Padre Ricardo B.
Mazza*
El libro del Éxodo
hace referencia a la Alianza que Dios concreta con el pueblo elegido. Las diez
palabras o decálogo, refieren al núcleo que debe comprometer a los hombres con
Dios y con su prójimo.
Dios manifiesta con
creces el amor por su pueblo liberándolo de la esclavitud de Egipto, diciendo
“Yo soy el Señor tu Dios que te hice salir de Egipto, de un lugar de
esclavitud” (Éx. 20, 1-17), constituyendo esta verdad el fundamento de la
respuesta del hombre a lo largo del tiempo, descubriendo posteriormente que ya
desde los orígenes del mundo, el Creador ha demostrado su preferencia por la
creatura humana, aún sabiendo de su infidelidad permanente.
Las diez palabras
constituyen así un camino posible a transitar con la ayuda divina, en medio de
las debilidades humanas y las oscuridades de las inteligencias, hacia la
verdadera felicidad y plenitud humanas, en amistad con el Señor y en el
servicio de los hermanos, de tal modo que podamos expresar con gozo con el
salmo interleccional “Señor, Tú tienes palabras de vida eterna” (salmo 18,
8-11).
El compromiso con el
Dios de la Alianza no se circunscribe a un tiempo concreto de la historia de la
salvación, sino que desde el aquí, mira el futuro del hombre en este mundo y
después de la vida terrena.
Ahora bien, la pascua
de los judíos debía celebrarse en el templo, con el sacrificio de víctimas,
para conmemorar las obras maravillosas de Dios en la liberación del pueblo de
la esclavitud de Egipto. Se trataba, en el fondo, de una memoria de lo que
fuera el fundamento de la Alianza que se actualizaba cada año, pero que se
había transformado en costumbres que quitaban la santidad del mismo templo, lo
que lleva a Jesús a actuar de forma categórica siguiendo la profecía de
Zacarías (14,21) “En aquél día no habrá ya traficantes en el templo del Señor
de los ejércitos”.
Cristo, expulsando a
los mercaderes y mercancías, muestra su voluntad de purificar la Casa de Dios,
que de recinto de oración, se ha convertido en un mercado (Jn. 2, 13-25),
indicando que la Pascua ya no requiere sacrificios de animales, sino que la
única Víctima es Él mismo ofrendado en la Cruz.
Para nosotros es
también todo un signo, ya que nos invita a sanear nuestra propia interioridad
que muchas veces está ocupada por el pecado y por actitudes que nos van haciendo perder el carácter sagrado
con el que fuimos consagrados por el sacramento del bautismo.
Jesús es el nuevo
Templo, que se instala superando el antiguo templo de Jerusalén, siendo Él
mismo el ámbito en el que el hombre nuevo ha de dar verdadero culto a Dios. Es
el Templo de su cuerpo que adquiere presencia por medio del signo salvador de
su muerte y resurrección, comienzo de la Nueva Alianza que sella con su sangre.
Cristo crucificado,
que es escándalo para los judíos y locura para los paganos (I Cor. 1, 22-25) se
convierte en “fuerza y sabiduría de Dios
para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos” y esta locura de
Dios “es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es
más fuerte que la fortaleza de los hombres”.
También en nuestros
días la cruz de Cristo es para muchos un sin sentido, una muestra de debilidad,
pero para quienes tenemos fe, se encuentra en ella la verdadera fortaleza de
nuestra debilidad, capaz de afrontar la
fuerza de un mundo que se muestra incapaz de brindarnos lo que la cruz ofrece.
El tiempo de cuaresma
que estamos transitando nos invita una vez más a dirigirnos al encuentro del
único Salvador de nuestras vidas y de la sociedad toda, nos convoca a purificar
nuestras vidas para ser verdaderos templos de Dios, en los que se manifieste
realmente el Templo del Padre.
En nosotros, cerca de
la Pascua ya, pueden cumplirse las palabras del evangelio que acabamos de
proclamar cuando afirman que “durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en
su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos,
porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie.
Él sabía lo que hay en el interior del hombre”.
En efecto, Cristo nos
conoce a todos, pero puede suceder que aunque digamos creer en Él, no logremos
que se fíe de nosotros porque nuestra fe no es operante, porque no terminamos
nunca de dejar el hombre viejo, porque no nos dejamos reconciliar por el Padre,
porque queremos seguir viviendo el cristianismo según nuestros puntos de vista
y no de acuerdo a las enseñanzas del evangelio, porque nos cuesta morir a
tantas convicciones falsas que nos hemos fabricado para no seguirlo tal como es.
A pesar de escuchar
tantas veces a Jesús, ¡cuánto cuesta que nos olvidemos de nosotros mismos para
dejarnos transformar por medio de su Palabra de Vida! ¡Cuánto quisiéramos un
Cristo a imagen nuestra, según nuestros puntos de vistas, en lugar de
adherirnos a su Persona!
Delante del Señor
digámosle: ¡Señor, cuánto me conoces y ya no te fías de mí! ¡Ayúdame a
convertirme, para que pueda seguirte fielmente sin condicionamiento alguno,
buscando siempre tu voluntad, sirviéndote de corazón a Ti y a mis hermanos de fe!
Hermanos: preparemos
nuestro corazón con la verdad de la conversión de la mente y corazón, haciendo
realidad en nuestras vidas las palabras del libro del Éxodo que hoy se dirigen
a nosotros: “Yo soy el Señor, tu Dios”, que te hice salir del pecado por la
muerte redentora de Jesús.
*Párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el tercer domingo de
Cuaresma, ciclo “B”. 08 de marzo de 2015.- http://ricardomazza.blogspot.com;
ribamazza@gmail.com.-
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