Padre
Ricardo B. Mazza.
La figura del profeta Jeremías en la soledad del desierto
no es más que una imagen de la suerte de todo aquél que asuma el desafío de ser
la voz del Señor en medio de una sociedad cada vez más hostil a la Palabra de
Dios. Elegido por Dios antes de ser engendrado en el vientre de su madre
(Jer.1, 4-5.17-19), Jeremías es enviado a profetizar al reino de Judá en su
Nombre, sin ser escuchado por un pueblo cómodo en su bienestar económico y
despreocupado de su vida religiosa.
No es el éxito de su misión lo que lo ha de entusiasmar,
sino realizar lo que se le encomendó,
sin miedo a las persecuciones que han de sobrevenir, sino sólo apoyado en la
gracia y fuerza de quien lo envía, ya
que es la intimidad con Dios la que le permite sobrevivir en medio de las asechanzas e indiferencias.
Por lo tanto, Jeremías no ha de esperar una vida fácil,
sino todo lo contrario, terminando sus días en Egipto, víctima de sus enemigos.
¿Qué lo lleva al profeta a padecer tanto en esta vida
terrenal por la causa de Dios y de sus hermanos? Por cierto que el amor que
brota de la cercanía con su Dios y la misión de salvar a muchos del pecado para
llevarlos a Él.
Precisamente en la liturgia de este domingo se
caracteriza la unión del profeta con el Señor y de su amor consecuente, en
palabras del salmista (70, 1-4ª.5-6ab.15ab.17): “yo me refugio en ti, Señor,..Sé para mí una roca protectora, Tú que
decidiste venir siempre en mi ayuda, porque Tú eres mi Roca y mi fortaleza,
¡Líbrame, Dios mío, de las manos del impío!”.
Aún cumpliendo su misión, no se verá libre del abandono
aparente de su Señor, siendo su sacrificio un anticipo del desánimo que sufrirá
Jesús, el Mesías, cuando concluya su misión con la muerte en cruz.
Jesús también será rechazado en el transcurso de su
misión entre los hombres (Lc. 4, 21-30), siendo el mismo más doloroso cuando
tiene origen en sus propios compatriotas, los nazaretanos, que lo llevan a
exclamar “que ningún profeta es bien
recibido en su tierra”, siéndole por ello imposible realizar milagro
alguno como en Cafarnaúm.
Releyendo y meditando el evangelio nos encontramos
continuamente con que Jesús despierta reacciones encontradas en el trascurso de
su misión redentora entre nosotros, incluso hasta entre sus seguidores más
cercanos, los apóstoles, que dudan ir
tras sus pasos, por ejemplo, después de su enseñanza considerada durísima
cuando el discurso sobre el pan de vida (Juan cap 6).
No resulta sencillo comprender las exigencias del
seguimiento del Señor y la vivencia de sus enseñanzas a los pobres mortales que
somos nosotros.
Estamos tan
arraigados a lo mundano por nuestra condición de creaturas y por nuestro
enclave en lo terrenal desde los orígenes, que si bien el espíritu se orienta
hacia lo eterno que puede saciarlo, siente el tironeo hacia lo tangible que es
propio del cuerpo al que estamos sujetos.
A pesar de ello, también nosotros estamos convocados por
el bautismo a realizar plenamente la misión de profetas, con las
características de quienes lo fueron en el
Antiguo Testamento y participando de la misión de Cristo profeta.
Los tiempos que nos tocan vivir son tan difíciles como
los de la historia de la salvación toda, despreciados o ignorados por quienes
en nuestros días prescinden de Jesús en sus vidas, ya que la han colmado de
frivolidades.
Hablar de Cristo hasta resulta extraño para un mundo que
se ha fabricado uno a su medida, ya que
no pocos se arrogan autoridad para entender lo que Él piensa o espera de
nuestra vida cotidiana.
¡Qué decir de la necesidad de predicar la conversión de
vida y la asunción de nuevas actitudes! ¡Si ya no existe el pecado para muchos,
este lenguaje resulta más que anacrónico!
No obstante todos los inconvenientes existentes, deben
prevalecer respecto a Dios el honrarlo de todo corazón, y en relación al
prójimo el amarlo con amor verdadero,
según pedíamos en la primera oración del este domingo.
En este encuadre resulta propicio recordar que san Pablo
nos señala la importancia y superioridad de la caridad (I Cor. 12, 31-13,13) en
su doble faceta de amor a Dios y al prójimo.
Por ser el don más perfecto ya que permanece en la vida
eterna, el amor a Dios existe por encima de cualquier otro amor, por
encontrarse en Él el origen de donde venimos a este mundo y la meta a la que
nos dirigimos con fervor.
El amor al prójimo implica, a su vez, procurar el bien
del otro, que es siempre en primer lugar el del espíritu, es decir, el que cada
uno pueda estar unido a su Dios y Señor, a pesar de las vicisitudes de la
existencia humana.
Predicar el amor de Dios para con la humanidad toda y
cada uno, es por tanto, el mejor servicio que podemos ofrecer como profetas de
este siglo en el que vivimos, esperando alcanzar el mayor número de nuevos
seguidores de Cristo para seguir echando las redes de la salvación humana.
Queridos hermanos, confiando en el Señor que nos dice “Ellos combatirán contra ti, pero no te
derrotarán, porque Yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1,19), vayamos
confiadamente al encuentro de la sociedad en la que estamos insertos para hacer
presente a Jesús y la Buena Nueva que trae al mundo, a pesar que hace ya tiempo
lo ha olvidado por seguir otros dioses.
Padre
Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en
Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el cuarto domingo durante el
año, ciclo “C”, 31 de enero de 2016. http://ricardomazza.blogspot.com;
ribamazza@gmail.com.-
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