santa Gianna
es la respuesta de Dios al ataque a la vida
Ermes Dovico
Brújula cotidiana,
04-10-2022
El 4 de octubre de
hace cien años, en la casa de campo de sus abuelos paternos, nació Gianna
Beretta (1922-1962), pediatra y madre casada con el ingeniero Pietro Molla y
canonizada por Juan Pablo II en 2004. Una canonización que fue el fruto natural
de una vida vivida en el ejercicio diario de las virtudes teologales (fe,
esperanza, caridad) y cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza)
hasta su entrega extrema, que es bastante conocida incluso fuera de la Iglesia:
ella, madre de tres hijos y con dos más en el cielo, habiendo descubierto un
fibroma en el útero, rechazó -con heroico abandono a la Providencia- tanto la
idea de abortar como la de someterse a un tratamiento que podría haber sido
perjudicial para la criatura que llevaba en su seno, Gianna Emanuela. La santa
sobrevivió a su hija tan sólo siete días, volviendo al Padre el 28 de abril del
1962, Sábado en Albis.
Con motivo del
centenario del nacimiento de santa Gianna, la Brújula Cotidiana entrevista a su
querida hija, Gianna Emanuela, que también nos ofrece una mirada íntima a la
santidad de vida de su padre, Pietro, fallecido a los 98 años en 2010.
Gianna Emanuela,
han pasado 100 años desde el nacimiento de tu madre y 60 desde su muerte, poco
después de darte a luz. ¿Qué significado le da a este tiempo, al recorrer la
historia de su madre y también la suya propia?
Al recordar la
historia de mi madre, y también la mía personal, encuentro una clara
confirmación de lo que mi padre, reflexionando sobre su larga vida, siempre me
decía: “¡La Divina Providencia tiene un plan muy concreto para cada uno de
nosotros! Si mamá se hubiera quedado aquí con nosotros habría seguido haciendo
el bien a su familia, a su vecino y a sus enfermos, pero el Señor quería que
mamá hiciera el bien a mucha, mucha más gente, en muchas partes del mundo”.
Realmente he
perdido la cuenta de todas las gracias recibidas en el mundo por su
intercesión. Con su vida y muerte cristianas ejemplares dio alabanza y gloria
al Señor; con su poderosa intercesión sigue dando gloria al Señor, y el Señor
da testimonio de su infinito amor por nosotros también a través de su
intercesión. Creo que mi santa madre, o mejor dicho, mis santos padres, son un
precioso regalo de Dios para todos y representan la respuesta de Nuestro Señor
al mundo de hoy, en el que el Sacramento del Matrimonio y la familia según el
plan divino son cada vez más atacados, al igual que la sacralidad de la vida
humana. Personalmente, he acogido con gran alegría y entusiasmo la nueva misión
que el Señor me ha encomendado, además de la de médico geriatra, de ser un
instrumento en sus santas manos para ayudar al prójimo promoviendo el
testimonio ejemplar de mis padres.
Cuando eras una
niña, ¿cómo te hablaban generalmente tus hermanos y familiares de ella? ¿Y cómo
fue crecer, dándote cuenta poco a poco, con los pasos dados por la Iglesia, de
que tenías una madre santa?
Cuando era
pequeña, todo el mundo me decía que mi madre estaba en el cielo, una realidad
difícil de entender para mí. Fue sobre todo mi padre quien me hablaba de ella
-puedo decir que pensaba en ella todos los días- y se las arregló muy bien para
mantener su recuerdo muy vivo y, sobre todo, para que fuera una criatura
“concreta” en esta tierra para mí, además protectora en el cielo. Lo hizo tan
bien que cuando falleció fue como si hubiera perdido a mi madre por segunda
vez.
Fue mi padre quien
me explicó (cuando crecí y pude comprender el extremo sacrificio de mi madre)
por qué tomó esa decisión, ayudándome a superar los sentimientos de culpa que
tenía hacia mis hermanos y también hacia ella desde que era una niña, y a
tranquilizarme. Para ella, me dijo, yo tenía el mismo derecho a la vida que mis
hermanos y hermanas ya nacidos, y sabía bien que sólo ella, en ese momento,
representaba el instrumento de la Divina Providencia para que yo viniera al
mundo. Con respecto a la educación y la crianza de mis hermanos confiaba
plenamente en la Providencia a través de él y de otros miembros de la familia.
La causa de
beatificación y canonización de mi madre supuso, especialmente para mí, mucho
sufrimiento. Hoy puedo decir que realmente no sé cómo agradecer al Señor por el
singular e inconmensurable regalo, como siempre lo llamaba mi padre, de
habernos “devuelto” una santa esposa y una santa madre para compartir con el
mundo entero. ¡Tener una madre proclamada “Santa” por la Iglesia es una gracia
de Dios realmente única! Es una inmensa alegría, un gran honor y también una
gran responsabilidad. Todas las mañanas, cuando me despierto y abro los ojos,
después de dar gracias por el don de la vida, rezo al Señor, a la Virgen María
y a San José para que me ayuden a ser lo menos indigna posible de mis santos
padres.
¿Qué puede
decirnos, desde tu experiencia como hija, sobre la relación “póstuma” de tu
padre con tu madre, es decir, cuando ella ya estaba en el cielo?
Unos meses después
del nacimiento de mamá en el cielo, mi padre escribió una larga carta a mi tío
Alberto, hermano de mamá y médico misionero capuchino en Brasil, al que tenía
mucho cariño. La carta termina con esta hermosa oración a mamá: “... Y tú,
Gianna, ayúdame día a día a llevar mi cruz, a cumplir, de manera heroica, la
voluntad del Señor. Obtén también para nuestros hijos y para mí la gracia
divina de hacernos santos. Haz que cada día nos acerque más a ti, y que cada
día subamos un peldaño de la escalera mística de Jacob, en cuya cima nos
esperas. Y haz que cuando el Señor nos llame a sí, nos encuentre dignos de
estar junto a ti, junto a ti para siempre. Y que así sea”.
He tenido la
gracia de vivir 48 años de mi vida con mi padre, y puedo atestiguar que mi
madre escuchó su oración: le ayudó, día a día, a llevar su cruz, y a cumplir de
manera heroica la voluntad del Señor; y cuando el Señor le llamó a su seno, fue
más que digno de vivir con ella para siempre. Por Su voluntad, mis padres sólo
vivieron juntos su vida matrimonial y familiar durante seis años y medio, luego
mamá voló al Cielo; durante los 48 años que papá vivió sin su presencia
visible, siguieron siendo un solo corazón y una sola alma, espiritualmente muy
unidos y en comunión: el verdadero amor, que es el que dura para siempre, es
realmente mucho más fuerte que la muerte.
Recuerdo que mi
padre rezaba mucho, y que no dejaba de dar gracias al Señor, por todo; me
llamaba la atención que, aunque había sufrido muchísimo en su larga vida -baste
pensar que sólo dos años después de la muerte de su querida esposa, perdió
también a su Mariolina, mi hermana mayor, cuando aún era pequeña-, siempre me
decía: “La eternidad no me bastará para agradecer al Señor todas las gracias
que me ha concedido en mi larga vida”, refiriéndose, en particular, a haber podido
asistir, a los 92 años, a la proclamación de mi madre como “Santa” por san Juan
Pablo II en la Plaza de San Pedro de Roma el 16 de mayo de 2004. Ha sido la
primera vez en la historia de la Iglesia que un marido ha estado presente en la
canonización de su propia esposa.
Nuestro Señor nos
ha dado la salvación a través de la Cruz, que todavía hoy es tan rechazada por
el mundo. ¿Qué nos enseñan tus padres sobre el camino de la Cruz?
La vida de mis
santos padres nos enseña que el camino de la Cruz es ciertamente el camino
correcto que debemos seguir, para que un día podamos disfrutar de la alegría
del Paraíso, de la alegría de la visión de Dios para siempre. El camino de la
Cruz, estrechamente unido e inseparable del camino de la Resurrección, como lo
testimonió e indicó nuestro Señor Jesús, es humanamente el más incómodo y el
más difícil; sin embargo, creo que es el único que nos permite dar un sentido
pleno y completo a nuestra vida. Supone, como bien nos ha enseñado nuestra
Madre Celestial, nuestro “Sí” incondicional y continuo a la voluntad del Padre,
la aceptación humilde de su santa voluntad, siempre y en todo caso, aunque no
la entendamos.
La vida de mis
santos padres nos enseña que el camino de la Cruz es ciertamente también “el
camino de la alegría”, la más verdadera y profunda, el preludio de esa alegría,
aún mayor y más profunda, de poder disfrutar un día de la visión del Señor para
siempre... Y tener al Señor en el corazón, hacer su santa voluntad, ver todo lo
que nos sucede a la luz de la fe, nos lleva, mientras recorremos el camino de
la Cruz, a la alegría, y a sentir el deber de agradecer, y continuamente, a
nuestro Señor, por todo, por cada respiro -como me enseñó papá-, por cada don
que nos hace... incluso el del sufrimiento.
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