Las armas no son el problema
Riccardo Cascioli
Brújula cotidiana,
26-05-2022
La nueva masacre
de niños en Texas a manos de un joven de 18 años armado que irrumpió en la
escuela primaria Robb de Uvalde no ha dejado indiferente a nadie y hace que uno
se pregunte cuál es la causa de la repetición de estos tiroteos masivos. Por
desgracia, parece un ritual inútil que se repite con cada masacre, ya que tras
los días de luto y las polémicas políticas todo sigue igual hasta el siguiente
tiroteo.
Una de las razones
de esta inutilidad radica en que siempre se reacciona dando por sentada la
respuesta: la culpa es de las armas que circulan libremente en Estados Unidos,
y por tanto es el lobby armamentístico el que impide que el Congreso intervenga
para limitar o prohibir su compra. Desde ayer todos los periódicos están llenos
de estos análisis que repiten la misma tesis. Pero, ¿es realmente así? ¿O hay
otros factores que hay que tener en cuenta y que a la larga son mucho más
decisivos que las armas?
La realidad es que
la tesis de que “todo es culpa de las armas” es muy simplista por varios
factores, entre ellos el hecho de que “es el hombre el que mata, no su espada”,
como recordó Juan Pablo II en su Mensaje del Día de la Paz de 1984. Por lo
tanto, tenemos que mirar con más realismo al hombre, su corazón y sus motivos,
y no tanto su espada o su fusil.
Dejemos a un lado
el hecho de que la posesión personal de armas en los Estados Unidos tenga sus
raíces en los orígenes que sitúan la libertad y la propiedad privada como
fundamento de la identidad americana. Hay otros datos sobre la difusión y el
uso de las armas que hacen dudar de que ésta sea la verdadera causa del
problema. En primer lugar, Estados Unidos no es el único país en el que hay
muchas posibilidades de tener armas en casa. Tan sólo hace dos años que Canadá
puso límites al prohibir la compra de rifles de asalto, pero hasta entonces los
tiroteos masivos han sido muy raros.
En muchos otros
países, además, es muy fácil conseguir armas de forma más o menos legal
–pensemos sin ir más lejos en México y Venezuela-, pero no existe este fenómeno
aunque la violencia esté muy extendida. Además, el hecho de que –como dice un
informe del FBI publicado hace unos días y citado por la BBC- los ataques
armados por parte de ciudadanos particulares se hayan duplicado desde el inicio
de la pandemia de Covid-19 desmiente una relación directa entre la
disponibilidad de armas y los tiroteos masivos (las armas no se han duplicado
en el mismo periodo). Más bien debería plantear algunas preguntas sobre las
consecuencias de ciertas políticas de gestión de la pandemia.
Por supuesto, es
innegable que el hecho de disponer de armas facilita y hace mucho más eficaces
las acciones de quienes, en su fuero interno, han decidido volcar su ira sobre
los inocentes. Pero esto sería un factor decisivo si tales masacres fueran
impulsivas. Es decir, una reacción inmediata a un supuesto agravio sufrido,
como ocurre, por ejemplo, en los conflictos de tráfico (asesinatos por un
adelantamiento indebido o por una plaza de aparcamiento “robada”) o en los
asesinatos pasionales (un marido que descubre a su mujer con su amante): en
estos casos, por supuesto, un arma preparada marca la diferencia.
Pero los tiroteos
masivos de los que hablamos son masacres cuidadosamente planificadas,
atentamente preparadas durante días y semanas, incluso anunciadas en algunos
casos en las redes sociales. Esto
significa que los que tienen estas intenciones también tienen mucho tiempo para
obtener las armas necesarias de alguna manera, incluso ilegalmente. Y ante
esta determinación, aunque no hubiera armas, podría utilizar otro medio: por
ejemplo, podría lanzarse con un coche a toda velocidad contra la multitud a la
entrada o a la salida de la escuela.
Volvamos entonces
al hombre, a su corazón, a su mente. ¿Qué impulsa a cometer actos tan
terribles? No pretendemos tener una respuesta exhaustiva, ya que el misterio
del mal es imposible de explorar completamente. Pero podemos observar ciertos
factores que coinciden en la mayoría de estos tiroteos masivos. El primer
elemento es la escuela, sin duda el lugar más afectado: en diez años, desde el
ataque de diciembre de 2012 en las escuelas primarias de Sandy Hook
(Connecticut) con 27 muertos, ha habido nada menos que nueve tiroteos en
escuelas, prácticamente uno por año. Antiguos alumnos del mismo centro, en su
mayoría, que en ese entorno sienten que han sufrido injusticias, han acumulado
frustraciones, se han descubierto fracasados: como Salvador Ramos, el joven de
18 años protagonista del atentado de esta semana. El “sueño americano” se ha
convertido en una pesadilla para ellos.
Otro factor, la
juventud: salvo un caso, todos los protagonistas de los ataques escolares desde
2012 tenían entre 15 y 25 años. Y todos ellos vivían situaciones familiares
complicadas, padres divididos y ausentes, historias de abuso y, obviamente,
también tenían problemas psicológicos o psiquiátricos. Jóvenes, solitarios, infelices,
desesperados. Y suicidas: sí, porque todos ellos se han suicidado después de
disparar o bien se han dejado matar por la policía. Todos mataron queriendo
morir ellos mismos: casi un último y desesperado intento de experimentar la
compañía, al menos en la muerte.
Controlar las
armas; evitar que lleguen a manos de personas ya señaladas por problemas
mentales, prevenir las manifestaciones extremas no abandonando a las personas
problemáticas a su suerte: todo esto puede ciertamente ayudar a limitar los daños,
quizás a evitar algunas tragedias, pero no deja de ser una intervención sobre
los síntomas.
Lo que hay que
hacer es ir a la raíz del mal: se necesita un sentido para vivir, en primer
lugar, un encuentro que corresponda a las verdaderas necesidades del corazón.
Pero este es un tesoro cada vez más raro de encontrar en una sociedad que
pretende construirse sin Dios o incluso contra él. Esto es lo que hay que
reflexionar en primer lugar.
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