por CARLOS DANIEL LASA
Fuera los metafísicos, • ABRIL 2, 2017
Tengo ante mí el texto de un jesuita, el Padre Enrico
Rosa, publicado en el año 1909, el cual sostenía en su Prefacio que el
modernismo se presentaba como un cristianismo nuevo que amenazaba con suplantar
al antiguo[1].
Este intento referido por el Padre Rosa había sido
hartamente proclamado en la Iglesia a través de la voz y la prédica de
teólogos, profesores, sacerdotes, etc. Sin embargo, no había podido perforar la
doctrina oficial de la Iglesia Católica.
El estado de confusión que hoy refieren no pocos
católicos al describir la actual situación de la Iglesia Católica es el
resultado de advertir que ese nuevo cristianismo comienza a ser no sólo
propuesto para ser creído sino avalado y defendido por la misma Iglesia a
través de miembros de su máxima jerarquía, tanto mediante la palabra explícita
como a través del silencio cómplice o cobarde.
La operación de consumación de un nuevo cristianismo
está, en nuestros días, en pleno auge. Consideremos una clara manifestación de
esto: las palabras del General de la Compañía de Jesús. En Rossoporpora[2],
Giusseppe Rusconi le hace una entrevista al General de los Jesuitas, al
sacerdote venezolano Arturo Sosa. En la misma, Sosa afirma, entre otras cosas,
que los cristianos no sabemos bien, en realidad, aquello que ha dicho Jesús. No
podemos determinar el alcance de sus verdaderas palabras. Por esta razón, el
fiel católico se pregunta: pero entonces, ¿la Iglesia Católica ha venido
enseñando como verdaderas muchas cosas que, probablemente, ni el mismo Jesús
haya dicho?
En realidad, nos ilustra el Padre Sosa, en el último
siglo han florecido los estudios que buscan determinar qué cosa ha querido
decir Jesús. Y prosigue: “para mí, venezolano, una misma palabra puede tener un
significado diverso al que le otorga un español. Y eso no es relativismo, sino
que sólo certifica que la palabra es relativa; el Evangelio ha sido escrito por
seres humanos y es aceptado por la Iglesia que está compuesta de seres humanos.
¿Sabe qué dice San Pablo? No he recibido el Evangelio de ninguno de los
Apóstoles. He ido a encontrar a Pedro y Santiago por primera vez tres años
después de la conversión. La segunda, después de diez años y en esa ocasión
hemos discutido acerca de cómo debe ser comprendido el Evangelio. Finalmente me
han dicho que mi interpretación era adecuada, sin embargo, no debo olvidar a
los pobres… Por eso es verdad que ninguno puede cambiar la palabra de Jesús…
¡aunque sea necesario saber cuál ha sido!”. Y prosigue el General de los
jesuitas: “La Iglesia se ha desarrollado durante siglos, no es un pedazo de
cemento armado… ha nacido, ha aprendido, ha cambiado… para esto se hacen los
concilios ecuménicos, para puntualizar los desarrollos de la doctrina. Doctrina
es una palabra que no me agrada mucho ya que conlleva en sí la dureza de la
piedra. Por el contrario, la realidad humana es más matizada, no es jamás
blanca o negra, es un desarrollo continuo…”. En otras palabras, la doctrina
deberá dejar paso al discernimiento. Pero entonces, le pregunta el
entrevistador Rusconi, ¿existe una prioridad de la praxis del discernimiento
sobre la doctrina? Y Sosa le responde: “Sí, aunque la doctrina forma parte del
discernimiento. Un verdadero discernimiento no puede prescindir de la
doctrina”.
Un fiel cristiano no puede dejar de preguntarse: si
son las inteligencias de los teólogos y estudiosos, en general, quienes pueden
determinar lo que en verdad ha dicho Jesús, ¿entonces mi fe se asienta sobre
sentencias determinadas por meros hombres, absolutamente falibles como el que
escribe este artículo?, ¿no sostenía, acaso, la Iglesia Católica (digo
“sostenía” porque parece no seguir haciéndolo) que Dios mismo había dado a la
Iglesia, por medio de su jerarquía, la correcta interpretación de la revelación
divina?
El Padre Sosa no sólo permanece en sus declaraciones
(las cuales se apartan bastante de lo que la Iglesia ha venido enseñando
durante sus dos mil años de existencia), sino que, además, pretende imponer
urbi et orbi su visión, haciéndola pasar como propia de la Iglesia. En efecto,
todo aquel que osare contradecir los “vientos del discernimiento” y sea fiel a
la doctrina anteriormente predicada por la Iglesia se convertirá, ipso facto,
en un fundamentalista. Pareciera que el Padre Sosa no advierte que los
fundamentalistas son hijos de una Iglesia que les enseñó, durante casi dos mil
años, que las verdades reveladas no cambian sustancialmente y que, además,
pueden ser conocidas y testimoniadas. Entre ellas, aquella que enseña que el
matrimonio cristiano es indisoluble.
De las palabras del Padre Sosa se desprende, con mucha
claridad, que el discernimiento se funda, más que en la doctrina católica
expuesta a lo largo de sus dos mil años, en una interpretación filosófica a la
que él adhiere al modo de un dogma y que le ha sido dada por aquella línea de
la modernidad, la cual sostiene que el proceso del pensamiento humano hacia la
inmanencia radical es irreversible. En consecuencia, si la Iglesia no se
“moderniza”, no será capaz de fraternizar con los tiempos actuales,
permaneciendo fuera de la historia, es decir, no siendo capaz de tener ninguna
cuota de poder en el mundo actual. Para que ello no suceda, es necesario
fluidificar su doctrina llevando a cabo, en lugar de una evolución homogénea de
la misma, al modo de Vicente de Lérins, una verdadera revolución, una verdadera
ruptura que haga de la doctrina católica una realidad esencialmente lábil y, por
eso, adaptable a cualquier tiempo histórico.
Creo que el dispositivo para dar labilidad a la
doctrina se llama, en nuestros días, discernimiento. Mediante el mismo la
Iglesia irá erosionando el contenido revelado, aquello mismo que Pascal
denunciaba de los jesuitas en sus Cartas Provinciales. La renuncia a un
contenido revelado que desconocemos, según el Padre Sosa, permitirá a la
Iglesia ser aceptada por parte de una civilización que no sólo no admite la
existencia de un Salvador sino tampoco la de un Creador Perfecto, distinto del
mundo.
No puedo dejar de traer a mi memoria el libro de
Giorgio Agamben a propósito de la renuncia del Papa Benedicto XVI. En este
texto, Agamben refería: “Hay, en la Iglesia, dos elementos inconciliables y,
sin embargo, estrechamente relacionados: la economía y la escatología, el
elemento mundano-temporal y el que se mantiene en relación con el fin del
tiempo y del mundo. Cuando el elemento escatológico se eclipsa en la sombra, la
economía mundana se vuelve propiamente infinita, es decir, interminable y sin
objetivo”[3].
Notas
[1] Enrico Rosa. L’Enciclica “Pascendi” e il
modernismo. Studii e Commenti. Roma, Civiltà Cattolica, 1909, seconda edizione
conrretta e accresciuta, p. III.
[2] http://www.rossoporpora.org/rubriche/interviste-a-personalita/672-gesuiti-padre-sosa-parole-di-gesu-da-contestualizzare.html.
La traducción del texto italiano es nuestra.
[3] Giorgio Agamben. El misterio del mal. Benedicto
XVI y el fin de los tiempos. Avellaneda (Bs. As.), Adriana Hidalgo editora,
2013, 1ª edición, p. 30.
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