martes, 23 de febrero de 2016

La misericordia de Dios y la nuestra


Instrucción Pastoral de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, con motivo del Jubileo Extraordinario de la Misericordia 

Aica, 23-2-16

A los sacerdotes, a las personas consagradas y a todos los fieles de la arquidiócesis: 

Estamos viviendo ya el Año Santo de la Misericordia. Notemos que el tiempo en sus medidas humanas transcurre velozmente, y no debemos dejar que esta ocasión de gracia pase a nuestro lado sin que nos interpele y afecte en profundidad, y que por lo tanto, si esa desgracia ocurre, perdamos los frutos que el Señor nos ofrece por mediación de su Iglesia. El Santo Padre Francisco ha publicado el 11 de Abril de 2015, Domingo de la Divina Misericordia, la bula Misericordiae vultus, que es una proclamación de la centralidad de la misericordia en la Revelación bíblica y en la tradición, vida y ministerio de la Iglesia. Creo que en otras intervenciones mías he empleado el título que encabeza esta comunicación que les dirijo. Lo retomo porque resume el contenido del escrito papal y tiene un lejano antecedente en un sermón de san Cesáreo de Arlés quien, a comienzos del siglo VI, distinguía una misericordia natural y terrena, la nuestra, de otra celestial y divina, el premio que el Señor reserva en el cielo a los misericordiosos. 

La finalidad principal de la publicación del documento pontificio ha sido justificar la indicción del Jubileo Extraordinario que concluirá el próximo domingo 20 de noviembre, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. El texto papal no pretende proponer una teología completa de la misericordia. El mismo pontífice se remite a “la gran enseñanza que San Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba” (Misericordiae vultus, 11). Aquello sí que fue en cierto modo novedoso, en especial porque continuaba y completaba la orientación inicial del pontificado del Papa Wojtyla, expresada en la encíclica Redemptor hominis. En el primer párrafo de Dives in misericordia se dice: “Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia, cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús”. Además, Juan Pablo II abordó el tema en el motu propio Misericordia Dei, sobre la penitencia, y en la Exhortación Apostólica Postsinodal Reconciliatio et Paenitentia. Se pueden acopiar asimismo numerosas intervenciones de Benedicto XVI y leer, por ejemplo, en su libro Jesús de Nazaret (I,7) la explicación de las parábolas de Jesús; las que eligió el autor son, precisamente, parábolas que pueden llamarse “de misericordia”. 

En los Salmos, que constituyen un elemento fundamental de la oración litúrgica de la Iglesia, se manifiesta reiteradamente la apelación del creyente a la misericordia divina, objeto asimismo de admiración y alabanza. Solo puedo evocar aquí algunos ejemplos, pero en la recitación diaria de la Liturgia de las Horas tenemos la oportunidad reiterada de detenernos largamente en la contemplación de la misericordia divina, que como dirá en su Magnificat la Virgen Santísima, “se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen.”(Lc. 1,50). 

En primer lugar corresponde citar la intensa súplica del pecador arrepentido, el salmo 50, Miserere. Este inicio latino, bien conocido, traduce el termino hebreo janneni; en la versión griega de la Biblia se dice eléeson me, de donde procede el Kyrie eleison de la liturgia latina. Otros salmos, como el 55 y el 56 comienzan igual: ¡ten piedad de mí, Señor! En la Bula Misericordiae vultus el número 7 está dedicado a comentar el salmo 135 (136 en la numeración hebrea), o mejor dicho, el estribillo repetido incesantemente mientras se evocan episodios centrales de la historia de la salvación: “porque es eterna su misericordia”. Misericordia o amor, piedad, benignidad, gracia: es un término principal en la revelación del Antiguo Testamento, jésed (en griego éleos); tiene asimismo un valor legal en referencia a la Alianza. Se puede añadir que también se emplea con frecuencia jen, que significa igualmente gracia, favor; de Dios se dice que es jannún, clemente, misericordioso. Otro nombre de la misericordia, muy expresivo, es rajamím, que viene de réjem, el seno materno; son las entrañas: Dios, nuestro Padre, tiene entrañas maternales de misericordia. Este sustantivo es traducido en la Biblia griega de los LXX y pasa al Nuevo Testamento: suena splánjna. 

Volviendo al salmo 135 corresponde notar que la misericordia que Dios dispensa a su pueblo incluye el castigo de los enemigos: hirió a los primogénitos de Egipto, hundió en el mar Rojo al Faraón con sus tropas, dio muerte a los reyes Sijón y Og para entregar sus territorios al pueblo de Israel. En otro Salmo, el 77, se ofrece una meditación más sobre la historia del pueblo elegido; se alternan en ella los dones y las reprensiones, porque también la infidelidad del pueblo es reiteradamente castigada. 

El ejercicio de la condescendencia divina está ligado al reconocimiento del pecado, el arrepentimiento y a la consiguiente suplica del perdón. Pero la amplitud de la misericordia es incomprensible; en términos muy humanos se dice: “el Señor que es compasivo los perdonaba en lugar de exterminarlos, una y otra vez reprimió su enojo y no dio rienda suelta a su furor; sabía que eran simples mortales, un soplo que pasa y ya no vuelve” (Salmo 77, 38-39). Una síntesis de la piedad creyente que se manifiesta en el Salterio, canta: “¡Qué grande es tu bondad, Señor! Tú la reservas para tus fieles; y la brindas a los que se refugian en ti, en la presencia de todos” (Salmo 30, 20). 

El documento pontificio, en los números 20-22 aborda un problema teológico central: la relación entre justicia y misericordia. Escribe el Papa que “no son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (Misericordiae vultus, 20) La relación entre misericordia y justicia vacila en el Antiguo Testamento; es dialéctica. Pudimos apreciarlo en las citas de los salmos que hemos empleado; sin embargo, se percibe un intento de solución. Por ejemplo, en el salmo 35, poema en el que se confrontan la maldad del pecador y la bondad de Dios, leemos: "Tu misericordia, Señor, llega hasta el cielo, tu fidelidad hasta las nubes. Tu justicia es como las altas montañas, tus juicios como un océano inmenso" (6 -7). 

También al comienzo del Salmo 91 las leyes del paralelismo sugieren identificar el amor, la misericordia, con la fidelidad de Dios (91, 3). Digamos de paso que existe una lectura cristiana del Salterio; es Cristo quien habla en ellos, y todos ellos hablan de él. San Agustín lo comprendió y lo explicó maravillosamente en sus Enarraciones. En las colecciones proféticas de la Sagrada Escritura abundan las amenazas y exhortaciones, las críticas contra la exterioridad del culto y la falsa seguridad del pueblo, el anuncio de los inminentes castigos y las promesas de la prosperidad y la dicha que aguardan a quienes se arrepienten y abandonan el camino errado. La justicia y la misericordia se remiten, una y otra, a la fidelidad de Dios. 

Dios es el Dios fiel, idéntico a sí mismo; podríamos decir, casi tautológicamente, que es misericordioso porque es justo, y es justo porque es misericordioso. Porque inclina su corazón a nuestras miserias humanas nos aplica su justicia para que las reconozcamos y recurramos a él para recibir su generoso perdón. 

En el Nuevo Testamento se revela la superación de la dialéctica entre justicia y misericordia. La teología paulina elaborada en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas expresa que el proceso de la justificación del pecador, por el cual se alcanza la verdadera justicia de Dios y ante Dios, equivale a la recepción de la gracia. Es Dios quien justifica al pecador en virtud de la sangre de Cristo. La historia de la salvación culmina en la Encarnación y la Pascua del Hijo de Dios, acontecimientos en los que se manifiesta la gracia del perdón de los pecados, a la que pueden acceder quienes se arrepienten, mediante la fe en Cristo y el bautismo cristiano, vía de ingreso en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios. 

La ley vieja, mal interpretada y corrompida por los fariseos, se cumple en la Ley Nueva, ley de la gracia, de la vida en Cristo, con exigencias más dulces, fuertes y totales, fuente de gozo y novedad definitiva. Los desarrollos teológicos ofrecidos por el apóstol Pablo interpretan los dichos y hechos de Jesús registrados en los Evangelios: la curación de los enfermos del cuerpo y del alma, el acercamiento a los pecadores y excluidos, la manifestación en el Hijo de la misericordia del Padre. Francisco lo resume así: "esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo" (Misericordiae Vultus, 21). 

En el párrafo 6 de Misericordiae Vultus el Papa cita una expresión exacta y bella de Santo Tomás de Aquino: "es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia" (Suma Teológica II-II, q. 30, a.4). En la primera parte de su magna obra, el Aquinate estudia la relación en Dios de la justicia y la misericordia (Suma Teológica I, q. 21, a.1-4). Me parece oportuno ofrecer aquí los resultados de ese estudio, que recoge la rica tradición de los Padres de la Iglesia y la sistematiza con claridad. 

La justicia de Dios no es el tipo de justicia que se llama conmutativa (yo te doy y tú me das; una especie de intercambio); es justicia distributiva, la propia de quien gobierna con sabiduría y así instituye el orden en las cosas otorgando a cada uno lo que le corresponde; se puede llamar Verdad. Así estamos cerca de comprender qué significa la misericordia, que aparta la miseria aportando la perfección. Los dones de Dios manifiestan su bondad, su justicia, su liberalidad o generosidad; la cualidad propia de la misericordia, superación de la miseria, es que expulsa de la creatura todo defecto. 

El gran Doctor de la Iglesia hace notar que en todas las obras de Dios aparecen la misericordia y la justicia, pero desliza una advertencia importantísima: la obra de la justicia divina presupone la obra de la misericordia (I, 24, 4). ¿Dios le debe algo a la creatura? La pregunta tiene sentido si se toman en cuenta los reclamos de tantos fieles impertinentes, y aun de no creyentes. Tomás responde que le debe lo que le corresponde según su naturaleza, pero que también eso se funda en el don anterior de la bondad divina. 

En toda obra de Dios la raíz primera es la misericordia. Ahora bien, la misericordia no deroga la justicia, sino que es una cierta plenitud de la justicia (I, q. 21, a. 3 ad 2). Estos datos no son abstracciones, sino pautas para acercarnos a la contemplación del misterio de Dios, contemplación que equivale a la comprensión que podemos alcanzar y que puede y debe crecer en intensidad de inteligencia y de amor durante este Año Jubilar. Son temas para la predicación, la catequesis, y para un fervoroso diálogo en los encuentros habituales de nuestras instituciones y movimientos eclesiales. De aquella contemplación brota la admiración y la alabanza, y así se robustece la fe. 

La inclinación del corazón misericordioso de Dios sobre nuestras miserias y el consiguiente perdón de nuestros pecados exige una réplica de nuestra parte respecto de nuestros hermanos; no sólo el perdón de las ofensas que hayamos recibido, sino la comprensión y la ayuda que podemos prestar a tantos necesitados del cuerpo y del alma que viven y sufren junto a nosotros. En realidad, la necesaria inseparabilidad entre la misericordia que recibimos y la que damos es una cualidad indispensable del discipulado cristiano, y de tal modo lo comprendió de inmediato la Iglesia a partir de las bienaventuranzas evangélicas y de la enseñanza de Jesús y de los apóstoles. Felices los misericordiosos porque obtendrán misericordia (Mt. 5,7). Pero este Año Jubilar tiene que sacudir nuestra modorra espiritual y devolvernos la comprensión y la conciencia alerta acerca de lo que es esencial en la vida cristiana. ¿Qué lugar ocupa en ella la misericordia? 

Volvamos a Tomás de Aquino, que intenta ubicarla en el conjunto, en el organismo de las virtudes cristianas (cf. Suma Teológica II-II, q. 30). La miseria sobre la cual se inclina compasiva nuestra misericordia es un mal; sentimos en nuestro corazón la desgracia ajena, nos inclinamos sobre ella con la intención de ayudar, para remediar –si podemos- los males que contrarían su felicidad. Pero ¿por qué apiadarnos del otro? La razón es siempre el defecto que aquel sufre: consideramos como nuestro ese defecto, esa carencia, porque el amor nos une a él, a aquel del cual nos compadecemos. Podría filtrarse una razón menos desinteresada: entrevemos que a nosotros nos puede pasar lo mismo. Así somos los humanos. La situación desgraciada de alguien, el drama de otro, nos afecta, provoca en nosotros una conmoción sensible (¡gente insensible no falta!, por supuesto); es un signo de exquisita humanidad que nos suceda eso, que nos “toque” sensiblemente el mal ajeno; pero ese dolor debe ser asumido personalmente, pensado y querido: entonces la misericordia es una virtud. 

Actualmente el nombre de virtud no circula –como tampoco el de pecado- se habla más bien de valores: aun la gente no virtuosa y hasta los caraduras se hacen lenguas en el elogio de los valores; sería deseable volver las cosas a su punto, sin desconocer la importancia que en el siglo XX ha tenido una filosofía de los valores. Valga este desvío para plantear, como lo hace Santo Tomás, el orden de las virtudes cristianas. Considerada en sí misma, la misericordia es la máxima de las virtudes, porque es lo propio de Dios, signo –como hemos dicho- de su omnipotencia (cf. Misericordie vultus, 6); sin embargo, en el sujeto, en la persona cristiana, es mayor la caridad, en cuanto unión con Dios. No obstante –insiste el Aquinate– entre todas las virtudes que se refieren al prójimo, la más importante es la misericordia. 

Valga –lo reitero- esta disquisición como auxilio para examinarnos y conocernos mejor, para intentar ser misericordiosos como el Padre, según el lema del presente Año Santo. Una última cita puede resultar oportuna. En su In Mattaeum, cuando comenta, en el capítulo quinto, la bienaventuranza de los misericordiosos, Santo Tomás se descuelga con esta sólida verdad: “la justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución”. 

Veamos ahora a quienes, concretamente, ha de aplicarse –por decirlo así- nuestra misericordia. El Santo Padre se ha referido, en varias ocasiones, a las periferias, las geográficas y las existenciales. La llegada a ellas debe ser asumida como una finalidad del Año Jubilar, pero no para abandonarla luego, sino para que permanezca como una prioridad pastoral, en nuestro caso, de la arquidiócesis: llegar a todos con el mensaje del Evangelio y la invitación de incorporarse activamente a la Iglesia. Nuevos barrios, caseríos o asentamientos van acrecentando la población de nuestras parroquias y capillas. Una de las características de nuestro pueblo, de los argentinos y de los inmigrantes de países vecinos, es que todavía, en gran medida bautiza a sus hijos. De nosotros, especialmente de los sacerdotes, depende ofrecer los medios necesarios para la educación de padres e hijos en la fe y la inserción plena en la comunidad cristiana. Todo comienza con el primer acercamiento para la inscripción, que no puede ser un trámite administrativo, burocrático, sino un verdadero encuentro pastoral. No basta un cartelito que anuncie los horarios –en general muy reducidos- de atención de la secretaría parroquial. ¡Se trata de incorporar nuevos miembros a la Iglesia, nada menos! Habrá que vencer atavismos y superar malas costumbres que la gente lleva incorporadas; debemos ocuparnos de ello con toda diligencia y caridad. 

También los clérigos – ¡faltaría más!- podemos acumular malas costumbres. Este es un caso pastoral en el que debe brillar, con resplandores de alegría, la misericordia. Algo análogo se puede decir de la catequesis para completar la iniciación bautismal, tema sobre el que muy pronto publicaré una Instrucción Pastoral. 

Corresponde dar gracias a Dios y a quienes tan generosamente se han entregado al trabajo, por el creciente impulso misionero que se registra en nuestra arquidiócesis y sobre todo por el que compromete a centenares de jóvenes que con alegría se suman a los movimientos de formación y apostolado. ¡Gracias al Señor y a todos los que conducen esas iniciativas o participan de ellas! Ese caudal puede incrementarse; cada uno de nosotros tiene que pensar cómo ha de contribuir a ello, comenzando por el compromiso de una frecuente oración. 

Periferias existenciales puede designar diversos ambientes hasta ahora descuidados por nosotros o reacios a admitir la presencia católica, pero que van cediendo espacio a la propuesta respetuosa y a la escucha del mensaje evangélico, del nombre de Jesús. Se puede aplicar también esa descripción o calificación a situaciones humanas igualmente diversas y a la de aquellos que no están en condiciones de recibir la absolución en el sacramento de la Penitencia. Si aplicáramos a estos casos el lenguaje “tradicional” diríamos: a quienes viven en pecado. Por delicadeza no aplicamos el calificativo de pecadores –aunque nosotros mismos nos reconocemos tales, y lo hacemos públicamente en los ritos penitenciales de la liturgia- ya que ese uso pareciera discriminar y estigmatizar. 

Es verdad, por otra parte, que no tenemos la facultad de leer la conciencia ajena. Sin embargo, las situaciones objetivas de pecado han sido siempre identificadas como tales en la predicación cristiana, siguiendo el ejemplo de Jesús. Siempre resulta problemático reconocerse pecador, y más todavía en la actualidad, cuando la cultura vigente con su poderosa influencia parece vetarlo. Se trata de un problema cultural y espiritual del mundo moderno. En su Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia san Juan Pablo II asume y comenta una frase de aquel gran pontífice que fue Pío XII, pronunciada en 1946: “el pecado del siglo –obviamente se refería al vigésimo– es la pérdida del sentido de pecado”. El juicio vale, agravado si cabe, para nuestro siglo XXI. 

Recordemos la algarabía de algunos conocidos periodistas cuando Francisco publicó nuevas normas para los procesos de nulidad matrimonial: “¡Ahora la Iglesia va por la segunda vuelta!” exclamaron, confundiendo la declaración de la nulidad con el divorcio. Y ya que estamos en el tema, algo semejante ocurre con la admisión a la comunión eucarística de los divorciados que han pasado a una segunda unión, situación ya esclarecida por la moral tradicional, que indicaba discretamente las condiciones en que podía darse. Ahora se plantean las cosas como si se tratara de la reconquista de un derecho humano. Quienes así lo hacen ignoran qué es la eucaristía, la enseñanza de Jesús expuesta en los tres Evangelios sinópticos acerca del adulterio y la constante disciplina de la Iglesia. 

A los sacerdotes no les está permitido hacer su parecer y violar esas disposiciones, so pretexto de ejercer misericordia; recordemos la sentencia tomista sobre la “disolución”. El Año Jubilar exige de ellos una mayor disponibilidad para el ministerio de la reconciliación, que incluye la predicación y la enseñanza para esclarecer las condiciones necesarias para recibir la absolución sacramental. 
En la Iglesia Platense constituye una riqueza pastoral el Movimiento Camino a Nazaret, que reúne a parejas que no pueden celebrar el sacramento del matrimonio, pero procuran crecer en la fe y en la caridad, se ejercitan en la oración y aguardan con esperanza la hora de la gracia. Les estoy muy cercano con mi afecto y mí oración. 

Las periferias existenciales son múltiples: la esclavitud de la droga y otras adicciones, la violencia doméstica, el maltrato de la mujer, los descuidos y orfandad de los niños, la indiferencia de los bienestantes y los ricachones ante las necesidades de los pobres, la delincuencia convertida en profesión; ¡Tantas otras! Son pecados personales y situaciones de pecado. ¿Cómo podemos hacerles llegar a todos el anuncio del amor misericordioso de Dios, que cancela la culpa de quienes se arrepienten y abre el camino a una vida nueva? Siempre podemos hacer algo por alguien, ayuda material y cercanía consoladora, y por todos ofrecer al Señor una oración abarcadora y fervorosa. Recordemos y dejémonos interpelar por este pasaje tan realista del Deuteronomio: “Es verdad que nunca faltarán pobres en tu país. Por eso yo te ordeno: abre generosamente tu mano al pobre, al hermano indigente que vive en tu tierra.” (Dt. 15, 11) 

La presencia cristiana -palabra y acción- transformó al antiguo mundo pagano y forjó una cristiandad. ¿No tenemos nada que ver los católicos con el despiste de la Argentina y sus reiterados fracasos? Una dificultad suplementaria agrava nuestra tarea: hoy vivimos en un mundo en el que abundan los paganos bautizados. Este hecho, que ha de ser reconocido serenamente, reclama ingenio, creatividad pastoral, y acrecienta nuestra responsabilidad. 

El Año Jubilar es una ofrenda gozosa de gracia para los miembros de las diversas comunidades que constituyen la Iglesia Platense. En este momento pienso en todos ustedes, hermanos e hijos muy queridos. A nosotros -para ustedes y para mí con ustedes- incumbe particularmente la finalidad penitencial de este Año Santo. Ya he explicado en mi mensaje de Cuaresma que penitencial se refiere a la metánoia, a la conversión, que significa en nuestro caso abrazar con sinceridad la vocación cristiana a la perfección de la caridad entregándonos a la práctica de las obras corporales y espirituales de la misericordia. He aquí a continuación una sugerencia para poner advertencia y empeño en nuestras actitudes cotidianas. 

En su discurso a los miembros de la Curia Romana pronunciado el 21 de diciembre pasado, Francisco presentó un acróstico de la misericordia: cada letra de esta palabra le inspiró el nombre de un modo de ser y de comportarse del cristiano en relación con los demás; en realidad se trata de un par en casa caso, manifestaciones concretas de misericordia. Algunos de los nombres empleados llaman la atención, y el Papa mismo declara su afición por los neologismos. Varias de las cualidades elencadas son actitudes básicamente humanas y el orden en que se las presenta no determina la jerarquía entre ellas. Va una glosa del acróstico, que puede servir como examen de conciencia y como estímulo. Misionalidad y pastoralidad: seguimos al Buen Pastor que cuida de sus ovejas y da la vida por ellas, de allí que “todo bautizado es misionero de la Buena Noticia ante todo con su vida, su trabajo y con su gozoso y convencido testimonio”. Idoneidad y sagacidad: representan la respuesta humana a la gracia divina e implican adquirir la preparación necesaria para cumplir las propias tareas con inteligencia e intuición. 

Espiritualidad y humanidad (en italiano comienza con S, spiritualità): lo primero es la columna vertebral de cualquier servicio en la Iglesia y en la vida cristiana; la humanidad equivale a mostrar ternura, familiaridad y cortesía con todos. 

Ejemplaridad y fidelidad: si perseveramos en nuestra fidelidad al Señor nos vamos haciendo humildemente ejemplares; cuidemos no ser para nadie ocasión de escándalo. 

Racionalidad y amabilidad: se equilibran y condicionan mutuamente en la personalidad; las dos son necesarias para armonizar la organización y la espontaneidad. Inocuidad y determinación: ser cautos en el juicio y evitar la precipitación; “actuar con voluntad decidida, visión clara y obediencia a Dios”. 

Caridad y Verdad: no ser manga ancha ni juez obsesivo e ideólogo (hay una referencia a Efesios 4, 15). 

Honestidad y madurez (en italiano sin H, onestà): rectitud, coherencia, sinceridad con nosotros y con Dios; la madurez se va obteniendo mediante un desarrollo armonioso de nuestras potencialidades físicas, psicológicas y espirituales. 

Respetuosidad y humildad: se refiere al trato delicado y noble con las personas y en las tareas que tenemos a cargo; la humildad resulta clave: no darnos importancia y estar convencidos de que nada podemos sin la gracia de Dios. 

Dadivosidad y atención: ser amplios en el dar, porque cuanto más damos más recibimos; la atención nos permite darnos cuenta de los detalles, advertir quiénes están a nuestro lado y qué necesidades los afligen. Impavidez y prontitud: “no dejarse intimidar por las dificultades”; “saber actuar con libertad y agilidad”. 

Atendibilidad y sobriedad: es atendible aquel que merece confianza porque es serio, fiable; sobriedad equivale a prudencia, sencillez, equilibrio, moderación; eso nos permite “mirar el mundo con los ojos de Dios”. 

Para concluir deseo decir unas palabras sobre la peregrinación y sobre las indulgencias. Un signo bello y expresivo de búsqueda de la misericordia del Señor en este Año Jubilar es la peregrinación. Se trata de un gesto característico y tradicional: marchar hacia aquellos lugares santificados por la presencia del Hijo de Dios hecho hombre – la Tierra Santa por excelencia – o a la ciudad en la que Pedro implantó su cátedra, o a los sitios donde María Santísima se ha manifestado –como Lourdes y Fátima– enriquecidos, además, con la gracia de la indulgencia. Este Año Santo la tenemos generalizada y cercana. Para favorecer la peregrinación tanto individual como comunitaria, hemos designado iglesias en diversas zonas del territorio arquidiocesano en las cuales la Puerta Santa aguarda el paso de los fieles en el presente Jubileo. Ruego a los párrocos, encargados de capillas y capellanes de colegios preparar las peregrinaciones de sus respectivas comunidades y encarecer la participación de todos. Asimismo, espero que las grandes ocasiones anuales de encuentro eclesial, por ejemplo la Misa Crismal, Corpus Christi y la peregrinación arquidiocesana a Luján sean momentos singularísimos y multitudinarios para expresar nuestra alegría de pertenecer a la Iglesia y para implorar la misericordia del Señor sobre todo el pueblo argentino. 

El poder de la misericordia divina actúa expresivamente en el don de la indulgencia. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel cristiano, en determinadas condiciones, obtiene para sí mismo o para los difuntos mediante el ministerio de la Iglesia, la cual, como dispensadora de la redención, distribuye el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos” (n.312). 

Merced al don de la indulgencia superamos las consecuencias de nuestros pecados; el hecho de haber pecado nos carga con un peso negativo, con una necesidad de purificación integral que podemos ir satisfaciendo mediante la aceptación paciente, inspirada por un crecido amor, de las penalidades de la vida, ofrecidas libremente a Dios en unión con el sacrificio redentor de su Hijo. Si aquella situación no es cancelada plenamente en esta vida –sin no alcanzamos la perfección del amor, la estatura de la santidad– nos aguarda, según la fe católica, una misteriosa purificación ultraterrena: es lo que se llama el purgatorio. La gracia de la indulgencia, en la comunión de los santos que es la Iglesia, nos regala esa liberación de las penas merecidas por nuestros pecados. El Papa Francisco nos recuerda que los santos y beatos vienen en ayuda de nuestra fragilidad para que mediante la indulgencia “el perdón sea extendido hasta las extremas consecuencias a las que llega el amor de Dios” (Misericordiae vultus, 22). Esta gracia supone como condición haber recibido la absolución en el sacramento de la Penitencia. 

En este Año Jubilar se añade como un don, como un signo de la bondad de Dios, mediante la peregrinación a alguna de las iglesias indulgenciadas, la oración en ellas y el ofrecimiento al Señor de un obra de misericordia. ¡Tantos pobres, tantos dolientes hay a nuestro lado que esperan que nos inclinemos hacia ellos! No olvidarnos que también podemos aplicar las indulgencias obtenidas a nuestros queridos difuntos, con los cuales permanecemos ligados no sólo por el afecto sino también mediante el vínculo sobrenatural de la communio sanctorum. 

Encomendemos a María los frutos deseados de este Jubileo. Yo lo hago asumiendo los términos de una antífona que la Iglesia canta desde hace siglos: Madre Santa del Redentor, que eres Puerta siempre abierta del Cielo y Estrella del Mar; socorre al pueblo que cae y procura levantarse, tú que ante la admiración de la naturaleza engendraste a tu santo Creador. Virgen siempre, antes y después: al recibir aquel Ave que te cantamos con el Ángel, ten misericordia de los pecadores. 

A todos mi afectuoso saludo y mi bendición. 

Dado en San Ramón de Tandil, el 11 de febrero de 2016, Jueves después de Ceniza y recuerdo de la aparición de la Virgen Inmaculada a Santa Bernadette Soubirous, en Lourdes, donde Ella hizo brotar una fuente para que la niña bebiera y se lavara. La fuente sigue manando. La Fuente inagotable es Cristo. 

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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