Manuel MORALES, agustino
catolicos-on-line, 23-2-16
Todas las mañanas lleva uno a la oración
irremediablemente el aburrido soniquete de las noticias nacionales de la radio:
tramas de corrupción, enfrentamientos y acusaciones de políticos, soflamas
“progresistas”, reproches altisonantes de unos y otros, pasiones y luchas de
poder…crisis y desempleo. Y voy preguntándome: “¿A esto se reduce todo lo que
hoy vive nuestro mundo?” Vienen a mi mente expresiones de aquella preciosa
encíclica del papa Ratzinger, “La caridad en la verdad”: “subdesarrollo moral”,
“fatiga moral”, “relativismo cultural”, “falta de fraternidad”, “falta de
sabiduría”, “lamentable vacío de ideas”…
Me ha hecho bien estos días leer un artículo de
Antonio María Baggio, profesor de Filosofía política. Coincide, en síntesis,
con Benedicto XVI en el diagnóstico de la crisis que padecemos. Y propone
distinguir en nuestra sociedad a los “constructores” de los “parásitos”. Porque
esta crisis, dice, es “una victoria de los comportamientos parasitarios en
economía”. Listillos especuladores se han lucrado con ganancias escandalosas,
cometiendo verdaderos “crímenes económicos”. Por lo visto se trata de un
fenómeno conocido también en ámbito político, el “parasitismo político”:
intereses privados que se aprovechan de cargos públicos, hasta la corrupción
más descarada. Los dos parasitismos parece que se sostienen a menudo
recíprocamente.
Baggio, como
político sano, propone identificar a los “constructores” (y distinguirlos de
los “parásitos”), para ponernos juntos a trabajar. Y se remonta a San Agustín,
que ya enseñó a distinguir la “ciudad celeste” de la “ciudad terrena”. Ambas,
decía el Santo, están presentes en este mundo, viven en la historia, pero no se
identifican con ninguna institución. Los ciudadanos de una y otra andan
mezclados en el mismo parlamento, en la misma ciudad, en las empresas, en la
escuela... Distinguir unos de otros no es fácil. La diferencia está en el
distinto tipo de amor que se practica: el “amor social” que busca el bien común
o el “amor egoísta” que busca su propio interés. Cuando en el juicio final, las
dos ciudades vengan separadas, la ciudad terrena desaparecerá, dice Agustín,
porque el egoísmo no es un vínculo suficiente para mantenerla:
“De estos dos
amores, uno es puro, el otro impuro; uno social, el otro privado; uno solícito
en servir al bien común, el otro está dispuesto a subordinar incluso el bien
común al propio poder; uno está sometido a Dios, el otro es enemigo de Dios;
tranquilo el uno, turbulento el otro; pacífico uno, contendiente el otro; uno
es amigable, el otro envidioso; uno quiere para su prójimo lo que quiere para
sí, el otro intenta someter el prójimo a sí mismo; uno gobierna al prójimo buscando
la utilidad del prójimo, el otro lo hace en función de su propio interés” (El
Génesis a la letra, 11, 16, 20).
Si nuestro
Señor decidió esperar al fin de los tiempos para separar el trigo de la cizaña,
otro tanto tendré que hacer yo. No puedo juzgar. Lo que sí puedo y debo es
espabilar y unirme a quienes ya identifiqué como constructores. ¡Amor
inteligente!, como dice la Encíclica de Ratzinger. ¡La caridad en la verdad! No
“mero sentimentalismo” ni “una reserva de buenos sentimientos” que nos deja al
margen de lo que ocurre en la sociedad. Somos los cristianos indispensables
para la construcción.
¡Vamos, que las cosas están como para dormirse! Que el
parasitismo nos puede contagiar a todos.
¿Profesión, pues?: constructor, querido amigo,
constructor, no parásito.
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