero es una tarea posible si, exponiéndonos a la luz de Cristo,
sabemos abrirnos a la gracia que nos hace hombres nuevos. El hecho de ser
bautizados, cristianos, y, por tanto, de sentirse llamados por su nombre a
colaborar con Cristo en la causa del Reino, impulsa a emprender, en la propia
vida, un camino no sólo de preparación que lleva a conocer mejor a Jesús, sino
de experiencia de oración y de contemplación de la vida y de la conversión que
permite hablar a los hombres de Aquel que se ha encontrado. No podemos ni
debemos hablar de Jesucristo si no tenemos una experiencia personal con Él, si
no somos capaces de decir como San Juan en su Primera Epístola: “Lo que existía
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida -pues la
Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos
la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó -lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo” (1 Juan 1,1-3).
La vida cristiana,
y más aún la del sacerdote, debe ser un reflejo de la luz de Cristo, para que
su mensaje no sea un sinsentido de palabras huecas. Es esclarecedor lo que dice
el Papa Juan Pablo II en su Carta Apostólica Nuovo Millennio Ineunte: “Nuestro
testimonio sería insoportablemente pobre si no fuéramos los primeros
contempladores de su rostro. Y la contemplación del rostro de Cristo no puede
sino inspirarse en lo que la Sagrada Escritura nos dice de Él, que está, de
cabo a rabo, atravesada por su misterio, oscuramente señalado en el Antiguo
Testamento, plenamente revelado en el Nuevo, hasta el punto de que San Jerónimo
declara enérgicamente: ‘La ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de
Cristo mismo’. Permaneciendo anclados en la Escritura, nos abrimos a la acción
del Espíritu (cf. Jn 15,26), que está en el origen de esos escritos, y junto
con el testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron una
experiencia viva de Cristo, Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo oyeron
con sus oídos, lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1). Lo que nos llega a
través de ellos es una visión de fe, apoyada en un testimonio histórico
preciso: un testimonio veraz, que los Evangelios, incluso en su compleja
redacción y con una intención primordialmente catequética, nos entregan de
manera plenamente fiable” (NMI,nn.16-17).
Vivir todo el
misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la Pasión, Muerte, Resurrección
y la Ascensión gloriosa, tal como lo presentan los Evangelios, es una fuerte
exigencia para la vida de todo cristiano; es decir, caminar con la mirada fija
en el Señor, en el rostro encarnado de Cristo que es el fundamento y el centro
de la historia, Él es su sentido y su meta última. En efecto, por medio de Él,
Verbo e imagen del Padre, todo fue hecho (Jn 1,3; Col 1,15). Es Cristo en su
vida oculta con María y José en la pequeña aldea de Nazaret, en su ministerio
vivido junto a sus discípulos, en su obra salvadora concluida en la cruz, en la
resurrección y en el don del Espíritu Santo. Un misterio que hay que meditar y
profundizar cada vez más, y un mensaje que hay que asumir en la propia vida.
Movidos por esta fuerza evangélica y transformados por este encuentro, como los
discípulos que, habiendo visto y oído, no pudieron callar y se sintieron
impulsados a anunciar a Cristo al mundo entero, así también los apóstoles de
hoy, arraigados en la contemplación silenciosa y en la oración, meditando el
misterio de Cristo, fundamento absoluto y meta única de toda vida cristiana,
buscarán ser antes que hacer, contemplar y amar antes de anunciar a Cristo y su
Evangelio con fuerza y alegría.
En el encuentro
contemplativo, silencioso y orante con Cristo se desarrolla y madura el don de
la fe, que conduce al conocimiento más verdadero, unitivo y coherente del
misterio del Verbo hecho carne para habitar en medio de su pueblo. Sólo a
través de la fe, como dice el Papa Juan Pablo II, se puede llegar a Jesús y
contemplar su rostro, amarlo, adherirse a su misterio para participar en su misma
vida. El amor es el fundamento sobre el que se asienta la llamada a la santidad
y la labor evangelizadora del mundo. Pero el amor no puede crecer si no está
sostenido por la fuerza de la fe, un don que lleva al discípulo a la confianza,
al abandono en Dios y a la renuncia personal. Movido por la fe, el apóstol
aprende a no confiar en sí mismo y se deja guiar mansamente por el Espíritu
Santo, por la Palabra de Dios que ha escuchado y meditado, por la divina
Providencia. La fe se convierte en la fuente que alimenta y sostiene la llamada
a la santidad y a la evangelización, amplía la dimensión de la misión en el
deseo de abarcar todo el mundo, excluye las preferencias de las personas, lleva
a las obras, especialmente a la caridad y al compromiso misionero.
Pero “¿encontrará
el Hijo del Hombre, cuando venga, fe en la tierra?” (Lc 18,8). ¡Una cuestión
crucial y trágica! Desgraciadamente, es fácil que caigamos en la desconfianza,
en la incredulidad, que nos dejemos abrumar por las cosas materiales de este
mundo, por nuestras angustias, por nuestra seguridad, y que nos olvidemos de
Dios, de la oración, que es la manifestación segura de nuestra fe. Sin embargo,
la fe, un don del Padre, la gratitud del hombre, debe seguir creciendo, hacerse
más fuerte, llegar a ser como un árbol bien enraizado que no teme las tormentas
de la vida. Para ello, debe alimentarse de la palabra, el amor y la oración, es
más, como dice Bonhoeffer, “la lectura de la Palabra nos impulsa a la oración”.
Y la oración hace crecer en nosotros la fe y el amor por lo que más apreciamos:
Jesucristo.
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