Exposición de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La
Plata, en el I Congreso teológico, que se está realizando en el marco del XI
Congreso Eucarístico Nacional de Tucumán (15 de junio de 2016)
Aica, 17-6-16
La cuestión teológica encerrada en el título de esta
comunicación tiene inmediatas repercusiones pastorales. De hecho su abordaje
por mi parte incluye la experiencia de las decisiones adoptadas en la
Arquidiócesis de La Plata hace más de una década.
Al comenzar la temática correspondiente a la
Eucaristía, el Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece la siguiente
descripción: La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han
sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados
más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la
Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor. (CCE
1322)(1). El orden de los sacramentos de iniciación allí expresado corresponde
a la concepción originaria del proceso por el cual una persona “se hace”
cristiana y a la lógica teológica que preside el orden sacramental; los tres
ritos pueden separarse en el tiempo –como ocurre en la tradición latina– pero no
existen razones intrínsecas para alterar la sucesión Bautismo - Confirmación -
Eucaristía. Cada uno de los tres sacramentos está abierto a la continuidad de
un crecimiento dinámico hacia la plenitud del ser cristiano que ha de
actualizarse luego de modo permanente en la participación asidua del memorial
del Señor.
En las últimas décadas las transformaciones culturales
y sociales han incidido en las orientaciones pastorales de la Iglesia; me
permito remarcar especialmente una tendencia a interpretar de modo subjetivista
y psicologista las realidades objetivas de la fe y del orden sacramental.
Además, en el caso que me interesa tratar de la ordenación de la Confirmación a
la Eucaristía, el influjo de algunas tendencias teológicas ha inclinado a hacer
insólitamente del “sello del Espíritu Santo” una especie de compromiso
optativo, reservado a quienes se deciden a convertirse en militantes y que sólo
sería posible en la adolescencia y aun en edad más avanzada. Sobre todo en el
ámbito escolar es frecuente presentar así el ofrecimiento de la Confirmación,
aun cuando las estadísticas prueban que semejante desplazamiento del orden
objetivo de la iniciación no se compensa con una mayor perseverancia ulterior
de los jóvenes en la práctica de la vida cristiana y con su inserción activa en
la comunidad eclesial.
Corresponde ahora decir algo sobre la identidad propia
del sacramento de la Confirmación. Eludo las cuestiones históricas acerca de su
institución y de la configuración concreta del rito(2). El Catecismo de la
Iglesia Católica recuerda que en los primeros siglos, generalmente, la
Confirmación constituía una única celebración con el Bautismo, y cita a San
Cipriano, que hablaba de un “sacramento doble” (1290). Santo Tomás recoge en su
estudio una amplia tradición originaria resumida en la cita de una carta del
Papa Melquíades (311-314) a los obispos de España, en la que aparece el término
clave: el Espíritu Santo, que en el Bautismo nos otorga la regeneración para la
vida, en la confirmación nos fortalece: in baptismo regeneramur ad vitam, post
baptismum roboramur (III q.72 a 1 c.). Ese vigor equivale a la plenitud de la
gracia, o de la comunicación del Espíritu, que nos lleva a la adultez de la
vida espiritual. Se aplica a este don posterior al Bautismo la noción natural
de crecimiento (motus augmenti). Se suceden en los tres primeros artículos de
esa cuestión 72 fórmulas equivalentes: in hoc sacramento datur plenitudo
Spiritus Sancti (a. 1 ad 1); la Confirmación es sacramentum plenitudinis
gratiae (a 2, ad 4); es necesaria para la salvación en cuanto operatur ad
perfectionem salutis (ad 3). En el artículo segundo se halla esta fórmula más
completa: in hoc sacramento datur plenitudo Spiritus Sancti ad robur
spirituale, quod competit perfectae aetati. Es interesante señalar que robur es
el nombre latino del roble, de allí que el sustantivo signifique asimismo
fortaleza, firmeza, dureza, solidez, constancia de ánimo. Otra expresión a
retener: el olivo, de donde sale el aceite, utilizado para la elaboración del
crisma, es siempre verde en su fronda, y por tanto virorem et misericordiam
Spiritus Sancti significat (a.2 ad 3). Llama la atención que el gran doctor de
la Iglesia relacione el verdor con la misericordia; ha pensado quizá que la
misericordia del Señor dura para siempre. A partir del artículo cuarto el
Aquinate añade la finalidad específica para la cual se recibe la plenitud del
Espíritu que lleva al cristiano a la madurez objetiva del don recibido en el
Bautismo: es la lucha. Para ello se le confiere una potestas, un poder diverso
de la capacidad bautismal. Hoy hablamos del testimonio, quizá sin advertir que
esta actitud, o mejor, esta acción que de hecho compete al cristiano, conlleva
afrontar la contradicción, muchas veces en situaciones sumamente conflictivas y
penosas. Tomás lo enuncia así: confirmatus accipit potestas publice fidem
Christi verbis profitendi, quasi ex officio (a. 5 ad 2). Es el oficio que le
corresponde. El Catecismo de la Iglesia Católica cita este pasaje en el n.
1305. Según el Aquinate batallar contra los enemigos invisibles compete a
todos; lo que corresponde a los confirmados en cuanto tales es hacer frente a
los enemigos visibles –persecutores fidei-; para eso, para confesar el nombre
de Cristo han sido llevados espiritualmente a la edad viril (a. 5.c.). Recuerdo
que en el lenguaje pastoral se decía comúnmente que la Confirmación hace al
cristiano soldado de Cristo. Digamos de paso que no corresponde, para una
interpretación actual de estos términos, aplicar la perspectiva de género: es obvio
que en el texto se habla de varones y mujeres y que parece corresponder a la
naturaleza de las cosas calificar de viril el poder y la fuerza. Las santas
mujeres –pienso, por ejemplo en Santa Teresita del Niño Jesús y en la infancia
espiritual que vivió y enseñó- fueron espiritualmente viriles. La situación que
afronta todo cristiano en la sociedad de nuestros días requiere efectivamente
mucha fuerza espiritual, no sólo para difundir la fe, sino también para no
perderla el cristiano mismo. Es muy bello lo que indica Santo Tomás, a saber:
que en la edad infantil el hombre puede alcanzar la perfección de la vida
espiritual (a. 5 ad 2). Otra vez el Catecismo (1308) cita al Angélico (III, 72,
8 ad 2) para advertir que no se debe confundir la edad adulta de la fe con la
edad adulta del crecimiento natural.
Una última referencia tomasiana sobre la identidad del
segundo rito de la iniciación. La Confirmación es quasi ultima consummatio
sacramenti baptismi: por el Bautismo los fieles son edificados, por la Confirmación
son dedicados como templo del Espíritu Santo; ellos eran como una carta
espiritual a la que la Confirmación pone como firma el sello de la cruz (a. 11
c.). Se alcanza entonces como un total acabamiento del Bautismo.
Hace ya más de medio siglo, Louis Bouyer, que estudió
detenidamente las cuestiones referidas a la iniciación cristiana, escribió: el
Bautismo y la Confirmación tienen en el interior de la gran unidad eucarística
una conjunción absolutamente especial. Para decir verdad, no son sino dos fases
sucesivas pero inseparables de una sola y única iniciación; eso es lo que brota
maravillosamente de los textos litúrgicos más venerables(3). El autor llama
aquí a la iniciación “gran unidad eucarística”, análogamente a como se puede
designar agápe al conjunto sobrenatural de la realidad cristiana: la fe, los
sacramentos y la vida según el Evangelio.
El discurso acerca de la identidad de la Confirmación
nos lleva a sostener que el bautizado que carece de aquel “sello del Espíritu”
tiene algo inacabado en su Bautismo y por lo tanto resulta asimismo inacabada
su eventual participación en la Eucaristía; el acabamiento implicaría –habiendo
llegado a la mayor edad- un hacerse cargo personalmente de la condición
bautismal, sobre todo si se tiene en cuenta la separación temporal de los tres
sacramentos en el rito latino. No obstante, nos encontramos aquí en terreno
peligroso, ya que ligar la Confirmación a una renovación de las promesas
bautismales, si se posterga la recepción del sacramento para después de la
primera comunión, equivaldría a una concesión absurda al planteo protestante:
convertir la realidad objetiva del don del Espíritu (que la Reforma ha
eliminado) en una iniciativa del sujeto que profesa la fe ante la comunidad.
Para los católicos el ámbito adecuado para una solemne renovación de las
promesas bautismales es la Vigilia Pascual. En aquella hipótesis quien se
bautiza siendo adulto no necesitaría de la Confirmación.
El Bautismo es llamado con razón la puerta de los
sacramentos; la Confirmación –según lo reconoce Santo Tomás- participa de esa
cualidad, ya que este segundo paso de la iniciación también ordena al culto
divino; en cierta manera, quodammodo indica el Aquinate, lo cual por otra parte
ya está insinuado en el uso que hago del vocabulario de la participación, que
no se encuentra en el texto (III q. 63 a. 6 c.). Esta indicación remite a otra:
todos los sacramentos se ordenan como a su fin a la Eucaristía, que es el
principal, potissimum. El Bautismo tiene por fin la recepción de la Eucaristía,
y en eso el bautizado es perfeccionado por la Confirmación. El texto de la Suma
(III q. 65 a. 6) reza: in quo etiam perficitur aliquis per confirmationem, ut
non vereatur se subtrahere a tali sacramento. Esta referencia al temor
(vereatur) le parece muy poco a Jean-Hervé Nicolas(4), que comenta con sorpresa
el pasaje aquí citado. Es verdad que el vigor y la inclinación a la Eucaristía
constituyen una cualidad objetiva propia del plus de la perfección que otorga
la Confirmación; se trata por tanto de una ordenación sobrenatural propia de
las relaciones intrínsecas en el orden sacramental. El verbo vereor significa
también respetar, venerar, reverenciar; es probable que la observación de Tomás
se refiera a la situación religioso-cultural de su época: el reconocimiento de
la grandeza de la Eucaristía y de la indignidad propia del posible comulgante
de suyo lo retraen. La Confirmación lo impulsa. Es un asunto de máxima seriedad
pastoral averiguar, si fuera posible hacerlo, por qué la mayor parte de los bautizados,
una amplísima mayoría, y confirmados muchos de ellos, no participan del culto
divino.
El ordenamiento del Bautismo y de la Confirmación a la
Eucaristía puede expresarse utilizando la categoría del votum, el deseo, con
tal que se lo entienda como una inclinación objetiva, más aún, un reclamo o
necesidad propia de la estructura sacramental de la iniciación cristiana. El
Bautismo comprende el deseo de la Eucaristía y por tanto asimismo comprende el
deseo (votum) de la Confirmación. Digamos entre paréntesis que por eso el
simple bautizado puede participar plenamente de la Eucaristía. Pero si
atendemos a lo ya dicho con abundancia acerca de la Confirmación como
complemento y perfección del Bautismo, corresponde que el orden de los
sacramentos en la iniciación cristiana sea: Bautismo, Confirmación, Eucaristía.
Esta secuencia puede ser observada –en mi opinión debería siempre serlo- en un
ciclo catequístico trienal en el que la Reconciliación aparezca, en relación al
Bautismo, como paenitentia secunda, ya que en el símbolo de la fe confesamos
que la finalidad del Bautismo es la remisión de los pecados, la penitencia o
reconciliación primera.
Las cuestiones relativas al orden de los sacramentos
de iniciación y a la edad en que corresponde recibirlos, especialmente la edad
adecuada para celebrar la Confirmación, están estrechamente vinculadas, tanto
en la historia de los ritos como en la argumentación teológica más reciente.
Concretamente, el problema de la edad de la Confirmación se relaciona con la
planificación de la catequesis de los niños y con el lugar asignado a la
Primera Comunión en el itinerario de la formación cristiana. En 1910 el Papa
San Pío X, reaccionando contra ciertos resabios de jansenismo, estableció que
debía admitirse a los niños a la Confesión y a la Sagrada Comunión llegados a
la edad de la discreción, que describe así: aquella en la cual el niño empieza
a razonar, esto es, hacia los siete años, ya algo después, ya también algo
antes. En su decreto Quam singulari no se menciona la Confirmación, aunque era
bastante común que precediera a la Primera Comunión, ya que ésta quedaba
postergada hasta el comienzo de la adolescencia. En el Catecismo prescrito por
el mismo pontífice en 1905 se indica como edad conveniente para recibir el
“sello del Espíritu” hacia los siete años. Se exhiben estas razones: porque ya
entonces suelen comenzar las tentaciones y además de conocer suficientemente el
niño la gracia del sacramento, puede luego acordarse de haberlo recibido (5).
Cuando el acceso a la Eucaristía fue permitido a los niños a muy temprana edad,
se fue dejando la Confirmación para más tarde. Sin embargo, no era en absoluto
necesario que su recepción se dilatara mucho más, puesto que, si bien la
tradición latina separa en el tiempo la Confirmación del Bautismo y sugiere que
el “sello del Espíritu” sea diferido hasta una edad en la que el niño pueda
participar personalmente, no se ve por qué haya que exigir mayores requisitos
para la Confirmación que para la primera recepción de la Eucaristía. Durante la
renovación catequística de los años 60 del siglo pasado se sostuvo tenazmente
la opinión de que la Confirmación debía postergarse hasta la adolescencia y esa
práctica se extendió bastante. Todavía subsiste en algunos lugares. Se impone,
en mi opinión, entonces recuperar el orden originario y ubicar la Confirmación
antes de la Primera Comunión. Tal es el lugar exacto que le corresponde, como
lo expresa la lex orandi en el primer prefacio que aporta el Misal para la misa
de la Confirmación: Tú, en el Bautismo, das nueva vida a los creyentes, y los
haces participar en el misterio pascual de tu Hijo. Tú los confirmas con el
sello del Espíritu Santo mediante la imposición de manos y la unción del
crisma. Tú invitas a la mesa del banquete eucarístico a quienes han sido
renovados a imagen de Cristo, el ungido por el Espíritu Santo y enviado para
anunciar la salvación, y los haces testigos de la fe en la Iglesia y en el
mundo. Es propio del cristiano plenamente formado por el Espíritu Santo
participar de la mesa del Señor en la asamblea eucarística. No corresponde
alterar el dinamismo propio de la iniciación cristiana y someterlo a dudosos
arbitrios pastorales.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Notas:
(1) CCE: Catechismus Catholicae Ecclesiae
(2) Es curiosa la opinión sostenida en la Suma
Alejandrina (part. IV, q. 9 memb.1) a la que adhiere San Buenaventura (IV Sent.
Dist. 7, a.1, q. 1 ad 1; q. 2): la Confirmación habría sido instituida en el
Concilio de Meaux el año 845. Santo Tomás alude a esta opinión diciendo que
quidam opinaron que el sacramento no fue instituido ni por Cristo ni por los
apóstoles sino tiempo después en un concilio.
(3) Bouyer, Louis, VAA 29 (1954) pág. 170.
(4) Jean- Hervé Nicolás: Syntèse dogmatique, Ed. Univ.
Fribourg Suisse – Ed. Beauchesne, 1985, pág. 867
(5) Catecismo Mayor, prescrito por San Pío X, 3ra ed.
Madrid, Magisterio Español, 1973. La respuesta se encuentra en el n° 590. En
los viejos catecismos –como el célebre Ad parochos del Concilio de Trento, era
muy común tratar los sacramentos como entidades separadas, como si se hubiera
perdido de vista el complejo sacramental de la iniciación cristiana.
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