Padre Ricardo B.
Mazza.
Homilía en la Solemnidad de
Pentecostés.
En el tiempo
litúrgico de la pascua hemos estado junto a Jesús resucitado escuchando sus
enseñanzas que nos introducían y
mostraban el camino de una existencia nueva como bautizados. En la fiesta de la Ascensión el Señor nos
prometió no dejarnos solos en nuestro caminar hacia la Casa del Padre. En este día,
celebramos el cumplimiento de esa promesa con el envío del Espíritu Santo, que
completa y perfecciona la presencia del resucitado en la Eucaristía que
celebramos, en la oración y en la
Iglesia misma a la que pertenecemos.
El Espíritu Santo,
tercera persona de la
Santísima Trinidad , enviado por el Padre y el Hijo, continúa
la obra salvadora iniciada hace tiempo como signo de la bondad de Dios para con
una humanidad que muchas veces reniega de su Creador.
Las lenguas de fuego
sugieren la luz divina que esclarece las mentes de los apóstoles haciéndoles
entender las enseñanzas de Cristo, y el fuego de la caridad que fortalece sus
corazones para anunciar con valentía los misterios de la salvación, en medio de
las persecuciones de este mundo incrédulo.
Es tan importante
esta manifestación del Espíritu que pedíamos recién a Dios que ya que por el misterio de esta
fiesta santificas a tu Iglesia extendida entre las naciones, derrames “sobre
toda la tierra los dones del Espíritu Santo e infunde en el corazón de tus
fieles las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación
evangélica”.
Por lo tanto, lo
mejor que puede sucedernos y hemos de desear, es que el Espíritu actúe en
nosotros como lo hizo ya en los apóstoles, para llevar al mundo en el que
estamos insertos, con valentía, el mensaje del resucitado.
Los judíos de la
diáspora, es decir ciudadanos en diversos países, lejos del Israel de entonces,
presentes en Jerusalén para celebrar la fiesta judía de pentecostés, es decir,
haciendo memoria de la alianza del Sinaí, entienden en su propia lengua las
maravillas que brotan de los labios de los apóstoles, manifestándose en la
diversidad de lenguas, la catolicidad de la Iglesia , es decir la universalidad que mira a
hacerse presente en todas las naciones,
para unir bajo la guía de un mismo Espíritu lo que había sido dispersado
por el pecado, significado por la confusión de lenguas en el relato de la
construcción de la torre de Babel (Gn. 11, 1-9).
El Espíritu Santo
desea ingresar en nuestra vida para otorgarle nuevo sentido, habitar en nuestro
interior, para lo que se nos requiere apertura de corazón y disponibilidad ante
la acción divina.
¡Cuántas veces
escuchamos con complacencia otras voces que no son las de Dios, y somos remisos
a dejarnos hablar por el Espíritu de Dios! ¡Cuántas veces intuimos que nuestro
caminar por este mundo está equivocado pero no buscamos al Espíritu de la Verdad !
¡Cuántas veces, como
si fuéramos protestantes, aplicamos el libre examen en la consideración de
las Escrituras, en lugar de buscar el
verdadero sentido de las mismas tal como lo expresa el magisterio de la Iglesia !
El Espíritu de la Verdad está siempre
dispuesto a enseñarnos lo que proviene de Dios y no lo que a cada uno le gusta
escuchar o saber.
No es Dios quien debe
acomodarse a nosotros, sino que debemos buscar conocer y vivir la voluntad
divina descubierta por el Espíritu.
El Espíritu origina
la unidad, nunca la dispersión, de allí que san Pablo (I Cor. 12, 3b-7.12-13)
enseñe que “hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu.
Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de
actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno,
el Espíritu se manifiesta para el bien común”.
Cuando, en cambio, la
diversidad dispersa y se convierte en rivalidad de unos para con otros, allí no
está presente el Espíritu de Dios.
El Espíritu de Dios,
por otra parte, nos impulsa a la misión como escuchamos en el texto del evangelio
(Jn. 20, 19-23): “Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes”.
Por lo tanto, somos
enviados al mundo, sin miedo alguno ya que hemos sido iluminados para conocer
en profundidad la verdad recibida, y fortalecidos por el Espíritu Santo para
estar dispuestos, si fuera necesario, a entregar la propia vida corporal en el
testimonio de nuestra fe.
Somos enviados para
proclamar las maravillas realizadas por el Señor en bien nuestro, interpelando
al hombre para que se decida por Cristo.
El Espíritu nos
purifica de nuestras maldades, si estamos abiertos a su obrar, capacitándonos
para ser más dóciles en el seguimiento del bien, al influjo divino en nuestros
corazones.
Queridos hermanos:
terminada esta misa, el cirio pascual, signo de la presencia del resucitado
entre nosotros, será llevado junto a la pila bautismal, prosiguiendo el caminar
de la Iglesia
bajo la guía del Espíritu, que prolonga la obra de salvación iniciada por
Jesucristo.
La vida litúrgica que
actualizamos cada año permite hacer memoria santificante de la actuación de
Dios en medio nuestro.
De allí que desde el
Adviento y Natividad del Señor continuamos con la preparación de su sacrificio
redentor en la cuaresma, para actualizar su Pascua por este mundo, continuando
después de su retorno junto al Padre con la vida de la Iglesia que, conducida al
cumplimiento de su misión por la acción del Espíritu, espera que Él vuelva por segunda vez para
conducirnos al Padre.
El Espíritu Santo,
pues, impulsa desde ahora a la
Iglesia para que realice la misión que se le ha encomendado,
ser sacramento de Cristo para la salvación de los hombres de buena voluntad.
Ya no estará el cirio
encendido haciendo presente la acción del resucitado, sino que continúa su
presencia salvadora por medio de la
Iglesia , por la que los bautizados fortalecidos por Cristo
muerto y resucitado y bajo la guía del Espíritu, llevan al mundo con valentía
el gozoso mensaje de la salvación.
La alegría del
Espíritu que no proviene de la frivolidad de un mundo que pasa, sino de la acción
divina que conduce siempre a la contemplación de los misterios santos,
haciéndonos cantar las misericordias del Señor, es la que debe motivar nuestra
vida de fe.
Pidamos sinceramente
esta gracia que seguramente Dios nos otorgará.
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