No amemos de palabra sino con obras
1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino
de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un
imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el
«discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se
hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes
a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que
enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha
de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres.
Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo
recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn
4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se
dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo
inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a
corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible en la
medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad
misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros
afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que, por así
decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y
generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y
hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha»
(Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa
invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de
los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de
espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los
pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad
cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres.
Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se
tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la
enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados
y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre
todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran
claramente la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista
Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe
sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea
dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a
nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de
los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su
carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos
hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para
hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman?
Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los
ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales?
[…] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene
obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana
andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice:
“Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario
para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí
sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los
cristianos no han escuchado completamente este llamamiento, dejándose
contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de
exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres
y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres.
Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por
cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la
caridad, han servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís,
al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó
con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para
estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su
conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los
leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con
misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió
en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra
el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios
de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún
de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas
experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las
necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan,
deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un
compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el
camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se
transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma
de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la
carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que
toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la
comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en
la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros
y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales
las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de
Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico
con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro
Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los
pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles
sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida
hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y
comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la
pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás
de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf.
Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la
propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de
omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es
una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el
lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más
bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de
nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras
limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La
pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los
bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso
y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de
la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo,
fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra
aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es
necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos
de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en
nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido
de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo
contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos
desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la
marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la
guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el
analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de
personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada.
La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles
intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista
inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la
injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia
generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada
vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos
privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación
ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en
grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer
inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de
iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza
que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y
la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la
participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este
modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con
una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo
VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura
de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y
obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se abren para
acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las
manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad
derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las
manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son
manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise
ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el
mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo
concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera
que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son
ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta
un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es
decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de
buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden
sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos
y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como
objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante
la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro.
Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su
confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través
de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios
creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes
han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado
a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la
semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de
noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar
diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda
concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos
en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más
autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el
domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su
significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz,
pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de
Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace
evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres
que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento
propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la
Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados
de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más
coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de
modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo
esencial y abandonarse a la providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas
que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que
olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan
expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida.
Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de
quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo
necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les
respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en el que
todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice
en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión,
preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la
necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la
mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a
los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las
personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo
del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de los
Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la
evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para
nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada
vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el
Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un
recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
Francisco
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