por Russell
Ronald Reno
Editor de First Things
Traducido
para InfoCatólica por Jorge Soley
Familia y fe. Son dos poderosos modos
de pertenencia, uno natural, el otro sobrenatural. Pero ambas, también, son
debilitadas por las fuerzas disolventes de nuestro tiempo. La reciente
Exhortación Apostólica del Papa Francisco sobre la Familia, Amoris Laetitia,
representa un esfuerzo para combatir esta tendencia. El documento afirma muchos
aspectos de la enseñanza de la Iglesia Católica sobre el matrimonio, incluyendo
su permanencia. Pero también busca aumentar el alcance de la discreción
pastoral de modo que aquellos en situaciones “irregulares” puedan participar de
modo tan pleno como sea posible en la vida sacramental de la Iglesia.
El esfuerzo por ser más pastoral
caracteriza este pontificado. Francisco quiere enfatizar el poder del amor de
Dios, incluso en circunstancias en las que hemos dudado, fallado y caído.
Desafortunadamente, Amoris Laetitia participa más que resiste en las tendencias
disolventes de nuestros tiempos. Se trata de una complicidad inconsciente, no
hay duda. Pero podemos verlo en la manera en que la exhortación convierte el
matrimonio en algo a lo que aspiramos en vez de una realidad sacramental en la que podamos
confiar. La Iglesia parece convertirse en un instrumento plástico de
misericordia, no en un ancla estable.
Cuando el documento fue publicado, los
periodistas se fijaron en el capítulo 8, “Acompañar, discernir e integrar la
fragilidad”. Allí, Francisco aborda la controvertida cuestión de si aquellos en
situaciones “irregulares” pueden recibir la Comunión, incluyendo a aquellos que
se han divorciado civilmente y se han vuelto a casar, pero cuyo primer
matrimonio no ha sido anulado.
Los comentarios sobre las
implicaciones del lenguaje, a menudo técnico y a veces confuso, del capítulo
han sido abundantes. Los canonistas y los moralistas han analizado lo que
Francisco ha escrito de diversas maneras. Pero una cosa es clara: Francisco realiza un paso conceptual mal
planteado. Para crear una atmósfera de flexibilidad y bienvenida, habla del
matrimonio como de un “ideal” más que como de una realidad sacramental.
Esta estrategia convierte la
permanencia misma en un ideal. El divorcio lo traiciona, por supuesto. Tal y
como Francisco escribe, “debe quedar claro que este no es el ideal que el
Evangelio propone para el matrimonio y la familia”. Es más, “de ninguna manera
la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto
de Dios en toda su grandeza”.
Parecen afirmaciones decisivas, pero
no lo son. Volver a casarse después del
divorcio es una “situación objetiva” que la Iglesia enseña que es un
impedimento para la recepción de la Comunión. La razón es clara. La Iglesia no
reconoce el divorcio civil y en consecuencia considera el primer matrimonio
como aún existente. Así que el segundo
matrimonio (si no hay nulidad) no es ningún matrimonio, sino más bien una
relación adúltera.
Para evitar este juicio sumario basado
en la “situación objetiva” del divorcio y del nuevo “matrimonio”, Francisco
sugiere que lo que realmente importa es el “ideal”. Las preguntas clave se
convierten en subjetivas, no objetivas. ¿Divorciado y vuelto a casar? Sí, esto
presenta serias dificultades. Pero hay una salida (quizás). ¿Haces la
penitencia apropiada por el fracaso pasado de estar a la altura del “ideal”, y
ahora estás de nuevo comprometido con el “ideal” de un modo sincero? El
discernimiento consciente de una persona sobre la respuesta a esta pregunta,
sugiere Francisco, es lo que importa. La relación de uno con el “ideal”,
determinado en “conversación con el sacerdote”, puede abrir la vía para un
mayor discernimiento sobre “aquello que obstaculiza la posibilidad de una
participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden
favorecerla y hacerla crecer”.
¿Significará este proceso de
auto-examen que los católicos divorciados y vueltos a casar recibirán la
Comunión en ciertas circunstancias? El debate continúa, y es realmente
importante. Sin embargo debemos concluir que la dimensión más importante de
Amoris Laetitia se encuentra en el hecho de que Francisco adopta y afirma lo que la mayoría de nosotros experimentamos
hoy en día. Esto no es de mucha ayuda. En nuestra cultura del divorcio, la
permanencia es sólo un lejano ideal al que podemos aspirar. El matrimonio ya no
es una institución sólida en la que podamos confiar.
Lo que es cierto para el matrimonio es
también verdad para una gran parte de nuestra propia experiencia. Sufrimos una
existencia crecientemente atomizada, fluida y vulnerable porque carecemos de
instituciones en las que podamos confiar. Tenemos ideales de sobra, algunos
bastante nobles. Pero tenemos poquísimos lugares estables en los que apoyarnos y pocos caracterizados por la
permanencia fuera de toda duda.
En cierto punto, Francisco escribe
sobre los “valores del Evangelio”. Se entiende el porqué. Hablar de valores es
popular en nuestros días. Es una manera de señalar una aspiración moral sin
centrarse en los problemáticos “no harás esto”. Junto a los ideales, los
“valores” nos permiten imaginar una perspectiva moral sin ley, un fracaso moral
sin vergüenza y un discernimiento moral sin juicios negativos.
Esto explica porqué nuestra época
terapéutica está repleta de ideales y valores. Los encontramos en las
definiciones de la misión de las universidades. Las empresas pregonan orgullosamente sus valores y el
“idealismo” se convierte en un instrumento de marketing. Compra estos zapatos o
esa pasta de dientes, y la Compañía X hará una contribución para erradicar la
polio, plantar un árbol o llevar la conexión a
internet a África. Es un
peligroso paso en falso para la Iglesia el meterse en el negocio del marketing
de ideales y valores.
Parménides fue uno de los pensadores
griegos que aparecieron antes de Sócrates. Su tarea filosófica se le reveló
cuando la diosa Justicia le susurró al oído: “aférrate a lo que es y no puede
no ser”. “Únete a lo permanente” fue su mensaje. Esto es precisamente lo que un
hombre y una mujer buscan cuando hacen sus votos matrimoniales. Desean una
alianza que sea y no pueda no ser.
Este deseo es de una realidad, no de
un ideal. Por esta razón, la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, por
muy estricta que sea para los estándares de nuestro tiempo, es una buena
noticia, un evangelio en un sentido que los ideales y los valores jamás podrán
serlo. Somos criaturas finitas, a menudo socavadas por nuestros propios deseos
deformados y malas elecciones, y siempre vulnerables ante el sufrimiento y la
muerte. El sacramento del matrimonio nos ancla, fundiendo nuestras frágiles
vidas con algo que no será erosionado, que no nos fallará o nos traicionará,
incluso si nosotros lo traicionamos. Rechazar
el divorcio, como la Iglesia Católica ha hecho, es asegurarnos que la
permanencia en el matrimonio no es un elusivo ideal, sino una realidad accesible.
Francisco juzga mal nuestra época.
Parece que piensa que estamos encerrados dentro de rígidas instituciones y
machacados por sistemas legalistas. En mi opinión, la situación es la
contraria. Vivimos en una época disolvente. El problema no es que el divorcio
sea juzgado severamente. El problema es que los jóvenes experimentan el
matrimonio como una institución frágil, incapaz de protegerles del implacable
flujo de la vida.
Esto es parte de la vida sin una
herencia segura. Se puede confiar en muy pocas instituciones hoy día. La
corriente sin fin de poder y dinero gobierna nuestro fluido mundo. Cualquier
permanencia que sea posible hoy depende de compromisos personales inalterables,
una terrible carga para cualquiera con suficiente autoconocimiento para
reconocer lo voluble que es nuestra naturaleza caída. Es una triste ironía que
Francisco gravite hacia nociones como “valores” e “ideales”. Son parte del kit
de herramientas contemporáneo para disolver las verdades permanentes. Sirven al
ideal central de nuestro tiempo: el individuo solitario navegando por su cuenta
hacia sus propios fines.
San
Agustín observó que todos somos peregrinos en este mundo, caminando hacia
nuestro hogar en el cielo. Pero no pensaba que estuviéramos solos y sin hogar.
En Cristo, Dios se hizo hombre, no un ideal. Sus sacramentos hacen real lo que
significan: no simbolizan valores. Su Iglesia es una “situación objetiva”, una
civitas con su propio culto, ritos y leyes.
El papa Francisco habla a menudo y con
elocuencia sobre “acompañamiento”. Mientras que tantas otras instituciones
ceden en nuestros disolventes tiempos, el mayor regalo de la Iglesia es
acompañarnos con una tenaz donación, una inflexible permanencia.
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