“Jesús
abandonado por todos, espera que nos abandonemos a Él en medio de nuestras
debilidades y desamparos”
La liturgia de este domingo se abre con la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén (Mt. 21, 1-11), siendo aclamado por los humildes y
sencillos que lo acompañan y lo reconocen como Mesías, incluyendo a los niños
hebreos, los cuales “son para Jesús el
ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder
pasar por el “ojo de una aguja”, a lo que referencia el relato del joven rico”(Benedicto
XVI). Los habitantes de Jerusalén
–distintos a estos que lo aclaman- serán los que gritarán el viernes santo, al
decir de Benedicto XVI, ¡Crucifícale,
crucifícale!, y que en esta oportunidad exclaman “¿Quién es éste? Y la gente respondía: Es Jesús, el profeta de Nazaret
en Galilea”. En ésta “actitud de
indiferencia y de inquietud a la vez, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había
anunciado repetidamente, y de modo más explícito en sus discurso escatológico”
(Benedicto XVI)
Los textos de los sinópticos que describen la entrada de
Jesús a Jerusalén refieren a una figura real, que aplicados a Él, se entienden como
referencias del que reina desde el árbol de la cruz y la mayor de las
humildades, la del Siervo de Yahvé, triturado por nuestros pecados.
De allí que el texto del evangelio (Mt. 26, 3-5.14-27,66)
describa el dolor del abandono al que se sometió el Salvador en su pasión y
muerte.
Pedro dirá que no se escandalizará mientras Jesús le
anuncia su triple negación e insiste en que morirá por el Maestro si fuere
necesario, acompañado además por los
discípulos en esta promesa incumplida.
Contemplamos el abandono por parte de los apóstoles
Pedro, Santiago y Juan cuando la oración en el huerto de los Olivos a pesar de
que el mismo Jesús les dice “Mi alma
siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo”.
En efecto, mientras Jesús sufre por lo que se avecina y
su voluntad divina se sobrepone al sentir de la voluntad humana, clamando: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de
mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”, los tres
apóstoles duermen, incapaces de velar junto a su Señor, quien por tres veces
los busca, quizás esperando compañía en la soledad que padece en cuanto hombre.
¡Pobre Jesús! ¡Cuántas veces padece en los desechados de
este mundo, próximos a morir despreciados por la sociedad, a causa del aborto,
la eutanasia, la violencia o la droga inmisericordes, mientras la sociedad,
incluyéndonos los creyentes, dormimos
despreocupadamente!
Sigue el relato con la llegada de Judas y una multitud de
acompañantes con el objeto de apresarlo, padeciendo nuevamente el abandono, no
sólo por la traición, sino porque también “entonces
todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”.
“Todos los
discípulos lo abandonaron” recuerda a tantos consagrados por el
sacramento del Orden, diáconos, presbíteros u obispos, que en el transcurso de la historia
abandonaron a Aquél que los llamó y con quien se habían comprometido de por
vida.
Abandono de no pocos consagrados, como en nuestro tiempo,
de su obligación de predicar la recta doctrina de fe o de la moral porque “huyeron” buscando una sociedad permisiva,
o tratando de acomodarse a los nuevos imperios de la cultura relativista.
Pedro mismo por tres veces niega a Jesús, por miedo al
qué dirán, abandonándolo a su suerte, como acontece con tantos católicos que no
dan testimonio de su fe por vergüenza, o prefieren ser fieles a ideologías
o a partidos políticos, u obrar por
conveniencias de todo tipo, antes que seguir a Jesús en su camino hacia la cruz
redentora.
Pero el colmo del abandono llegará cuando tenga que
admitir el que proviene de su propio Padre que lo hará exclamar desde la cruz “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Sal. 21).
Como hombre siente el abandono de Dios, como Hijo amado
sabe que el Padre está con Él, porque ambos son una sola cosa, porque su
alimento fue siempre hacer la voluntad del Padre, y porque donde está el Hijo
está también el Padre.
En Jesús se cumple lo que expresa san Pablo (Fil. 2,
6-11) cuando afirma que “presentándose
con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte
de cruz”, lo cual le valió que “Dios
lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús,
se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
proclame para gloria de Dios Padre: <Jesucristo es el Señor>”.
También nosotros no pocas veces nos sentimos abandonados
por Dios, sin reconocer que antes fuimos nosotros quienes nos alejamos de Él.
Cuántas veces decimos que Dios no nos escucha, que nos
prueba con enfermedades u otros males, que se ha olvidado que somos sus hijos,
sin acordarnos que hace tiempo que lo dejamos de amar y de imitar con una vida
de santidad.
Son esos los momentos en que debemos abandonarnos en sus
brazos de amor y misericordia, confiados en que su Providencia, aunque quizás
no se perciba, está presente para guiarnos por el camino del bien, con la
seguridad que si compartimos la suerte de Cristo en su pasión y muerte, seremos exaltados junto a Él
en la gloria del Padre por toda la eternidad.
Queridos hermanos: que la Eucaristía que vamos a recibir
en esta celebración nos haga esperar lo que creemos y que “por su Resurrección lleguemos a la gloria que anhelamos” (Or.
Postcomunión).
Padre
Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en
Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina.
Homilía en el domingo de Ramos, ciclo “A”. 09 de abril de 2017.- http://ricardomazza.blogspot.com;
ribamazza@gmail.com.-
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