al unirnos a Cristo permite pregustar los goces del
cielo, ya que la plenitud del hombre consiste en la vida divina participada.
La Iglesia
celebra la Eucaristía cada día del año, la ofrece a Dios en sacrificio de
alabanza, la entrega como alimento a los fieles debidamente preparados y la
conserva en los tabernáculos para que Cristo presente bajo las especies de pan
y vino sea el centro y el sostén de su vida.
Por eso la
solemnidad de hoy no es tanto el recuerdo de la institución de este sacramento,
cuanto la celebración de un misterio siempre vivo y actual.
En el
Deuteronomio (8, 2-3.14b-16ª) comprobamos cómo Dios cuida de su pueblo que
camina en el desierto hacia la tierra prometida y, lo alimenta con el maná
fortaleciéndolo así en medio de las pruebas con que tropezaba en el peregrinar
hacia el cumplimiento de las promesas.
Este maná era
sólo una pálida figura anticipada de otro alimento, el del Cuerpo y Sangre del
Señor que nos sostiene en este mundo mientras peregrinamos “entre las persecuciones
del mundo y los consuelos de Dios” hacia la tierra prometida del cielo.
Ahora bien,
los alimentados por este manjar particular en el Antiguo Testamento murieron,
mientras que quienes nos nutrimos con el Señor en este mundo nos preparamos
para la gloria de la eternidad.
La liturgia de
la Iglesia, en la primera oración de esta misa, suplica que alcancemos con este
alimento el fruto de la redención, para lo cual hemos de venerar siempre los
sagrados misterios que celebramos, y permanecer
hambrientos de esta comida temporal que a su vez se orienta a lo eterno,
dejando de lado todo lo que impide recibirla.
El ser humano
es capaz de mover todos los obstáculos que se le presentan para alcanzar alimento cuando no lo posee,
pues bien, así debería obrar cuando se trata de alcanzar el alimento del pan de
vida, de manera que sea primera nuestra adhesión a Cristo y no al pecado
que nos impide recibirlo y participar de
su misma vida de santidad.
En el texto
del evangelio (Jn. 6, 51-58) Jesús anuncia que Él es el nuevo “maná” bajado del
cielo y que quien se alimenta con su Cuerpo y Sangre vivirá eternamente, ya que como alimento no
lleva a la muerte sino a la Vida, aunque haya que pasar por la muerte temporal.
Cristo al
prometer la Vida Eterna a quien se alimenta con Él asegura lo contrario para
quien no lo busca con sincero corazón
De hecho el
mismo Señor destaca que nada se logra sin la unión con Él, como el sarmiento
nada puede sin la unión a la vid (Jn. 15), ya que en el orden sobrenatural de
la gracia, alcanzamos todo sólo por la comunión con Jesús, mientras que el
pecado impide el mérito.
Al comulgar,
logramos con el Señor una intimidad perfecta
porque “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él”.
Al compartir
el sacramento en estado de gracia, le entregamos a Jesús nuestras debilidades,
limitaciones y pobrezas para que las transforme, y de Él recibimos su vida
divina, su gracia y la posibilidad de poder alcanzar lo que deseaba san Pablo
transformarnos en “otros Cristos”.
La recepción
de este sacramento al unirnos a Cristo nos permite pregustar los goces del
cielo, ya que la vida plena del hombre consiste en la vida divina participada,
que incoadamente comenzamos ya a percibir mientras peregrinamos por este mundo.
Si la
fragilidad del alimento terrenal nos hace tambalear en el sentido último de la
vida, la comida del Cuerpo del Señor nos afirma en la promesa de la comunión
plena en la vida eterna.
Esta unión
plena con el Señor exige previamente nuestra purificación interior, alejados de
todo pecado mortal por el sacramento del perdón.
Pero la
Eucaristía, a su vez, es origen de unidad entre los hermanos, porque formamos
un solo cuerpo místico, el de la Iglesia, los que comulgamos con el Cuerpo
Salvador. Precisamente la oración sobre las ofrendas de la liturgia de hoy,
reclama de Dios el don de la paz y de la unidad, significados en los dones de
pan y vino que serán alimento para los creyentes que ansían unirse al Señor y a
sus hermanos.
Hermanos: la
Iglesia exhorta a sus hijos a la participación activa y fiel del sacrificio de
la Misa cada domingo.
Los
fundamentos de esta exigencia los encontramos en lo que estamos considerando, y
así, porque la misa es el sacrificio renovado de Cristo que se ofrece al Padre
por nosotros, debemos participar de ella; porque la misa nos entrega el Cuerpo
del Señor y su Sangre gloriosa, hemos de recibirlos con limpieza de corazón,
sin pecado mortal; porque la misa une a los cristianos en el Cuerpo del Señor,
ofrecemos juntos el sacrificio de Cristo; porque el domingo es el día del Señor
resucitado, hemos de consagrárselo por medio de la ofrenda de su sacrificio.
Padre Ricardo B. Mazza.
Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz.
Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario