Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
11-10-22
En varias Cartas
de San Pablo, hacia el final del texto, antes de los saludos y de la despedida,
el Apóstol consigna algunas breves indicaciones u órdenes. En la Primera Carta
a los Tesalonicenses encontramos un versículo que contiene sólo dos palabras:
«oren incesantemente» (adialeiptōs proseuchesthe, 1 Tes 5, 17). En otra Carta
aparece el mismo tema: se trata de perseverar con constancia, con toda constancia
(Ef 6,18) en la oración y en la súplica en todo tiempo, velando, con el
espíritu alerta. También en la Carta a los Romanos exhorta a insistir en la
oración (Rom 12, 12). Podemos pensar que, según la espiritualidad paulina, el
cristiano ha de encontrarse en una especie de cara a cara con Dios, bajo la
acción del Espíritu Santo, que inspira esta oración. Pero cómo puede ser esto,
¿cómo se compagina ese estado con la acción ordinaria, con las múltiples
ocupaciones de la vida?
La dificultad ha
sido abordada diversamente por los Padres de la Iglesia en sus sermones,
cartas, o en sus tratados «Sobre la oración» (Perí eujès). Por otra parte,
contamos con una instrucción directa de Jesús, que forma parte del Sermón de la
Montaña: orar en secreto, en el propio cuarto (Mt 6, 6), con la puerta cerrada,
a solas con el Padre, que ve en lo secreto, y sin palabrería (Mt 6, 7). En este
contexto Jesús transmite la fórmula por excelencia de la oración cristiana, el
Padrenuestro. Según el Evangelio de Lucas, la redacción del Padrenuestro es más
breve, y va precedida de la indicación: «cuando oren, digan…» (Lc 1, 2). La
perseverancia o insistencia en la oración es ilustrada mediante la parábola del
amigo importuno, que consigue lo que pretende gracias a esa molesta insistencia
(Lc. 11, 8).
Si la oración, de
acuerdo con la etimología (de os-oris, boca) es concebida sin más como vocal,
como rezo, el problema no tiene solución; es imposible que sea incesante, la
pausa sería necesaria para respirar en algún momento. La inteligencia se pone
en ejercicio, obviamente al orar, a no ser que la oración se produzca «en
lenguas», como un balbuceo que excluye el concepto y sólo conserva una atención
general a Dios. Aún así, es difícil sostener que pueda ser incesante, sine
intermissione (1 Tes 5,17).
San Agustín se
planteó agudamente el problema: ¿cómo es posible orar sin cesar? ¿Qué sentido
hemos de otorgar a la exhortación u orden del Apóstol? El Obispo de Hipona
trata ampliamente de la oración en su Carta a la matrona Proba; ese texto es su
Tratado sobre oración, en el que toma en cuenta el intento de Orígenes en su
Perí eujès. La respuesta implica un tránsito de la inteligencia a la voluntad,
del verbo al deseo. Corresponde, ante todo, afirmar que para Agustín la oración
no es una ocupación lateral, sino el ejercicio de lo esencial en la vida
cristiana. Lo continuo, lo incesante es el deseo, pero el contenido es la vida
teologal.
Oramos por la fe,
la esperanza y la caridad, sustancia de la relación del cristiano con Dios; no
sólo actos sino hábitos sobrenaturales que llenan el deseo del hombre, lo
continuo es el deseo, el deseo de Dios expresado con toda el alma mediante la
fe (conocimiento de amor), la esperanza (expectación del Cielo) y la caridad,
la agápē por la que se cumple el primer Mandamiento (benevolencia, amistad con
quien es el Creador y el Redentor). La fórmula agustiniana reza: fide, spe et
caritate, semper oramus, continuato desiderio; «por la fe, a la esperanza y la
caridad, con el deseo continuo, estamos orando siempre». El semper equivale al
adialeiptōs proseuchesthe de 1 Tes 5, 17. Vale también por la insistencia del
amigo importuno (Lc 11, 8); y por el otro término que expresa la Carta a los
Romanos 12, 12 el mismo sentimiento, la misma actitud que es persistir, proskarterountes.
La tradición
occidental destaca especialmente la centralidad del Padrenuestro. El discípulo
que pide ser instruido en la oración (enséñanos, didaxon, Lc. 11, 1) interviene
al contemplar a Jesús que ha terminado de hablar con el Padre y hace una pausa,
y alude a la enseñanza del Bautista a sus discípulos. En los dos casos, la
súplica a Jesús y el ejemplo de Juan, hay una referencia al discipulado. No me
parece arbitrario deducir que aprender a orar, enseñar a orar, constituye un
rasgo central del discipulado. Históricamente ha sido así en toda época, lo
cual nos permite identificar escuelas de oración. Y tal preocupación y
actividad valen para hoy, cuando la Iglesia se dispersa en ocupaciones
variadísimas, intentando satisfacer las necesidades del hombre en el mundo
complejo en que vivimos. ¡Que no descuide enseñar a la gente a orar, a
dirigirse a Dios! El Padrenuestro es introducido como la manera adecuada del
trato con quien ya sabe qué necesitamos (Mt. 6, 9), con el que da el Espíritu Santo
(Lc. 11, 13): «ustedes oren así» (Mt. 6, 9); «cuando oren, digan» (Lc. 11, 1).
Esta circunstancia explica que los tratados sobre la oración incluyan, por lo
general, un comentario al Padrenuestro.
La tradición
oriental también ha procurado resolver la cuestión de la oración incesante. Me
limito a la respuesta que se halla en los «Relatos de un peregrino ruso a su
padre espiritual». El peregrino lleva en su morral una Biblia, un ejemplar de
la Filocalia de los Padres Népticos, y un trozo de pan duro. Filocalia es «amor
a la Belleza», una colección de textos espirituales que señalan el camino para
el encuentro con Dios. La oración se pronuncia con los labios, pero el ideal
que se busca es que descienda al corazón. Es la oración que por su carácter
incesante acaba acompasándose a los latidos del corazón. Se la llama,
precisamente, oración del corazón. La fórmula es una especie de Kyrie eleison:
«Señor, ten piedad», que ha de repetirse con palabras hasta que sea posible
prescindir de ellas porque ya no se la necesita. Existe una versión más plena:
«Señor Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador». Destaco el valor
teológico de esta plegaria.
La primera parte,
la invocación del Nombre de Jesús, es un acto de fe en la Trinidad, y de
adoración de la misma; Jesucristo (Jesús Mesías) es el Hijo, el Verbo
Encarnado. La segunda parte, la súplica de perdón, implica la profesión de fe
en el misterio de la Redención. Jesús es quien perdona los pecados del mundo en
virtud de su sacrificio expiatorio. «Yo, pecador», declara quien ora; este
gesto de humildad equivale a ponerse totalmente en manos del Señor.
Sin exagerar, se
puede sostener que toda la revelación cristiana se resume en la «oración del
corazón». Encontramos en esta actualización de la oración incesante lo que
análogamente podemos reconocer en la repetición del Padrenuestro: «ustedes oren
así...» La difusión de este modo de hablar descoloca la complejidad, muchas
veces de sabor racionalista, que en los últimos siglos ha afectado a la espiritualidad
católica.
¿Cómo debe la
Iglesia hablar de Dios en la cultura actual? Antes del cómo está el hecho, la
necesidad de que la Iglesia Católica hable de Dios. En mi opinión no lo hace
-digamos, al menos- suficientemente. La abruma la preocupación por las penosas
situaciones que afligen a los hombres, esta preocupación la lleva a ocuparse
prioritariamente de estas cuestiones. ¿Quién hablará a los hombres de Dios y
del destino eterno que les aguarda? ¿Nuestros hermanos cristianos de las
Iglesias Evangélicas? Aquí, en la Argentina lo hacen, se hacen oír en los
medios de comunicación. No veo que sea esa una actividad en la que se empeñe el
clero católico, comenzando por el Episcopado.
Me permito
recurrir a un argumento simplista: habría que pensar que los graves problemas
personales, familiares y sociales podrían ser iluminados y orientados desde
Dios y la sabiduría expresada en la ley natural y los mandamientos de la Torá
hebrea; asumidos y profundizados por Jesús en el Sermón de la Montaña. Y no se
debe ignorar la necesidad de la gracia, no sólo para encaminarse a la salvación
eterna, sino para estar en condiciones de vivir de acuerdo con la auténtica
dignidad humana. En la Sagrada Escritura, concretamente en el Antiguo
Testamento (en los libros históricos, en las terribles críticas y amenazas de
los Profetas, en el ideal de vida personal y comunitaria propuestos en los
Libros Sapienciales) aparece bien claro que el alejamiento de Dios, y el olvido
de su primacía indiscutible, son la causa principal de la desorientación y el
extravío de los pueblos.
En su magnífica obra de Jesús de Nazaret,
Benedicto XVI ha escrito mejor que yo lo que he deseado explicar en los últimos
párrafos: «Sólo al partir de Dios se puede comprender al hombre, y sólo si él
vive en relación con Dios, su vida llega a ser justa. Pero Dios no es un lejano
desconocido... Si ser hombre significa esencialmente relación con Dios, es
claro entonces que el hablar con Dios y el escuchar a Dios forma parte de esa
relación».
El asunto que he
tratado no reduce su importancia y centralidad al lugar que ha de ocupar en la
doctrina ascética y mística, sino que resulta de máxima actualidad e interés
pastoral. Volver a introducir el problema de Dios en la cultura secularizada
que lo excluye, o le atribuye un mínimo valor individualístico. Basta una
referencia concreta acerca de la virtualidad pastoral y misionera de la
difusión del Padrenuestro. El hombre de hoy no es capaz de advertir
espontáneamente la riqueza y la consolación que se encierran en la apelación de
Padre, dirigida a Dios. En el orden humano, con la alteración de la estructura
natural de la familia, la experiencia del padre o ha desaparecido casi por
completo, o es manifiestamente insuficiente. Han de valorarse en este contexto,
como muy positivos, los «Rosarios de Hombres», que se vienen rezando en
distintas partes del mundo -como lo hicimos, por ejemplo, el último sábado 8,
en Buenos Aires, y en diversas ciudades del planeta-; y que tienen, entre sus
objetivos, el rescate de la figura del varón, y de la auténtica masculinidad. La
plena superación del ateísmo (sea este afirmado con énfasis militante, o
simplemente identificado con el olvido y la inadvertencia acerca de la
existencia del Creador) sólo queda asegurada cuando se reconoce a Dios como
Padre, y se aprende a llamarlo así.
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