Gerhard L. MÜLLER, cardenal prefecto de Doctrina de la
Fe
catolicos-on-line, 30-6-16
El Concilio Vaticano II intentó reabrir un nuevo
camino hacia la comprensión auténtica de la identidad del sacerdocio. ¿Pero por
qué se llegó ahora, a posteriori del Concilio, a una crisis de identidad
comparable históricamente sólo con las consecuencias de la Reforma protestante
del siglo XVI?
Pienso en la crisis de la doctrina del sacerdocio que
aconteció durante la Reforma protestante, una crisis a nivel dogmático, con lo
cual el sacerdote fue reducido a un mero representante de la comunidad,
mediante una eliminación de la diferencia esencial entre el sacerdocio ordenado
y el sacerdocio común de todos los fieles. Y luego pienso en la crisis
existencial y espiritual, acontecida en la segunda mitad del siglo XX, que
explotó cronológicamente luego del Concilio Vaticano II – pero por cierto no a
causa del Concilio – y cuyas consecuencias sufrimos todavía hoy.
Con gran perspicacia, Joseph Ratzinger pone en
evidencia que allí donde falta el fundamento dogmático del sacerdocio católico
no sólo se agota la fuente en la cual una vida puede abrevar en el seguimiento
de Cristo, sino que falta también la motivación que lleva a una razonable
comprensión, tanto de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos
(cfr. Mt 19, 12) como del celibato cual signo escatológico del mundo de Dios
que vendrá, signo de un vivir con la fuerza del Espíritu Santo, en alegría y
certeza.
Si se oscurece la relación simbólica que pertenece a
la naturaleza del sacramento, el celibato sacerdotal se convierte en los
resabios de un pasado hostil a la corporalidad y es acentuado y combatido como
la única causa de la penuria de los sacerdotes. No menos importante es que
desaparece también la evidencia, fundada en el magisterio y en la praxis de la
Iglesia, que el sacramento del Orden debe ser administrado sólo a varones. Un
oficio concebido en términos funcionales en la Iglesia se expone a la sospecha
de legitimación de un dominio, que por el contrario debería ser fundamentado y
limitado en sentido democrático.
La crisis del sacerdocio en el mundo occidental, en
las últimas décadas, es también el resultado de una desorientación radical de
la identidad cristiana frente a una filosofía que transfiere al interior del
mundo el sentido más profundo y el fin último de la historia y de toda
existencia humana, privándolo así del horizonte trascendente y de la
perspectiva escatológica.
Esperar todo de Dios y basar toda la vida en Dios, que
en Cristo nos ha dado todo: ésta y sólo ésta puede ser la lógica de una
elección de vida que, en la completa donación de sí, se pone en camino
siguiendo a Jesús, participando en su misión de Salvador del mundo, misión que
Él cumple en el sufrimiento y en la cruz, y que ha revelado ineludiblemente a
través de su Resurrección de entre los muertos.
Pero en las raíces de esta crisis del sacerdocio deben
señalarse también factores intra-eclesiales. Tal como muestra en sus primeras
intervenciones, Joseph Ratzinger posee desde el comienzo una viva sensibilidad
para percibir inmediatamente esos temblores con los que se anunciaba el
terremoto: sobre todo en la apertura, por parte de numerosos ámbitos católicos,
a la exégesis protestante en boga en los años '50 y '60 del siglo pasado.
Con frecuencia, por el lado católico, no hemos dado
cuenta de las visiones prejuiciosas que subyacían en la exégesis surgida desde
la Reforma. De este modo, en la Iglesia Católica (y Ortodoxa) se abatió la
furia de la crítica al sacerdocio ministerial, porque se presumía que éste no
tenía un fundamento bíblico.
El sacerdocio sacramental, totalmente referido al
sacrificio eucarístico – tal como había sido afirmado en el Concilio de Trento
–, a primera vista no parecía estar fundamentado bíblicamente, tanto desde el
punto de vista terminológico como por aquello que se refiere a las
prerrogativas particulares del sacerdote respecto a los laicos, especialmente
en lo que se refiere al poder de consagrar. La crítica radical al culto – y con
ella la superación, a la que se apuntaba, de un sacerdocio que limitase la
pretendida función de mediación – pareció que hacía perder terreno a una
mediación sacerdotal en la Iglesia.
La Reforma atacó al sacerdocio sacramental, porque se
sostenía que ponía en discusión la unicidad del sumo sacerdocio de Cristo
(basada en la Carta a los Hebreos) y marginaba el sacerdocio universal de todos
los fieles (según 1 Pe 2, 5). A esta crítica se unió por último la moderna idea
de la autonomía del sujeto, con la praxis individualista que deriva de ella, la
cual mira con sospecha cualquier ejercicio de la autoridad.
¿Qué visión teológica surgió de ello?
Por un lado se observaba que Jesús, desde un punto de
vista sociológico-religioso, no era un sacerdote con funciones cultuales y, en
consecuencia – para usar una fórmula anacrónica – era un laico.
Por otro lado, sobre la base del hecho que en el Nuevo
Testamento no se adopta ninguna terminología sagrada para los servicios y los
ministerios, sino más bien denominaciones consideradas profanas, pareció que se
podía considerar demostrada como inadecuada la transformación – en la Iglesia
de los orígenes, a partir del siglo III – de aquéllos que desarrollaban meras
“funciones” en el interior de la comunidad en poseedores impropios de un nuevo
sacerdocio cultual.
A su vez, Joseph Ratzinger somete a la crítica
histórica marcada por la teología protestante a un examen crítico puntual y lo
hace distinguiendo los prejuicios filosóficos y teológicos que subaycen en el
uso del método histórico. De ese modo, él logra mostrar que con las
adquisiciones de la moderna exégesis bíblica y un análisis preciso del
desarrollo histórico-dogmático se puede llegar en forma muy fundamentada a las
afirmaciones dogmáticas producidas sobre todo en los Concilios de Florencia, de
Trento y del Vaticano II.
Lo que Jesús significa para la relación de todos los
hombres y de toda la creación con Dios – en consecuencia, el reconocimiento de
Cristo como Redentor y Mediador universal de salvación, desarrollado en la
Carta a los Hebreos por medio de la categoría de “Sumo Sacerdote” (Archiereus)
– no dependió nunca, como condición, de su pertenencia al sacerdocio levítico.
El fundamento del ser y de la misión de Jesús reside
más que nada en el hecho que el procede del Padre, de esa casa y de ese templo
en el cual habita y debe estar (cfr. Lc 2, 49). Es la divinidad del Verbo que
hace de Jesús, en la naturaleza humana que él ha asumido, el único y verdadero
Maestro, Pastor, Sacerdote, Mediador y Redentor.
Él hace partícipes de su consagración y misión
mediante la llamada a los Doce. De ellos surge el círculo de los apóstoles que
fundan la misión de la Iglesia en la historia como dimensión esencial de la
naturaleza eclesial. Ellos transmiten su poder a los líderes y pastores de la
Iglesia universal y particular, quienes obran a nivel local y supra-local.
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