CAPÍTULO TERCERO
LA PERSONA HUMANA Y SUS
DERECHOS
I. DOCTRINA SOCIAL Y
PRINCIPIO PERSONALISTA
106 Toda la vida
social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana. De
esta conciencia, la Iglesia ha sabido hacerse intérprete autorizada, en
múltiples ocasiones y de diversas maneras, reconociendo y afirmando la
centralidad de la persona humana en todos los ámbitos y manifestaciones de la
sociabilidad: « La sociedad humana es, por tanto objeto de la enseñanza social
de la Iglesia desde el momento que ella no se encuentra ni fuera ni sobre los
hombres socialmente unidos, sino que existe exclusivamente por ellos y, por consiguiente,
para ellos ».200 Este importante reconocimiento se expresa en la afirmación de
que « lejos de ser un objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social
», el hombre « es, por el contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su
fundamento y su fin ».201 Del hombre, por tanto, trae su origen la vida social
que no puede renunciar a reconocerlo como sujeto activo y responsable, y a él
deben estar finalizadas todas las expresiones de la sociedad.
107 El hombre,
comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma
de la enseñanza social católica.202 Toda la doctrina social se desarrolla, en
efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona
humana.203 Mediante las múltiples expresiones de esta conciencia, la Iglesia ha
buscado, ante todo, tutelar la dignidad humana frente a todo intento de
proponer imágenes reductivas y distorsionadas; y además, ha denunciado
repetidamente sus muchas violaciones. La historia demuestra que en la trama de
las relaciones sociales emergen algunas de las más amplias capacidades de
elevación del hombre, pero también allí se anidan los más execrables atropellos
de su dignidad.
110 La relación entre
Dios y el hombre se refleja en la dimensión relacional y social de la
naturaleza humana. El hombre, en efecto, no es un ser solitario, ya que « por
su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus
cualidades, sin relacionarse con los demás ».208 A este respecto resulta
significativo el hecho de que Dios haya creado al ser humano como hombre y
mujer 209 (cf. Gn 1,27): « Qué elocuente es la insatisfacción de la que es
víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo
vegetal y animal (cf. Gn 2,20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un
ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2,23), y en quien
vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de
diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre
o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona
».210
112 El hombre y la
mujer están en relación con los demás ante todo como custodios de sus vidas:
215 « a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9,5), confirma Dios a
Noé después del diluvio. Desde esta perspectiva, la relación con Dios exige que
se considere la vida del hombre sagrada e inviolable.216 El quinto mandamiento:
« No matarás » (Ex 20,13; Dt 5,17) tiene valor porque sólo Dios es Señor de la
vida y de la muerte.217 El respeto debido a la inviolabilidad y a la integridad
de la vida física tiene su culmen en el mandamiento positivo: « Amarás a tu
prójimo como a ti mismo » (Lv 19,18), con el cual Jesucristo obliga a hacerse
cargo del prójimo (cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27-28).
116 En la raíz de las
laceraciones personales y sociales, que ofenden en modo diverso el valor y la
dignidad de la persona humana, se halla una herida en lo íntimo del hombre: «
Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado
original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de
sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia
libertad ».224 La consecuencia del pecado, en cuanto acto de separación de
Dios, es precisamente la alienación, es decir la división del hombre no sólo de
Dios, sino también de sí mismo, de los demás hombres y del mundo circundante: «
la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división entre los hermanos.
En la descripción del “primer pecado”, la ruptura con Yahveh rompe al mismo
tiempo el hilo de la amistad que unía a la familia humana, de tal manera que
las páginas siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la mujer como si
apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro (cf. Gn 3,12;); y más adelante
el hermano que, hostil a su hermano, termina por arrebatarle la vida (cf. Gn
4,2-16). Según la narración de los hechos de Babel, la consecuencia del pecado
es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer pecado, y que
llega ahora al extremo en su forma social ».225 Reflexionando sobre el misterio
del pecado es necesario tener en cuenta esta trágica concatenación de causa y
efecto.
117 El misterio del
pecado comporta una doble herida, la que el pecador abre en su propio flanco y
en su relación con el prójimo. Por ello se puede hablar de pecado personal y
social: todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado
es social, en cuanto tiene también consecuencias sociales. El pecado, en
sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto
de libertad de un hombre en particular, y no propiamente de un grupo o de una
comunidad, pero a cada pecado se le puede atribuir indiscutiblemente el
carácter de pecado social, teniendo en cuenta que « en virtud de una
solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el
pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás ».226 No es, por
tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o menos
conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento personal, para
admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de toda situación
de pecado se encuentra siempre la persona que peca.
118 Algunos pecados,
además, constituyen, por su objeto mismo, una agresión directa al prójimo.
Estos pecados, en particular, se califican como pecados sociales. Es social
todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones entre persona y
persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y la persona. Es
social todo pecado contra los derechos de la persona humana, comenzando por el
derecho a la vida, incluido el del no-nacido, o contra la integridad física de
alguien; todo pecado contra la libertad de los demás, especialmente contra la
libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el
honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y contra sus
exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y deberes de los ciudadanos.
En fin, es social el pecado que « se refiere a las relaciones entre las
distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía
con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre
los individuos, los grupos y los pueblos ».227
125 La persona no
debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta, edificada por sí
misma y sobre sí misma, como si sus características propias no dependieran más
que de sí misma. Tampoco debe ser considerada como mera célula de un organismo
dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de un sistema.
Las concepciones que tergiversan la plena verdad del hombre han sido objeto, en
repetidas ocasiones, de la solicitud social de la Iglesia, que no ha dejado de
alzar su voz frente a estas y otras visiones, drásticamente reductivas. En
cambio, se ha preocupado por anunciar que los hombres « no se nos muestran
desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en un
conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas según la diversidad de
los tiempos » 234 y que el hombre no puede ser comprendido como « un simple
elemento y una molécula del organismo social »,235 cuidando, a la vez, que la
afirmación del primado de la persona, no conllevase una visión individualista o
masificada.
126 La fe cristiana,
que invita a buscar en todas partes cuanto haya de bueno y digno del hombre
(cf. 1 Ts 5,21), « es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces
en posición totalmente contraria a ellas, en la medida en que reconoce a Dios,
trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo
creado, al hombre como libertad responsable ».236
La doctrina social se
hace cargo de las diferentes dimensiones del misterio del hombre, que exige ser
considerado « en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la
vez de su ser comunitario y social »,237 con una atención específica, de modo
que le pueda consentir la valoración más exacta.
129 El hombre, por tanto,
tiene dos características diversas: es un ser material, vinculado a este mundo
mediante su cuerpo, y un ser espiritual, abierto a la trascendencia y al
descubrimiento de « una verdad más profunda », a causa de su inteligencia, que
lo hace « participante de la luz de la inteligencia divina ».243 La Iglesia
afirma: « La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe
considerar al alma como la “forma” del cuerpo, es decir, gracias al alma
espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en
el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su
unión constituye una única naturaleza ».244 Ni el espiritualismo que desprecia
la realidad del cuerpo, ni el materialismo que considera el espíritu una mera
manifestación de la materia, dan razón de la complejidad, de la totalidad y de
la unidad del ser humano.
c) El respeto de la
dignidad humana
132 Una sociedad
justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente
de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a
ella ordenada: « El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en
todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe
someterse al orden personal, y no al contrario ».246 El respeto de la dignidad
humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de «
considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de
los medios necesarios para vivirla dignamente ».247 Es preciso que todos los
programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la
conciencia del primado de cada ser humano.248
134 Los auténticos
cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un
cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica
moralización de la vida social si no es a partir de las personas y en
referencia a ellas: en efecto, « el ejercicio de la vida moral proclama la
dignidad de la persona humana ».250 A las personas compete, evidentemente, el
desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia
verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna
manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos,
particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de
responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás,
corresponde ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una
convivencia civil y digna del hombre.
C) LA LIBERTAD DE LA
PERSONA
a) Valor y límites de
la libertad
135 El hombre puede
dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo
eminente de su imagen: 251 « Dios ha querido dejar al hombre en manos de su
propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente a su
Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada
perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según
su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción
interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera
coacción externa ».252
El hombre justamente
aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente quiere —y debe—, formar y
guiar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo
personalmente su responsabilidad.253 La libertad, en efecto, no sólo permite al
hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas exterior a él, sino que
determina su crecimiento como persona, mediante opciones conformes al bien verdadero:
254 de este modo, el hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser 255
y construye el orden social.256
137 El recto
ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden
económico, social, jurídico, político y cultural que son, « con demasiada
frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de
injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los
débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley
moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo,
rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina
».259 La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad
humana: no obstante, « ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales
y morales de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior
si se quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al
servicio del hombre ».260
b) El vínculo de la
libertad con la verdad y la ley natural
138 En el ejercicio
de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos, que edifican su
persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir, cuando no pretende
ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas éticas.261 La libertad, en
efecto, « no tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la
existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo,
un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una
libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con
responsabilidad ».262 En caso contrario, muere como libertad y destruye al
hombre y a la sociedad.263
140 El ejercicio de
la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter
universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La ley natural «
no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios.
Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esta luz
o esta ley Dios la ha donado a la creación » 266 y consiste en la participación
en su ley eterna, la cual se identifica con Dios mismo.267 Esta ley se llama
natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es
universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón.
En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el
Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida
moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de
todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley
natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de
sus deberes fundamentales.269
141 En la diversidad
de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo
principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la
multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las
circunstancias,270 la ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de
ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar
de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre.
Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».
Sus preceptos, sin
embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades
religiosas y morales pueden ser conocidas « de todos y sin dificultad, con una
firme certeza y sin mezcla de error »,272 sólo con la ayuda de la Gracia y de la
Revelación. La ley natural ofrece un fundamento preparado por Dios a la ley
revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra del Espíritu.273
D) LA IGUAL DIGNIDAD
DE TODAS LAS PERSONAS
144 « Dios no hace
acepción de personas » (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9), porque todos
los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen y semejanza.281
La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en
cuanto a dignidad: « Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre
ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,28; cf. Rm
10,12; 1 Co 12,13; Col 3,11).
Puesto que en el
rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de
todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los demás
hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y
fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo,
origen, cultura y clase.
145 Sólo el
reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento común y
personal de todos (cf. St 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante es
necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente
condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar
una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283
También en las
relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y paridad son el
presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad internacional.284 No
obstante los avances en esta dirección, es necesario no olvidar que aún existen
demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285
A la igualdad en el
reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo, debe
corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser custodiada
y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad. Sólo con la
acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente interesados en el
bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica fraternidad universal;
286 por el contrario, la permanencia de condiciones de gravísima disparidad y
desigualdad empobrece a todos.
146 « Masculino » y «
femenino » diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no
poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo
específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e
indispensable para una armoniosa convivencia humana: « La condición para
asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una
más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de
la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal
propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad
con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las
funciones a desempeñar, sino también y más profundamente, por lo que se refiere
a su significado personal ».287
148 Las personas
minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes: «
A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus
facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre ».291 Puesto
que la persona minusválida es un sujeto con todos sus derechos, ha de ser
ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en
todos los niveles accesibles a sus posibilidades.
Es necesario promover
con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la persona minusválida. «
Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir
en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los
miembros plenamente funcionales, porque obrando así se caería en una grave
forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra los débiles y
enfermos ».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las condiciones de
trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la posibilidad de
promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino también a las
dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: « También ella
necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad »,293 según
sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el mismo,
tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.
E) LA SOCIABILIDAD
HUMANA
150 La sociabilidad
humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí. A
causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes de
insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro.299 Toda
sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno
de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca
para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el
hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien
común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de
solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del
bien común.300
151 La sociabilidad
humana no es uniforme, sino que reviste múltiples expresiones. El bien común
depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están
llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible a
cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía. Algunas
sociedades, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa,
corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, otras
proceden más bien de la libre voluntad: « Con el fin de favorecer la
participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso
impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre
iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos,
deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones
como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia
natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar
objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades
de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad.
Ayuda a garantizar sus derechos ».301
IV. LOS DERECHOS
HUMANOS
a) El valor de los
derechos humanos
152 El movimiento
hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre es uno de
los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias
imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos derechos la
extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su
consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida
universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303
El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones
Unidas el 10 de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido « una piedra
miliar en el camino del progreso moral de la humanidad ».304
153 La raíz de los
derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser
humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona,
se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de
los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la
dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente
por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación,
muerte y resurrección.306
La fuente última de
los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres
humanos,307 en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el
hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son « universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto ».308 Universales,
porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de
tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto « inherentes a la persona
humana y a su dignidad » 309 y porque « sería vano proclamar los derechos, si
al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente
asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a
quien sea ».310 Inalienables, porque « nadie puede privar legítimamente de
estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir
contra su propia naturaleza ».311
b) La especificación
de los derechos
155 Las enseñanzas de
Juan XXIII,314 del Concilio Vaticano II,315 de Pablo VI 316 han ofrecido
amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada
por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica
« Centesimus annus »: « El derecho a la vida, del que forma parte integrante el
derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido
concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral,
favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la
propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el
conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar
los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres
queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los
hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de
estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como
derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad
trascendente de la propia persona ».317
El primer derecho
enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su
conclusión natural,318 que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y
comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de
eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa:
« Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de
personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y
ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar
contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en
público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos ».320 El
respeto de este derecho es un signo emblemático « del auténtico progreso del
hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente ».321
c) Derechos y deberes
156 Inseparablemente
unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a los deberes del
hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una acentuación
adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad entre
derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona
humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión
social: « En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada
hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo ».323 El
Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos
que no prevea una correlativa responsabilidad: « Por tanto, quienes, al
reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la
importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la
otra construyen ».324
d) Derechos de los
pueblos y de las Naciones
157 El campo de los
derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y de las
Naciones,325 pues « lo que es verdad para el hombre lo es también para los
pueblos ».326 El Magisterio recuerda que el derecho internacional « se basa
sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a
la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien
común superior de la humanidad ».327 La paz se funda no sólo en el respeto de
los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos,
particularmente el derecho a la independencia.328
Los derechos de las
Naciones no son sino « los “derechos humanos” considerados a este específico
nivel de la vida comunitaria ».329 La Nación tiene « un derecho fundamental a
la existencia »; a la « propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo
expresa y promueve su “soberanía” espiritual »; a « modelar su vida según las
propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos
humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías »; a «
construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una
educación adecuada ».330 El orden internacional exige un equilibrio entre
particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las
Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz,
respeto y solidaridad con las demás Naciones.
e) Colmar la
distancia entre la letra y el espíritu
158 La solemne
proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa
realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los
genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas
formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la
explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: «
También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre
son respetados totalmente estos derechos ».331
Existe
desgraciadamente una distancia entre la « letra » y el « espíritu » de los
derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto
puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el
Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que « los más favorecidos
deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus
bienes al servicio de los demás » y que una afirmación excesiva de igualdad «
puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin
querer hacerse responsable del bien común ».333
CAPÍTULO QUINTO
LA FAMILIA
CÉLULA VITAL DE LA
SOCIEDAD
211 Iluminada por la
luz del mensaje bíblico, la Iglesia considera la familia como la primera
sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, y la sitúa en el
centro de la vida social: relegar la familia « a un papel subalterno y
secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar
un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social ».462 La
familia, ciertamente, nacida de la íntima comunión de vida y de amor conyugal
fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer,463 posee una
específica y original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones
interpersonales, célula primera y vital de la sociedad: 464 es una institución
divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización
social.
a) La importancia de
la familia para la persona
212 La familia es
importante y central en relación a la persona. En esta cuna de la vida y del
amor, el hombre nace y crece. Cuando nace un niño, la sociedad recibe el regalo
de una nueva persona, que está « llamada, desde lo más íntimo de sí a la
comunión con los demás y a la entrega a los demás ».465 En la familia, por
tanto, la entrega recíproca del hombre y de la mujer unidos en matrimonio, crea
un ambiente de vida en el cual el niño puede « desarrollar sus potencialidades,
hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e
irrepetible ».466
En el clima de afecto
natural que une a los miembros de una comunidad familiar, las personas son
reconocidas y responsabilizadas en su integridad: « La primera estructura
fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo seno el
hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué
quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto
ser una persona ».467 Las obligaciones de sus miembros no están limitadas por
los términos de un contrato, sino que derivan de la esencia misma de la
familia, fundada sobre un pacto conyugal irrevocable y estructurada por las
relaciones que derivan de la generación o adopción de los hijos.
214 Ha de afirmarse
la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al Estado. La familia, al
menos en su función procreativa, es la condición misma de la existencia de
aquéllos. En las demás funciones en pro de cada uno de sus miembros, la familia
precede, por su importancia y valor, a las funciones que la sociedad y el
Estado deben desempeñar.471 La familia, sujeto titular de derechos inviolables,
encuentra su legitimación en la naturaleza humana y no en el reconocimiento del
Estado. La familia no está, por lo tanto, en función de la sociedad y del
Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de la familia.
Todo modelo social
que busque el bien del hombre no puede prescindir de la centralidad y de la
responsabilidad social de la familia. La sociedad y el Estado, en sus
relaciones con la familia, tienen la obligación de atenerse al principio de
subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades públicas no deben
sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o libremente
asociada con otras familias; por otra parte, las mismas autoridades tienen el
deber de auxiliar a la familia, asegurándole las ayudas que necesita para
asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades.472
II. EL MATRIMONIO,
FUNDAMENTO DE LA FAMILIA
a) El valor del
matrimonio
215 La familia tiene
su fundamento en la libre voluntad de los cónyuges de unirse en matrimonio,
respetando el significado y los valores propios de esta institución, que no
depende del hombre, sino de Dios mismo: « Este vínculo sagrado, en atención al
bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la
decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha
dotado con bienes y fines varios ».473 La institución matrimonial —« fundada
por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal
de vida y amor » 474 — no es una creación debida a convenciones humanas o
imposiciones legislativas, sino que debe su estabilidad al ordenamiento
divino.475 Nace, también para la sociedad, « del acto humano por el cual los
esposos se dan y se reciben mutuamente » 476 y se funda sobre la misma
naturaleza del amor conyugal que, en cuanto don total y exclusivo, de persona a
persona, comporta un compromiso definitivo expresado con el consentimiento
recíproco, irrevocable y público.477 Este compromiso pide que las relaciones
entre los miembros de la familia estén marcadas también por el sentido de la
justicia y el respeto de los recíprocos derechos y deberes.
217 El matrimonio tiene
como rasgos característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se
entregan recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y
espirituales; la unidad que los hace « una sola carne » (Gn 2,24); la
indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y definitiva; la
fecundidad a la que naturalmente está abierto.479 El sabio designio de Dios
sobre el matrimonio —designio accesible a la razón humana, no obstante las
dificultades debidas a la dureza del corazón (cf. Mt 19,8; Mc 10,5)— no puede
ser juzgado exclusivamente a la luz de los comportamientos de hecho y de las
situaciones concretas que se alejan de él. La poligamia es una negación radical
del designio original de Dios, « porque es contraria a la igual dignidad personal
del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por
lo mismo único y exclusivo ».480
218 El matrimonio, en
su verdad « objetiva », está ordenado a la procreación y educación de los
hijos.481 La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en plenitud el don
sincero de sí mismo, cuyo fruto son los hijos, que, a su vez, son un don para
los padres, para la entera familia y para toda la sociedad.482 El matrimonio,
sin embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la procreación: 483 su
carácter indisoluble y su valor de comunión permanecen incluso cuando los
hijos, aun siendo vivamente deseados, no lleguen a coronar la vida conyugal.
Los esposos, en este caso, « pueden manifestar su generosidad adoptando niños
abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo ».484
222 El amor se
expresa también mediante la atención esmerada de los ancianos que viven en la
familia: su presencia supone un gran valor. Son un ejemplo de vinculación entre
generaciones, un recurso para el bienestar de la familia y de toda la sociedad:
« No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la vida, como los
valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos
económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el
ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de
hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como
colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible,
como agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo
o de actuación ».494 Como dice la Sagrada Escritura, las personas « todavía en
la vejez tienen fruto » (Sal 92,15). Los ancianos constituyen una importante
escuela de vida, capaz de transmitir valores y tradiciones y de favorecer el
crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden así a buscar no sólo el propio
bien, sino también el de los demás. Si los ancianos se hallan en una situación
de sufrimiento y dependencia, no sólo necesitan cuidados médicos y asistencia
adecuada, sino, sobre todo, ser tratados con amor.
224 En relación a las
teorías que consideran la identidad de género como un mero producto cultural y
social derivado de la interacción entre la comunidad y el individuo, con
independencia de la identidad sexual personal y del verdadero significado de la
sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia enseñanza: «
Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad
sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales,
están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida
familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de
la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad
y el apoyo mutuos ».496 Esta perspectiva lleva a considerar necesaria la
adecuación del derecho positivo a la ley natural, según la cual la identidad
sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una pareja en
el matrimonio.
226 La Iglesia no
abandona a su suerte aquellos que, tras un divorcio, han vuelto a contraer
matrimonio. La Iglesia ora por ellos, los anima en las dificultades de orden
espiritual que se les presentan y los sostiene en la fe y en la esperanza. Por
su parte, estas personas, en cuanto bautizados, pueden y deben participar en la
vida de la Iglesia: se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar
el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras
de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia y de la
paz, a educar a los hijos en la fe, a cultivar el espíritu y las obras de
penitencia para implorar así, día a día, la gracia de Dios.
La reconciliación en
el sacramento de la penitencia, —que abriría el camino al sacramento
eucarístico— puede concederse sólo a aquéllos que, arrepentidos, están
sinceramente dispuestos a una forma de vida que ya no esté en contradicción con
la indisolubilidad del matrimonio.499
Actuando así, la
Iglesia profesa su propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo, se
comporta con ánimo materno para con estos hijos suyos, especialmente con
aquellos que sin culpa suya, han sido abandonados por su cónyuge legítimo. La
Iglesia cree con firme convicción que incluso cuantos se han apartado del
mandamiento del Señor y persisten en ese estado, podrán obtener de Dios la
gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la
penitencia y en la caridad.500
228 Un problema
particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se refiere a la
petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, objeto, cada
vez más, de debate público. Sólo una antropología que responda a la plena
verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema, que presenta
diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial.503 A la luz de esta
antropología se evidencia « qué incongruente es la pretensión de atribuir una
realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto,
ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio
mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la
misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia
de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el
Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente
psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos
personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de
ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psíco-física».504
La persona homosexual
debe ser plenamente respetada en su dignidad,505 y animada a seguir el plan de
Dios con un esfuerzo especial en el ejercicio de la castidad.506 Este respeto
no significa la legitimación de comportamientos contrarios a la ley moral ni,
mucho menos, el reconocimiento de un derecho al matrimonio entre personas del
mismo sexo, con la consiguiente equiparación de estas uniones con la familia: 507
« Si, desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo
diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el
concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave deterioro del bien
común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del
matrimonio o al de la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en
contradicción con sus propios deberes ».508
232 La familia
contribuye de modo eminente al bien social por medio de la paternidad y la
maternidad responsables, formas peculiares de la especial participación de los
cónyuges en la obra creadora de Dios.519 La carga que conlleva esta
responsabilidad, no se puede invocar para justificar posturas egoístas, sino
que debe guiar las opciones de los cónyuges hacia una generosa acogida de la
vida: « En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y
sociales, la paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la
deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la
decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar
un nuevo nacimiento durante
algún tiempo o por
tiempo indefinido ».520 Las motivaciones que deben guiar a los esposos en el
ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad, derivan del pleno
reconocimiento de los propios deberes hacia Dios, hacia sí mismos, hacia la
familia y hacia la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
233 En cuanto a los «
medios » para la procreación responsable, se han de rechazar como moralmente
ilícitos tanto la esterilización como el aborto.521 Este último, en particular,
es un delito abominable y constituye siempre un desorden moral particularmente
grave; 522 lejos de ser un derecho, es más bien un triste fenómeno que
contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida,
amenazando peligrosamente la convivencia social justa y democrática.523
Se ha de rechazar
también el recurso a los medios contraceptivos en sus diversas formas.524 Este
rechazo deriva de una concepción correcta e íntegra de la persona y de la
sexualidad humana,525 y tiene el valor de una instancia moral en defensa del
verdadero desarrollo de los pueblos.526 Las mismas razones de orden
antropológico, justifican, en cambio, como lícito el recurso a la abstinencia
en los períodos de fertilidad femenina.527 Rechazar la contracepción y recurrir
a los métodos naturales de regulación de la natalidad comporta la decisión de
vivir las relaciones interpersonales entre los cónyuges con recíproco respeto y
total acogida; de ahí derivarán también consecuencias positivas para la
realización de un orden social más humano.
235 El deseo de
maternidad y paternidad no justifica ningún « derecho al hijo », en cambio, son
evidentes los derechos de quien aún no ha nacido, al que se deben garantizar
las mejores condiciones de existencia, mediante la estabilidad de la familia
fundada sobre el matrimonio y la complementariedad de las dos figuras, paterna
y materna.530 El acelerado desarrollo de la investigación y de sus aplicaciones
técnicas en el campo de la reproducción, plantea nuevas y delicadas cuestiones
que exigen la intervención de la sociedad y la existencia de normas que regulen
este ámbito de la convivencia humana.
Es necesario reafirmar
que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas de reproducción —como
la donación de esperma o de óvulos; la maternidad sustitutiva; la fecundación
artificial heteróloga— en las que se recurre al útero o a los gametos de
personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas dañan el derecho del hijo a
nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde el punto de vista
biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas que separan el
acto unitivo del procreativo mediante técnicas de laboratorio, como la
inseminación y la fecundación artificial homóloga, de forma que el hijo aparece
más como el resultado de un acto técnico, que como el fruto natural del acto
humano de donación plena y total de los esposos.531 Evitar el recurso a las
diversas formas de la llamada procreación asistida, la cual sustituye el acto
conyugal, significa respetar —tanto en los mismos padres como en los hijos que
pretenden generar— la dignidad integral de la persona humana.532 Son lícitos,
en cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden
a lograr sus efectos.533
236 Una cuestión de
particular importancia social y cultural, por las múltiples y graves
implicaciones morales que presenta, es la clonación humana, término que, de por
sí, en sentido general, significa reproducción de una entidad biológica
genéticamente idéntica a la originante. La clonación ha adquirido, tanto en el
pensamiento como en la praxis experimental, diversos significados que suponen,
a su vez, procedimientos diversos desde el punto de vista de las modalidades
técnicas de realización, así como finalidades diferentes. Puede significar la
simple replicación en laboratorio de células o de porciones de ADN. Pero hoy
específicamente se entiende por clonación la reproducción de individuos, en
estado embrional, con modalidades diversas de la fecundación natural y en modo
que sean genéticamente idénticos al individuo del que se originan. Este tipo de
clonación puede tener una finalidad reproductiva de embriones humanos o una
finalidad, llamada terapéutica, que tiende a utilizar estos embriones para
fines de investigación científica o, más específicamente, para la producción de
células estaminales.
Desde el punto de
vista ético, la simple replicación de células normales o de porciones del ADN
no presenta problemas particulares. Muy diferente es el juicio del Magisterio
acerca de la clonación propiamente dicha. Ésta es contraria a la dignidad de la
procreación humana porque se realiza en ausencia total del acto de amor personal
entre los esposos, tratándose de una reproducción agámica y asexual.534 En
segundo lugar, este tipo de reproducción representa una forma de dominio total
sobre el individuo reproducido por parte de quien lo reproduce.535 El hecho que
la clonación se realice para reproducir embriones de los cuales extraer células
que puedan usarse con fines terapéuticos no atenúa la gravedad moral, porque
además para extraer tales células el embrión primero debe ser producido y
después eliminado.536
239 La familia tiene
una función original e insustituible en la educación de los hijos.542 El amor
de los padres, que se pone al servicio de los hijos para ayudarles a extraer de
ellos («e-ducere») lo mejor de sí mismos, encuentra su plena realización
precisamente en la tarea educativa: « El amor de los padres se transforma de
fuente en alma y, por consiguiente, en norma que inspira y guía toda la acción
educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia,
bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más
precioso del amor ».543
El derecho y el deber
de los padres a la educación de la prole se debe considerar « como esencial,
relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y
primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la
relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e
inalienable, y... por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado
por otros ».544 Los padres tiene el derecho y el deber de impartir una
educación religiosa y una formación moral a sus hijos: 545 derecho que no puede
ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser respetado y promovido. Es un
deber primario, que la familia no puede descuidar o delegar.
240 Los padres son
los primeros, pero no los únicos, educadores de sus hijos. Corresponde a ellos,
por tanto, ejercer con sentido de responsabilidad, la labor educativa en
estrecha y vigilante colaboración con los organismos civiles y eclesiales: « La
misma dimensión comunitaria, civil y eclesial, del hombre exige y conduce a una
acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las
diversas fuerzas educativas. Éstas son necesarias, aunque cada una puede y debe
intervenir con su competencia y con su contribución propias ».546 Los padres
tienen el derecho a elegir los instrumentos formativos conformes a sus propias
convicciones y a buscar los medios que puedan ayudarles mejor en su misión
educativa, incluso en el ámbito espiritual y religioso. Las autoridades
públicas tienen la obligación de garantizar este derecho y de asegurar las
condiciones concretas que permitan su ejercicio.547 En este contexto, se sitúa
el tema de la colaboración entre familia e institución escolar.
d) Dignidad y
derechos de los niños
244 La doctrina
social de la Iglesia indica constantemente la exigencia de respetar la dignidad
de los niños. « En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una
atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su
dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus
derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular
cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es
minusválido ».554
Los derechos de los
niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos. Es necesario, sobre
todo, el reconocimiento público en todos los países del valor social de la
infancia: « Ningún país del mundo, ningún sistema político, puede pensar en el
propio futuro de modo diverso si no es a través de la imagen de estas nuevas
generaciones, que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores,
de los deberes, de las aspiraciones de la Nación a la que pertenecen, junto con
el de toda la familia humana ».555 El primer derecho del niño es « a nacer en
una familia verdadera »,556 un derecho cuyo respeto ha sido siempre
problemático y que hoy conoce nuevas formas de violación debidas al desarrollo
de las técnicas genéticas.
251 En la relación
entre la familia y el trabajo, una atención especial se reserva al trabajo de
la mujer en la familia, o labores de cuidado familiar, que implica también las
responsabilidades del hombre como marido y padre. Las labores de cuidado
familiar, comenzando por las de la madre, precisamente porque están orientadas
y dedicadas al servicio de la calidad de la vida, constituyen un tipo de
actividad laboral eminentemente personal y personalizante, que debe ser
socialmente reconocida y valorada,567 incluso mediante una retribución
económica al menos semejante a la de otras labores.568 Al mismo tiempo, es
necesario que se eliminen todos los obstáculos que impiden a los esposos
ejercer libremente su responsabilidad procreativa y, en especial, los que
impiden a la mujer desarrollar plenamente sus funciones maternas.569
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