Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 24/05/22
El Rosario y la
vida cristiana.
El Santo Rosario,
a partir de sus orígenes medievales en el ámbito de la Orden Dominicana, se
convirtió en la devoción por excelencia del pueblo católico. A la ofrenda de
esta Corona de Rosas a la Madre de Dios, se atribuyó la obtención de gracias
personales a los creyentes, pero también de hechos milagrosos, de grandes
prodigios. Viene rápidamente a la memoria el triunfo de Lepanto, que detuvo en
el Mediterráneo el avance del Imperio Otomano. El Papa San Pío V reconoció el
hecho como un don divino, logrado por la intercesión de Nuestra Señora de la
Victoria; a la que él invocó e invitó a suplicar mediante el rezo del Rosario.
Los Sumos Pontífices elogiaron repetidamente esta devoción, y la recomendaron a
los fieles. Un caso singular es el de León XIII, el Papa de la Rerum novarum,
que publicó un buen número de encíclicas sobre el Rosario.
Dos
acontecimientos misteriosos, que tuvieron gran repercusión en la Iglesia, y en
el mundo, apariciones de la Madre del Señor, pusieron de relieve su relación
con el Rosario. En Lourdes (1848), a Bernadette Soubirous; actualmente, el
Rosario de la tarde, cada día, concita allá la participación de miles de
peregrinos. En 1917, en Fátima, tres pastorcitos portugueses, Rosario en mano,
recibieron los secretos del Cielo. Otro lugar sagrado que es meta de
peregrinación.
San Juan Pablo II
ha dado abundantes testimonios de su amor al Rosario. A él le debemos la feliz
iniciativa de completar los tradicionales quince Misterios, con otros cinco;
que permiten ahora contemplar enteramente la vida de Jesús. Los Misterios
Luminosos, o Misterios de la Luz, resuelven el salto que se daba anteriormente
del hallazgo del Niño Jesús, a los 12 años, en el Templo de Jerusalén, a la
oración en el huerto de Getsemaní, después de la Última Cena.
El Rosario tiene
una doble dimensión. Es oración interior, meditación o contemplación; nos hace
detener con la mirada del espíritu en los misterios de Cristo, acercándonos al
Corazón de su Madre, María Santísima. Ella «conservaba estas cosas en su
Corazón» (Lc 2, 51); «conservaba estas cosas y las meditaba en su Corazón» (Lc
2, 19). Ella, día a día, iba comprendiendo cada vez mejor el misterio de la Persona
divina de su Hijo; a quien Ella misma había dado carne y sangre de humanidad,
sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo. Contemplaba admirada
en Nazaret todo lo que concernía al Niño, que estaba sujeto a Ella, y a José
(Lc 2, 51).
La contemplación
de los Misterios consiste en detenerse en ellos, y «mirarlos»; sea con la
imaginación que confiere figura y color a los textos evangélicos, que nos son
bien conocidos, o mediante el aprecio de las obras de arte que los han
representado, y que guardamos en la memoria, y pueden ser evocadas. Aunque es
el espíritu el que los aborda como un ejercicio de fe y de amor.
Esta forma de
oración «mental», expresión que no debe entenderse en función de una psicología
racionalista, va acompañada de la recitación o rezo de las más conocidas y
frecuentadas oraciones católicas: el Padrenuestro, el Avemaría, y el Gloria. La
Oración del Señor (usamos la versión transmitida por San Mateo) es la que nos
descubre la intimidad de Jesús, en su relación con el Padre; al rezarla nos
disponemos a hacer Su voluntad, y no la nuestra. En el Avemaría repetimos el
saludo del Arcángel Gabriel: jáire, es decir, «alégrate»; la traducción
española que utilizamos, «Dios te salve», no carece de ambigüedad; mejor se
dice en italiano (como en latín), Ave, o en francés, Je vous salue (te saludo).
En la segunda parte de la oración, asumimos la súplica que le dirige la
Iglesia: que Ella ruegue por nosotros ahora, en nuestras necesidades presentes,
y «en la hora de nuestra muerte». ¡Cuántas veces repetiremos, habremos repetido
ese ruego hasta que llegue aquella hora! Acuérdate, Virgen María, que jamás se
oyó decir que hayas desatendido los ruegos de quienes recurrieron a Ti. Algo
semejante pedimos en la antífona Salve Regina: que después de este destierro,
Ella nos muestre a Jesús. El Gloria es una pequeña doxología en honor de la
Santísima Trinidad.
Como en todo
género de oración, en el Rosario el máximo peligro es la distracción, que
afecta sobre todo a la contemplación de los Misterios. Se puede continuar
rezando mecánicamente, más o menos automáticamente, las tres oraciones vocales,
mientras «la cabeza» vaya uno a saber por qué aires vuela. La humildad ante ese
defecto es el único remedio, la humildad unida a la paciencia. El Rosario nos
invita al ejercicio de esas dos virtudes.
Se trata de una
fórmula de oración típicamente occidental. Los cristianos de Oriente, sean
miembros de las Iglesias Ortodoxas, o los católicos pertenecientes por su
Bautismo a los diversos Ritos Orientales, tienen sus expresiones tradicionales
de oración. En algún caso reconocemos cierta semejanza, por ejemplo, la oración
del peregrino ruso, que cuenta con un instrumento análogo al Rosario, la
invocación (un ampliado Kyrie eleison): «Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
apiádate de mí, pecador».
Es importante
reconocer la distinción entre la devoción al Rosario y su uso, y la oración
litúrgica, la Santa Misa, y la recitación o el canto por los sacerdotes y
diáconos del Oficio Divino, tal como se practica en los monasterios de la
tradición benedictina; ciertamente, es posible armonizar la participación en la
oración litúrgica, y la recitación de la Corona mariana. Son dos dimensiones,
diversas y complementarias, de la relación del cristiano con Dios. En la
oración litúrgica actúa el opus operatum, la iniciativa divina de la gracia y
su efecto infalible (lo cual no significa que no sea importante la disposición
subjetiva de quien participa y recibe), en el Rosario se expresa el opus
operantis, nuestra iniciativa de amor a la Virgen Santísima, que redundará en
nuestro bien espiritual, en la medida de la rectitud de nuestra intención, y la
devoción con que lo recitemos.
El Rosario ha
sostenido la fe de los pobres; especialmente, en tiempos y lugares en que no se
podía celebrar y recibir los Sacramentos. Hoy día continúa haciéndolo, en el
nuevo contexto de una sociedad y una cultura profundamente descristianizadas,
en las que la ausencia de Dios invade todos los ámbitos de la vida. Sería muy oportuno, como gesto de evangelización,
promover el rezo del Rosario en las capillas u oratorios, si los hay; o en las
casas de familia de los barrios marginales, invitando a incorporarse a algunos
vecinos. Es digna de todo elogio la iniciativa de hombres europeos; que en
Polonia, Irlanda, España, otros países, y ahora también, gracias a Dios, en
Argentina, comenzaron a rezar el llamado Rosario de varones, frente a oficinas
públicas, plazas, y otros sitios emblemáticos.
Conservo un bello
recuerdo de mi infancia. Mi abuelita materna, María de nombre, mientras
preparaba la cena, recitaba el Rosario uniéndose al rezo que, diariamente, se
trasmitía por Radio Rivadavia, una emisora local. ¡Altri tempi!
Tradicionalmente,
el Rosario constaba de tres grupos de cinco Misterios cada uno: Gozosos, Dolorosos,
y Gloriosos. Ya he apuntado que Juan Pablo II tuvo la feliz iniciativa de
añadir, a aquellos, otro ciclo de cinco Misterios, llamados Luminosos, o
Misterios de la Luz. La nueva serie se inspira –me parece que podemos pensar
así- en la afirmación de Jesús, que es la Luz del mundo. Mientras estoy en el
mundo, yo soy la Luz del mundo (Jn 9, 5). En estos Misterios recogidos en el
Rosario se expresan acontecimientos en los que destella esa Luz del Señor; y a
través de ellos el drama de la historia de la salvación, desde el Bautismo en
el Jordán, hasta la institución de la Santísima Eucaristía. Hablo de drama
porque la venida de la Luz al mundo implica un juicio: Vino la luz al mundo, y
los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas (Jn
3, 19). La contemplación de los Misterios Luminosos debe referirse a la Persona
de Jesús, como una definición del creyente ante Él; y además de las intenciones
que el orante desee presentar a Nuestra Señora, esa intención debe ensancharse
en el amor, para dar cabida a todos los hombres del mundo, en especial por
quienes, desconociendo la Verdad viven en las tinieblas.
Al concluir cada
Misterio se puede rezar la jaculatoria que, anteriormente, recordé por su
origen oriental, y que recitaba el peregrino ruso:
Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador.
O, también, la que
el Ángel de Fátima enseñó a los tres pastorcitos:
Oh, Jesús mío,
perdónanos nuestras culpas, líbranos del fuego del infierno, lleva a todas las
almas al cielo, y socorre especialmente a las más necesitadas de tu
misericordia.
En muchas
iglesias, el rezo del Rosario va seguido de las Letanías Lauretanas (o de
Loreto), una preciosa retahíla de títulos aplicados a María. Un asiduo orante
del Rosario puede aprenderlas de memoria, para completar así su ofrenda a
Nuestra Señora. Algunas advocaciones marianas de las Letanías, a las que se
responde, «ruega por nosotros», son: Santa Madre de Dios, Madre de la Divina
Gracia, Madre Inmaculada, Madre Admirable, Madre del Buen Consejo, Virgen
Prudentísima, Espejo de Justicia, Causa de nuestra alegría, Rosa Mística, Torre
de David, Casa de oro, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo, Sede de la
Sabiduría, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los
afligidos, Auxilio de los cristianos, Reina de los Ángeles, Reina concebida sin
pecado original, Reina elevada al cielo, Reina de la Familia, Reina de la Paz.
Misterios Gozosos
Los Misterios
Gozosos nos permiten meditar la infancia del Señor, desde la iniciativa de
Dios, que ha querido realizar la salvación de los hombres mediante la
Encarnación de la Segunda Persona de su Trinidad Santísima. Suscitan en
nosotros, como fruto de la contemplación, un sentimiento de alegre aprobación,
de complacencia en el recuerdo de aquellos hechos del origen de la humanidad
asumida por el Verbo, y a la vez de esperanza en la participación de la vida
divina, que nos ofrece el Señor. Los Misterios Gozosos del Rosario asumen el
Evangelio de la Infancia, según San Lucas.
Primer Misterio: La Anunciación del Arcángel Gabriel a María
En el Primer
Misterio contemplamos la Anunciación del Arcángel Gabriel a María de que ha
sido elegida para ser la Madre del Dios hecho hombre; y la consiguiente Encarnación
del Verbo. Queriendo el Dios Trino hacer participar al hombre de su vida
divina, decidió participar Él, en la Persona del Hijo, de la naturaleza humana.
Es lo que la Tradición cristiana llama el admirable intercambio. El ángel se
hace presenta, y saluda: jáire, así reza el texto griego de Lucas; es una forma
habitual de saludo, que en latín suena Ave; es como si dijera «hola». Pero
jáire significa alégrate; y no añade el nombre María, sino expresa el efecto de
la predilección divina que la ha elegido para ser su Madre: kejaritōmenē,
plenamente favorecida: llena de gracia. En ese ignoto rincón del mundo,
Nazaret, en Galilea, se produjo la gran mutación de la historia: el don
absoluto del amor divino inicia el proceso silencioso, oculto, que acabará, pasando
por la realidad humana de la muerte, en el nuevo y definitivo estado de
existencia: la Resurrección.
La pintura de los
más grandes artistas ha representado la escena: el ángel, hincándose ante la
doncella (María tendría unos 15 años), ofreciéndole una vara de lirio. Existe
una variante muy bella: el pintor argentino Juan Antonio Ballester Peña
presentó a ambos de pie, protagonizando el diálogo: Concebirás y darás a luz un
hijo y le pondrás por nombre Jesús… ¿Cómo puede ser eso si yo no tengo relaciones
con ningún hombre? Entonces se revela el papel del Espíritu Santo, la nube que
en la Biblia aparece repetidamente como presencia del poder divino. Cuando la
Virgen pronuncia su aceptación, fiat: sí, que se cumpla la voluntad del Señor,
el Verbo, la segunda Persona de la Trinidad divina, desciende al seno de María,
e inicia su peregrinación como hombre en este mundo, que ha venido a salvar. En
este Primer Misterio de Gozo, la contemplación se detiene aquí, con una
admiración sin límites, y con una dichosa gratitud, al ver en ese episodio el
origen de nuestra vida en la gracia de Dios.
Segundo misterio: La visita de María a Isabel
El ángel, para
disipar la perplejidad de la Virgen ante su anuncio, le informó que su pariente
Isabel, vieja y estéril, había recibido la gracia de concebir. Entonces, como
continúa el relato de Lucas, María partió sin demora para visitarla. Nazaret
queda unos 200 metros bajo el nivel del mar; es preciso subir a la Montaña de
Judea, y subir como quien se dirige a Jerusalén, que queda a unos 700 metros de
altitud. No parece razonable pensar que la jovencísima Virgen hiciera sola ese
viaje. Pudo unirse a alguna de las peregrinaciones que «subían» a Jerusalén.
San Francisco de Sales afirma que la acompañó San José. En Lc 1, 27 se dice que
María «estaba comprometida con José». Era la primera etapa de los desposorios;
todavía no hacían vida en común (cf. Mt 1, 18. 25). Una observación «de paso»:
frecuentemente se ha representado a José como un hombre mayor, como un viejo,
quizá deseando asegurar la castidad, la virginidad de la prometida. En mi
opinión, es más razonable pensar que José era un muchacho de la edad en que
normalmente, en los tiempos bíblicos, se concertaba el matrimonio. Podría
tener, por ejemplo, 18 años.
Volvamos al episodio
de la Visitación. María llevaba en su seno a Jesús, fuente de bendición. Así lo
experimentó Isabel, que se vio impulsada a exclamar: «¡Tú eres bendita entre
todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!»; exclamación que
hacemos nuestra en el Avemaría. El evangelista atribuye entonces a Nuestra
Señora un cántico que celebra la misericordia de Dios para con los pobres y los
humildes; y expresa su fidelidad a las promesas hechas a los patriarcas. Es el
Magnificat, que se ha convertido en una fórmula litúrgica; y aparece
diariamente en el Oficio de Vísperas. Numerosos compositores se valieron de ese
texto para obras bellísimas; basta recordar el debido a Juan Sebastián Bach.
Copio el texto, que se puede aprender de memoria (Lc 1, 46-35):
Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi
Salvador,
porque miró con bondad la pequeñez de su servidora.
En adelante todas las generaciones me llamarán feliz,
porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas.
¡Su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en
generación
sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono
y elevó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor,
acordándose de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abraham y su descendencia para siempre.
Al contemplar este
Misterio, pidamos a la Virgen Santísima que nos visite a nosotros. Y que nos
traiga con Ella la bendición de Jesús.
Tercer Misterio: El Nacimiento de Jesús en Belén
Se trata de la
meditación de Navidad, que va siempre acompañada de tantos y tan bellos
recuerdos. San Lucas relata las circunstancias del Nacimiento y la adoración de
los pastores (Lc 2, 1-19). Observa cómo la Providencia de Dios dirige los
acontecimientos para que se cumplan las profecías. La historia de Roma es aquí
destacada de modo singular. Augusto fue emperador romano desde el año 27 a.C,
hasta el 24 d.C. A él se debe la realización de un censo de «todo el mundo»; es
decir del Orbe Romano, que abarcaba el territorio de Israel con su población.
Ese arbitrio obliga a José, con María y su avanzado embarazo, a desplazarse de
Nazaret a Belén, donde ocurrió el nacimiento del Hijo primogénito, que sería
Primogénito de todas las naciones. «No había lugar para ellos en el albergue».
No era este un hotel sino el lugar donde se detenían las caravanas, que
renovaban sus cabalgaduras. La falta de lugar deberá entenderse como lo
inadecuado de un sitio bullicioso de gente que iba y venía, nada propio para un
parto. Así se cumplió la profecía de Miqueas: «Y tú, Belén Efratá, tan pequeña
entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel; sus
orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial. Por eso el Señor los
abandonará hasta el momento en que dé a luz la que debe ser madre»… (Miq 5,
1-2; cf. Mt 2, 4-6). El nacimiento de Jesús es un misterio obrado, como
escribió San Ignacio de Antioquía, en el silencio de Dios. La Tradición nos
enseña que fue un parto virginal. María es Virgen perpetua, aeiparthénos la
llaman los cristianos de Oriente: antes, en y después del parto. El trono del
Rey de cielos y tierra es un cajón del que las bestias comían su alimento; y su
ropaje, pañales. Los íconos muestran a Jesús fajado con bandas, como preparado
para el sepulcro.
La visita de los
pastores pone luz y música a la adoración del recién Nacido: el Ángel que les
anuncia el suceso de la llegada del Mesías, es decir la buena noticia, el
Evangelio, desencadena la alabanza del ejército celestial: ¡Gloria a Dios en
las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él! ¿O «a los hombres
de buena voluntad»? Literalmente son posibles las dos traducciones de la
palabra griega eulogía. Cierto es que no se puede percibir la paz de Dios que
nos ama, si no tenemos buena disposición para recibirla.
Los pastores
«contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los
escuchaban quedaron admirados…» (Lc 2, 17-18). Ellos fueron los primerísimos
evangelizadores. Fe intensa, que expresa una espontánea y sincera convicción, y
humildad; y que son la exigencia de todo proceso de Evangelización. También, en
la sociedad agitada y distraída de hoy, puede suscitar admiración; la de
algunos, por lo menos.
Cuarto Misterio: La Presentación del Niño Jesús en el Templo, y la
Purificación de María Santísima
La meditación de
este Misterio se apoya en el texto de Lucas 2, 22-40. La presentación equivale,
según el Evangelista, al cumplimiento de consagración a Dios de todo hijo
primogénito: «Conságrame –dijo Dios a Moisés- a todos los primogénitos. Porque
las primicias del seno materno entre los israelitas, sean hombres o animales,
me pertenecen» (Éx 13, 2). Era la respuesta agradecida del pueblo de Dios a la
décima plaga que hirió a Egipto, la muerte de los primogénitos, que permitió a
los israelitas salir de allá (cf. Éx 12, 29-30). San José llevó las dos
palomitas, ofrenda de los pobres (Lc 2, 24). En ese episodio, salen al
encuentro del Mesías – Niño, el anciano Simeón y la profetisa Ana. El primero
tomó a Jesús en sus brazos, y cantó su alabanza a Dios: «Ahora, Señor, puedes dejar
que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto
la salvación que preparaste a todos los pueblos: luz para iluminar a las
naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel». Es el Nunc dimittis, que
diariamente se reza en el Oficio de Completas, la última oración de la Liturgia
de las Horas. Simeón profetizó, también, que Jesús sería «signo de
contradicción»; y dijo a la Madre «una espada te atravesará el corazón». Ana,
por su parte, daba gracias a Dios, y «hablaba acerca del Niño a todos los que
esperaban la redención de Jerusalén».
Es interesante
señalar –lo que no se evidencia en las traducciones- que la presentación del
Niño en Jerusalén ocurrió cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para
la purificación de ellos. ¿De quiénes? Era, sin duda, la purificación de la
madre, que tenía lugar cuarenta días después del nacimiento de los hijos
varones, según se expresaba entre las prescripciones acerca de «lo puro y lo
impuro». No se referían estas leyes a cualidades morales, sino a misteriosos
estados, prácticas ancestrales que, según se consideraba, permitían o impedían
acercarse a Dios, y rendirle culto. Sobre la purificación de la madre se lee en
Levítico 12, 1-4: «Cuando una mujer quede embarazada y dé a luz un varón, será
impura durante siete días, como lo es en el tiempo de su menstruación. Al
octavo día será circuncidado el prepucio del niño, pero ella deberá continuar
purificándose de su sangre durante treinta y tres días más. No tocará ningún
objeto consagrado ni irá al Santuario antes de concluir el tiempo de su
purificación». Jesús fue circuncidado al octavo día, e incorporado así a la
comunidad de Israel.
Meditemos sobre la
humildad del Santo de los santos, y de la Purísima, al someterse a estas
prescripciones. Al hacerlo, muestran cómo la Ley Nueva se enraíza en la
Antigua, y al mismo tiempo la declaran abolida; ellos son el origen del Nuevo
Israel, que es la Iglesia.
Cuarenta días
después de Navidad, la liturgia de la Iglesia celebra la hermosa fiesta de la
Presentación; la tradicional fiesta de La Candelaria.
Quinto Misterio: La pérdida y el hallazgo del Niño Jesús en el Templo
Jesús creció
participando de la serena vida familiar en Nazaret; allí, según las leyes del
desarrollo humano, se hizo hombre. Podemos pensar que recibió y asumió
numerosos valores de la cultura judía contemporánea. Debemos acostumbrarnos a
apreciar la plena humanidad del Señor, lo cual no causa absolutamente
detrimento alguno a la perfección de su Persona divina. Estos elementos explican
la relación del Niño Jesús con sus padres; porque José fue su padre, es decir,
hizo las veces de padre, y como tal debió influir notablemente en el desarrollo
de su humanidad. El Misterio del Rosario, que ahora comento, ha de entenderse
en función del Misterio de Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre.
Cada año, la
Sagrada Familia cumplía en Jerusalén con la celebración pascual, como todos los
judíos devotos. ¡Un gran misterio! La peregrinación de los 12 años tuvo un
significado especial; San Lucas deja entreverlo en su relato. Diríamos,
hablando popularmente, y con todo respeto, que el Niño era ya un hombrecito. En
Lc 2, 52 se menciona el crecimiento integral de Jesús. La peregrinación era un
acto cultual de Israel, se iba en grupo, en caravana, iban parientes y
conocidos (cf. Lc 2, 44). Imaginemos la angustia, el dolor de María y José, al
advertir que Jesús no estaba entre ellos; tres días después lo encontraron en
el Templo, sentado (así dice el texto griego), y alternando con los doctores de
la Ley, que lo escuchaban asombrados. Mayor asombro fue el de los padres que,
de ese modo, se iban asomando al Misterio de Cristo. La Virgen se atreve a
recriminarle la conducta, descubriéndole los sentimientos de dolor que la
embargaron a Ella, y a José; sus sentidos y potencias de sus almas estuvieron
en suspenso, como paralizados en los tres días de ausencia y de búsqueda. Llama
la atención el terrible contraste de la queja y la respuesta: Tu padre y yo te
buscábamos… Yo debo estar en las cosas de miPadre. ¿Cómo habrá sentido San José
ese contraste? Notar, asimismo, lo que apunta el Evangelista: ellos no
entendieron qué les quiso decir.
Nos detenemos,
entonces, al contemplar este Misterio del Rosario a participar, de algún modo,
en el conocimiento y el desconocimiento de María y José; y les pedimos a ellos
que nos ayuden a comprender a Jesús, y que intercedan por nosotros para que
nuestra fe sea cada vez más profunda, esa fe que versa sobre lo que no se ve.
La última
observación es que, de regreso en Nazaret, Jesús vivía sujeto a ellos; el verbo
utilizado en el original griego (Lc 2, 51) comienza con el prefijo hypó, que
significa debajo, es decir, bajo la autoridad de ellos. Buen asunto este para
que reflexionen los adolescentes de hoy; que suelen agrandarse prematuramente.
Misterios
Luminosos
Primer Misterio: El Bautismo de Jesús en el Río Jordán
Con el Bautismo
que Jesús recibe de Juan el Bautista, se inicia su vida pública, el misterioso
cumplimiento de la misión que el Padre le ha encomendado. Este acontecimiento
la vincula con el movimiento que ha iniciado Juan; el cual significa que Dios
no ha abandonado a su pueblo, nuevamente había surgido en éste un profeta. En
el Evangelio de San Marcos se describe su tarea: «Toda la gente de Judea y
todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las
aguas del Jordán, confesando sus pecados» (Mc 1, 5). Esta afirmación tiene gran
importancia: la admisión personal de los pecados, aunque con un carácter más
bien convencional, era conocida y apreciada en la práctica religiosa del
judaísmo, pero esa marcha para hundirse en las aguas del Jordán incluía el
propósito de un cambio radical de conducta, para llevar una vida nueva. El
símbolo era por demás elocuente: sumergirse en el agua representaba la destrucción
de lo viejo, como había ocurrido en el diluvio; equivalía a la muerte. Salir
del agua podía significar una resurrección, una vuelta a la vida. Estos
elementos serán asumidos y desarrollados por la teología cristiana del
Bautismo; entre uno y otro régimen está el Bautismo de Jesús, y su referencia a
la muerte en la Cruz y la Resurrección.
Jesús se pone en
la fila de los pecadores. Juan, al reconocerlo, rehúsa bautizarlo: debería
ocurrir al revés. Pero, finalmente, al cabo de la discusión, lo decide la
respuesta enigmática de Jesús: «Deja ahora, porque conviene que de este modo
cumplamos toda justicia» (Mt 3, 14s.). Jesús considera ese rito como expresión
de su obediencia a la voluntad del Padre, que le encomienda «quitar el pecado
del mundo». Para cumplir con esa justicia total que se encuentra en la voluntad
de Dios, el Verbo hecho carne, el hombre Jesucristo, carga sobre sus espaldas
con los pecados de los pecadores de todos los tiempos. El Bautismo es una
especie de profecía y anticipo del Misterio Pascual, de la muerte en cruz y la
resurrección. Este segundo aspecto, la resurrección, se manifiesta en la
apertura de los cielos al salir Jesús del agua; entonces «vio al Espíritu de
Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él» (Mt 3, 16). Al mismo
tiempo, la voz del cielo proclama: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo
puesta mi predilección» (ib. 17). Los otros dos Evangelios sinópticos coinciden
en el relato (Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22). El Cuarto Evangelio no ofrece una descripción
del Bautismo, pero atestigua que según el Bautista, Jesús es «el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo. Y que el mismo Juan vio al Espíritu
«descender y permanecer sobre él»; por eso proclama «Yo lo he visto y doy
testimonio de que él es el Hijo de Dios» (Jn 1, 19-34). Según la tradición
evangélica, este episodio es una teofanía, una manifestación de la Trinidad. En
la teología y la iconografía orientales, el Bautismo del Señor es llamado
Epifanía. En Occidente llamamos Epifanía a la adoración de los magos (la fiesta
litúrgica del 6 de enero). El Tiempo de Navidad se extiende, iniciado ya el
Tiempo litúrgico llamado Ordinario, hasta la Fiesta del Bautismo del Señor, el
2 de Febrero.
Al contemplar este
Misterio Luminoso, hemos de meditar la vinculación esencial entre el Bautismo
del Señor, profecía y anticipo de su Pascua, y el Bautismo cristiano, el que
hemos recibido, y hacerlo como una profesión de fe; con gratitud, esperanza y
alegría.
Segundo Misterio: Las bodas de Caná
Solamente el Cuarto
Evangelio nos trasmite el primer signo de Jesús; a éste seguirán otros seis (el
número 7 en la simbología bíblica significa la perfección, la totalidad). Los
signos son obras milagrosas, que muestran el poder divino del Señor, pero deben
ser acogidos en la fe. Al final del relato del milagro de convertir el agua en
vino, se dice en el Evangelio: «Este fue el primero de los signos de Jesús, y
lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron
en él» (Jn 2, 11).
Al festejo de aquel
casamiento, María, Jesús, y sus discípulos, fueron invitados. Estas
celebraciones duraban varios días, y se comía y bebía en abundancia. Es la
Virgen Santísima quien advierte la necesidad, que de no ser remediada haría
fracasar la gozosa reunión. Conociendo a su Hijo, sabiendo de su poder,
discretamente le dijo: «No tienen vino» (Jn 2, 3). Tomemos en cuenta este
rasgo: Ella, que es nuestra Madre, se da cuenta de nuestras carencias; cuando
recurrimos a su intercesión, ya está dispuesta a socorrernos. Comprender esto
debe animar nuestra confianza; aunque no sea preciso, estamos inclinados a
hablar mucho, a repetir nuestra súplica, algo así como tirarle del manto. Una
oración tradicional reza: «Acuérdate («Acordaos», así se llama esta preciosa
invocación), piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que cuantos han
recurrido a tu auxilio… haya sido abandonado». Y continúa: «Animado por esta
confianza, a ti recurro, me pongo en tu presencia gimiendo, yo pecador; Madre
del Verbo, no desprecies mis palabras…» Esta piadosa digresión está justificada
por el sencillo pero elocuente rasgo de la advertencia maternal de María en el
relato de Caná.
Jesús comprendió
qué tipo de intervención le requería discretamente su Madre. Ellos eran
invitados; no era asunto de ellos resolver la falta. Pero el Señor expresa la
verdadera razón que tiene para no intervenir: «Todavía no ha llegado mi hora»
(Jn 2, 4). ¿Qué hora? Jesús no llama a María, Madre, o Mamá; le dice Mujer
(gýnai, en el original griego). Otra vez se dirigiría a Ella con la misma
expresión: desde la Cruz, al entregarle como hijo al discípulo que era su
predilecto: «Mujer (gýnai), ahí tienes a tu hijo». Entonces sí había llegado su
«hora». Las bodas de Caná nos remiten al Calvario, cuando por el sacrificio de
Jesús se establecen las bodas definitivas entre Dios y su pueblo, su nuevo
pueblo, la Iglesia.
El aparente
rechazo no desanima a María, que conoce bien a Jesús; entonces ordena a los
sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2, 5). Él les encarga llenar de
agua las tinajas usadas para las ya inservibles abluciones judías; en ellas
acercarán al encargado del banquete unos 520 litros (así se calcula) del más
exquisito vino que se podría servir. Es la sobreabundancia de la Nueva Alianza.
Ese vino nuevo puede hacernos pensar en la Sangre preciosa de Cristo, derramada
en la cruz, y entregada a los nuevos comensales de las bodas en la Eucaristía…
¡La autorrevelación de Jesús, y de su gloria, que nos viene al encuentro! Como
puede observarse en el relato, el rol de la Virgen Madre es esencial.
Al rezar este
segundo Misterio Luminoso unámonos a Ella; para que nos haga dignos de vivir la
unión nupcial que nos religa a Cristo, y que es un anticipo de la «hora»
definitiva, del encuentro festivo del Cielo.
Tercer Misterio: La predicación de Jesús
En el Evangelio de
Marcos (1, 14s.) leemos: Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a
Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha
cumplido, y el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena
Noticia». En este comienzo se remarca la continuidad con la misión de Juan.
Pero ahora el tiempo se ha cumplido, ha llegado la hora; Dios ofrece su
misericordiosa salvación, pero para recibirla efectivamente, es necesaria una
decisión, un cambio de conducta. La enseñanza de Jesús va dirigida a exponer el
nuevo modo de vida. Por lo tanto, la palabra de Jesús abarca dos dimensiones:
es proclamación de un mensaje, el kérygma, destinado a conmover al oyente con
fuerza profética; pero es también enseñanza, trasmisión de una doctrina,
didajé, que ilumina el camino de la vida.
Podemos pensar en
dos núcleos temáticos: el Sermón de la Montaña, y el Discurso de Parábolas. El
anuncio, el kérygma, es la cercanía del Reino de Dios, su soberanía, el
cumplimiento de la aspiración de todos los hombres, que se reflejaba en el
intento de las diversas religiones. Ese acercamiento de Dios al hombre se
verifica en Cristo. Los Apóstoles de Jesús, y luego la predicación de la
Iglesia primitiva, han mostrado el Reino realizado en Cristo, y en la unión de
los creyentes con Él. Aún hoy día sigue resonando ese kérygma, para llamar al
mundo actual a la conversión.
San Mateo nos
ofrece, en los capítulos 5, 6 y 7, el contenido de esa enseñanza de Jesús que,
con razón, llamamos Sermón de la Montaña, porque «al ver a la multitud, Jesús
subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó
la palabra (el texto griego dice literalmente: abriendo su boca), y comenzó a
enséñales, diciendo…» (Mt 5, 1-2). Este proemio reviste una especial
solemnidad, con la que se anuncia la importancia del desarrollo doctrinal que
se expone a continuación: como un nuevo Moisés, con una autoridad superior a la
del mediador de la Antigua Alianza, Jesús propone la actitud que corresponde
para participar de la Nueva. «Ustedes han oído que se dijo a los antepasados…
pero yo les digo…» El Sermón de la Montaña se sintetiza en este mandato: «Sean
perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (Mt 5, 48). Se abre
con la proclamación de las Bienaventuranzas; ¿quiénes pueden ser considerados
felices? En el primer tomo de su obra «Jesús de Nazaret», Joseph Ratzinger –
Benedicto XVI, explica: «Las Bienaventuranzas son promesas en las cuales
resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, el
cambio absoluto de los valores, que se dan vuelta de pies a cabeza». Estos
hacen presente ahora lo que se realizará totalmente en el tiempo final, más
allá de la muerte, y de todas las limitaciones.
El núcleo de la
predicación de Jesús se encuentra en las parábolas; éstas se caracterizan por
su claridad, su frescura; al leerlas podemos pensar que estamos escuchando a
Jesús; sin embargo, debemos esforzarnos siempre de nuevo para intentar
comprenderlas, esfuerzo que ha sido necesario a cada generación cristiana en la
historia de la Iglesia.
En suma, al
contemplar este tercer Misterio Luminoso, nos detenemos a mirar a Jesús que nos
enseña, que en la actualidad nos trasmite su Evangelio; la memoria, el
recuerdo, nos hace oír su voz.
Cuarto Misterio: La Transfiguración del Señor
Según los
Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), el episodio de la Transfiguración
ocurrió seis días después de la confesión de Pedro, que había reconocido a
Jesús como el Mesías, «Hijo de Dios vivo». Los dos acontecimientos, pues, son
una manifestación de la divinidad del Señor. Los biblistas coinciden en que la
Transfiguración sucedió cuando Israel celebraba la fiesta litúrgica de los
Tabernáculos, las Cabañas, o Chozas, que recordaba la «habitación» del pueblo
en el desierto, a la salida de Egipto. No falta quien prefiera vincular la
Transfiguración con la subida de Moisés al monte Sinaí, para estipular la
Alianza entre el pueblo y Dios (Ex 24, 16). Jesús llevó consigo a Pedro, Santiago
y Juan, y subió con ellos a una montaña elevada (Mc 9, 2). Recordemos el papel
que tienen los montes en la Biblia, y por tanto también en la vida de Jesús; en
la montaña Dios parece más cerca, y para encontrarse el hombre con él, debe
subir, física y sobre todo espiritualmente. Allí Jesús se transfiguró en
presencia de los discípulos; cambió de aspecto su rostro, y su vestimenta: la
luz era tan intensa que a todo lo hacía blanco; del modo como, en el futuro
final de los creyentes, las vestiduras blancas (porque fueron lavadas en la
Sangre del Cordero) expresarán que entonces son creaturas celestiales, como se
lee en el capítulo 7 del Apocalipsis.
Además, el relato
de la Transfiguración hace notar que aparecen Moisés (la Ley), y Elías (los
Profetas) hablando con Jesús; según Lc 9, 31, hablaban del éxodo o partida de
Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Hablaban de la Cruz, por la cual el
Señor atravesaría el Mar Rojo de la pasión, para entrar en la gloria. Los
discípulos que acompañaban a Jesús estaban paralizados de espanto, y Pedro, sin
saber muy bien lo que decía, propuso hacer allí tres carpas (sukkot, en
hebreo), como las que dieron habitación a los hebreos que esperaban la
revelación de Dios. Deseaba prolongar para siempre ese momento, como sería
cuando el Señor presentaría su carpa entre nosotros, como un peregrino que ha
traído la salvación. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,
14: el texto griego original dice eskēnōsen. Literalmente, puso su skēnē, su
carpa, su sukkot). Uno de los Padres de la Iglesia, San Gregorio de Nisa, ha
referido a la Fiesta de los Tabernáculos el Misterio de la Encarnación: «La
verdadera fiesta de la construcción de las Cabañas, en realidad no había
sucedido aún. Por eso, de acuerdo con la palabra profética (cf. Sal 118, 27),
Dios, el Señor del universo se ha revelado a nosotros, para cumplir la
reconstrucción de la cabaña destruida de la naturaleza humana».
Al desgranar la
decena de Avemarías, podemos repasar sin prisa los misterios que descubre la
Transfiguración del Señor.
Quinto Misterio: La institución de la Santísima Eucaristía
En los Evangelios
de Mateo (26, 26-29), Marcos (14, 22-25), y Lucas (22, 19-20) se relata la
institución eucarística. Solamente Lucas afirma que la Última Cena del Señor
fue una comida pascual, e integra las palabras que Jesús pronunció sobre el pan
y sobre la copa, al desarrollo de una comida con sus pasos rituales (Lc 22,
14-20). La exégesis actual no se contenta con seguir lo que ha trasmitido la
tradición; y sugiere que Jesús anticipó con su Última Cena el rito pascual. La
pascua debería cumplirse cuando el Cordero de Dios fuera inmolado, a la hora en
que eran sacrificados en el templo los corderos para el cumplimiento de la
comida pascual de los judíos. No es razonable que en esta contemplación del
Rosario entremos en la discusión acerca de la fecha; si la Última Cena se
cumplió el martes, el miércoles o el jueves de ésa, que continúa siendo nuestra
Semana Santa.
Detengámonos sí en
los gestos y palabras de Jesús. Tomó el pan en sus manos, lo partió (así debía
hacer el dueño de casa, el padre de familia), y al darlo a sus discípulos lo
identificó con su Cuerpo entregado por nosotros; es decir: el rito eucarístico
(la berajá, la acción de gracias) que es entonces instituido contiene el Cuerpo
del Señor, entregado a la muerte en la Cruz para ser fuente de salvación. De la
Copa hizo la Nueva Alianza sellada con su Sangre. Además ordenó que en
conmemoración suya los discípulos repitieran lo que Él acababa de hacer. La Iglesia
lo comprendió rápidamente, y, de inmediato, comenzó a realizarlo. Cualesquiera
sean los ritos litúrgicos que se fueron constituyendo en la historia eclesial,
el centro de la realización es el cumplimiento del mandatum del Señor. En
aquella comida de Jesús con sus discípulos se instituyó la Misa, en la cual de
un modo real y verdadero, Jesús se hace presente, en la sustancia de su Cuerpo
y su Sangre; su santísima humanidad, y su Persona Divina, están ocultos bajo
las especies o accidentes del pan y del vino. Ocurre en la Misa lo que ocurrió
en la Última Cena, una transustanciación; un cambio de la realidad del pan y
del vino, que dejan de existir, en la realidad del Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Jesucristo. Es el poder del Espíritu Santo el que se ejerce en ese
momento sublime; la Eucaristía, en su realizarse, es un acontecimiento
trinitario.
Como lo enseña y
lo practica la Iglesia, la presencia eucarística puede ser conservada para su
Adoración. Los fieles católicos conocen muy bien el valor de orar ante el
Sagrario. Lo que muchos no comprenden bien es que la Santa Misa (que hoy, en
general, se prefiere llamar «celebración eucarística») debe caracterizarse por
su exactitud, solemnidad y belleza. Desgraciadamente, se han impuesto la
invención subjetiva, la banalización y el mal gusto, y esta tragedia es difícil
de remediar; porque quienes deberían hacerlo carecen de la ciencia litúrgica
requerida, y de la profundidad espiritual que equivale a una fe eucarística
suficiente.
Ya que esta
contemplación se verifica en el rezo del Rosario de María, podemos recordar que
ha sido Ella quien por la acción del Espíritu Santo formó el Cuerpo y la Sangre
de Cristo; Ella está más cerca que nadie de la presencia eucarística del Señor.
Misterios
Dolorosos
Primer Misterio: La oración de Jesús en el Monte de los Olivos
La Última Cena del
Señor con sus discípulos se prolonga en el rezo de los Salmos, según estaba
prescrito. En esta observancia ritual se expresa la fidelidad del Señor a la
Alianza sellada por Moisés, pero también la novedad: Cristo es la Nueva
Alianza; al rezar los Salmos, Él los cumple y actualiza en su persona, Cabeza
de la Iglesia, y en ésta, que es su Cuerpo.
Los cuatro
Evangelios registran el acontecimiento de esa noche: la oración de Jesús, y su
dolorosa aceptación de la voluntad del Padre. San Juan apunta que al otro lado
del torrente Cedrón había un jardín. El huerto se llamaba Getsemaní porque allí
se elaboraba el aceite, exprimiendo las aceitunas. La mención del jardín hace
pensar en el Paraíso; y la molienda del fruto del olivo en el pecado original y
la pena que le siguió. Es ese uno de los lugares sagrados, donde ya en los
primeros años de veneración de la Pasión se erigió una Iglesia. Allí se
concretó la traición de Judas, y la captura del Señor, llevado al juicio, y a
la Cruz.
Nuestra meditación
debe detenerse en la oración de Jesús, que lucha para someterse a la voluntad
del Padre, y recomienda a los discípulos que lo acompañan: «Oren para no caer
en la tentación»; palabras que han valido siempre para los cristianos, y que
van dirigidas hoy también a nosotros. La tentación consiste en eludir la Cruz,
y pretender llegar al «éxito» sin ella. Los relatos evangélicos refieren que
Jesús retiene junto a sí a los tres discípulos más cercanos, Pedro, Santiago y
Juan; y reza de rodillas, según Lucas, o postrado rostro en tierra, según los
otros dos testimonios. Experimenta el miedo ante el poder de la muerte, un
espanto que según Lc 22, 44 lo hace sudar sangre; la conmoción total de su ser
ante la percepción del mal, que Él ve con absoluta claridad: el mundo gobernado
por el pecado; su voluntad humana debe plegarse a la voluntad del Padre, a
través de la obediencia. Jesús invoca al Padre con la afectuosa apelación
filial Abbá. La voluntad humana del Señor, el Verbo hecho hombre, entra, se
integra, a la voluntad eterna del Hijo, de modo que la Pasión resulta un drama
trinitario.
La Carta a los
Hebreos recoge otra tradición sobre la oración en el huerto; dice: «En los días
de su vida terrena, ofreció plegarias y súplicas, con fuertes gritos y
lágrimas, a Dios, que podía salvarlo de la muerte, y por su pleno abandono a
Él, fue escuchado» (Heb 5, 7). Así se ha ejercido el sumo sacerdocio de Jesús,
porque el Padre aceptó su sacrificio, ofrecido en obediencia, para llevar a la
humanidad en su autodonación a Dios. Fue escuchado; San Lucas escribió que vino
un ángel del cielo y lo confortaba (Lc 22, 43). De este modo se expresa la
complacencia del Padre, que aceptó su sacrificio, y con la Resurrección lo
constituyó Señor de la vida para los hombres de todos los tiempos.
¿Cómo habrá vivido
la Virgen Santísima esos últimos días de su Hijo? Ella estuvo al pie de la Cruz
en el momento decisivo. Su expectativa, en los días finales de la vida temporal
del fruto de su seno, habrá estado dirigida al Calvario, donde se consumó el
Misterio de la Encarnación; que alcanzó su télos, su fin, como el mismo Jesús
lo expresó en su palabra final desde la Cruz: tetelestai, «todo se ha cumplido»
(Jn 19, 30).
Segundo Misterio: La flagelación
Los textos
evangélicos, especialmente Juan (18, 28 a 19, 22), muestran el desconcierto de
Pilato, el gobernador romano, que intentó salvar a Jesús, de cuya inocencia
estaba convencido. Era un escéptico («¿qué es la verdad?», preguntó), y cuidaba
su puesto. Los jefes judíos lo chantajearon: lo sindicaron como oponiéndose al
César si liberaba a alguien que se decía Rey. Consideraba que las acusaciones
contra Jesús eran falsas, o que eran un asunto a resolver entre judíos; Pilato
solo debía cuidar que no hubiera motines contra Roma. Su intento de negociación
con los sumos sacerdotes y escribas plantea una peligrosa alternativa. Según la
costumbre, en la Pascua se liberaba a un prisionero; el prefecto propuso
entonces liberar a Jesús, cuando había un preso célebre, Barrabás (nombre que
significa «hijo del padre», guerrillero y homicida), pero fracasó en su
propósito. Apunto dos detalles de interés. Mientras Pilato estaba sentado en el
tribunal, su mujer le mandó decir: «No te mezcles en el asunto de ese justo,
porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho» (Mt 27, 19).
Sabía Pilato que los dirigentes judíos habían entregado a Jesús por envidia (Mt
27, 18). Advirtió que su estrategia no daba resultado, y que originaba un
tumulto; entonces se lavó las manos delante de la multitud: «Yo soy inocente de
esta sangre, es asunto de ustedes». Siguen palabras terribles, que han dado
mucho que hablar cuando se trata del papel histórico del pueblo judío: «Todo el
pueblo respondió: ‘Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos’
(Mt 27, 25). El caso de Pilato, su actitud, resultaron proverbiales; todos
sabemos qué significa «lavarse las manos».
Pilato consideraba
inocente a Jesús; sin embargo, lo hizo azotar (Jn 19, 1). Era éste un castigo
que acompañaba, según el derecho penal romano, a la condena a muerte. Con todo,
el prefecto podía recurrir de acuerdo con el poder de policía que detentaba, a
este terrible tormento durante el interrogatorio. El azote tenía en su extremo
elementos cortantes, que desgarraban la carne del torturado.
Este
procedimiento, con diversos instrumentos de tortura, ha sido frecuentemente
empleado; y lo es, todavía, de forma repudiable, con el propósito de arrancar
información o delaciones de ciertos detenidos, en contextos bélicos, o de
guerrillas. «¿No hay nada nuevo bajo el sol!», dice el refrán; tomado del libro
del Eclesiastés 1, 9.
Al meditar este
Misterio, acompañemos a la Virgen Santísima, que seguía espiritualmente los
pasos de la Pasión de su Hijo.
Tercer Misterio: La coronación de espinas
En su relato de la
Pasión, Mateo, Marcos y Juan mencionan otra tortura: la coronación de espinas.
La escena reproduce la irrisión que hicieron de Jesús los soldados del
gobernador (Mt 27, 27-31; Mc 15, 16-20; Jn 19, 2-3): lo despojaron de sus
vestiduras, le pusieron un manto rojo para burlarse de Él, que había afirmado
ser rey; la corona de espinas era también una burla de su majestad, lo mismo
que la caña, que hacía las veces de cetro. Además, los soldados se repartieron
los vestidos, y sortearon la túnica, detalle en el cual se cumplió la profecía
del Salmo 22 (21), 19.
El escenario se
animaba porque esa bruta soldadesca lo afrentaba; remedando veneración, lo
golpeaban, y escupían. Esa humillación la ejercían gozosos, manifestando su
desprecio al indefenso, que había caído en sus manos. Benedicto XVI propone que
quizá descargaban sobre Él, de modo sustituto, su rabia contra los superiores.
Jesús es como el «chivo emisario»; descargan en Él lo que desean alejar del
mundo. En estas escenas se cumplen las profecías; en los relatos de la Pasión
se lee como trasfondo el cuarto Cántico del Servidor del Señor, Isaías 52, 13 –
53, 12: «Sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas; sin un aspecto
que pudiera agradarnos; despreciado, desechado por los hombres, abrumado de
dolores, y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el
rostro, tan despreciado que lo tuvimos por nada». Ese padecer, su humillación,
tuvo por fruto la salvación de los hombres: «Él fue traspasado por nuestras
rebeldías, y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz
recayó sobre Él, y por sus heridas fuimos sanados» (cf. 1 Pe 2, 22-24).
Así desfigurado,
Pilato lo presenta a la multitud: Ecce homo. La pintura de todos los tiempos,
obras de eximios artistas, ha ilustrado esta escena en la que en Jesús aparece
el ser humano como tal: «Ahí tienen al hombre»; en Él se refleja la inhumanidad
del poder humano, el pecado de desmesura, la hýbris, presente en todas las culturas,
y en todos los tiempos. El gobernador consideraba que ante semejante
espectáculo el pueblo se estremecería, pero ocurrió todo lo contrario:
¡Crucifícalo! (Mt 27, 22-23; Mc 15, 14). La objetividad del derecho romano, y
su ideal de justicia, son desechados por los dirigentes judíos, que movilizan a
la muchedumbre para que se pliegue a sus designios. Al rezar este Misterio
profesemos nuestra fe en Cristo, Rey del Universo.
Cuarto Misterio: El camino hacia el Calvario con la cruz
El arte
occidental, durante siglos, representó la escena de la marcha hacia el
Calvario; la Cruz cargada sobre los hombros de Jesús. Sin embargo, la
investigación histórica nos hace saber que los hechos se desarrollaron
diversamente. El poste de la Cruz se hallaba erigido en el lugar de la
ejecución; el condenado solo cargaba con el travesaño. Según los Evangelios (Mt
27, 32; Mc 15, 21; Lc 23, 26) aparece en este momento la figura del Cireneo. Es
el de Marcos el que proporciona la noticia más precisa: obligaron a Simón,
padre de Alejandro y de Rufo, que volvía del campo, para que llevara la Cruz
(el travesaño, según he dicho), detrás de Jesús. Éste tenía los hombros
destrozados por la flagelación; lo que le impedía cargar el madero. Se nombra a
sus hijos porque probablemente eran miembros de una comunidad cristiana, y
conocidos por los lectores de Marcos.
San Lucas, por su
parte, afirma que mucha gente seguía a Jesús; y mujeres lloraban y se
lamentaban por Él. Dirigiéndose a ellas, el Señor las exhorta a prepararse para
lo que tendrán que vivir; es una profecía sobre los días aciagos que aguardan
al pueblo que rechazó al Mesías: «Hijas de Jerusalén, no lloren por mí, lloren
más bien por ustedes y por sus hijos. Porque vendrán días en los que se dirá:
Dichosas las estériles, los vientres que no concibieron, y los pechos que no
amamantaron. Entonces dirán a las montañas: caigan sobre nosotros, y a las
colinas: cúbrannos; porque si hacen esto con el árbol verde, ¿qué no harán con
el seco?». El año 70 de nuestra era, los ejércitos romanos entraron a
Jerusalén, destruyeron el templo, «gloria de Israel», y sometieron el país. Se
cumplió, así, la palabra profética que Jesús dirigió a las mujeres.
La devoción del
Via crucis (habría que decir la Via crucis) invita a contemplar más ampliamente
la marcha hacia el Calvario. Las diversas «estaciones» fueron aportadas por la
tradición; y, entre ellas, la cuarta es el encuentro de María con su Hijo, que
se dirige a la muerte. Esta escena debe responder, ciertamente, a un momento
histórico; ya que, como sabemos por el Evangelio de Juan, María estuvo al pie
de la Cruz. Es razonable pensar, por lo tanto, que en su camino haya topado con
el cortejo que conducía al Señor al Gólgota, el sitio de la Calavera.
Me parece oportuna
la referencia a dos textos: el primero, indicado para rezar de rodillas ante el
Crucifijo, es el soneto anónimo a Cristo crucificado, que es una obra maestra
de la poesía mística española del siglo XVI:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa Cruz y escarnecido.
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que si no hubiera Cielo yo te amara,
y si no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
que si lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera
El segundo texto
es la extensa secuencia Stabat Mater, prevista para la fiesta de Nuestra Señora
de los Dolores; y para usar en el tiempo de Cuaresma.
La referencia
evangélica es la noticia que aporta San Juan (19, 25 ss.) La modesta traducción
del original latino es mía:
Estaba la Madre
Dolorosa, llorando junto a la Cruz en la que su Hijo pendía.
Su alma hecha
gemido, tristeza y dolor, fue atravesada por la espada que le anunció Simeón.
¡Qué triste y
afligida estuvo allí la bendita Madre del Unigénito!
¿Qué hombre habrá
que no llore si contempla a la Madre de Cristo en semejante suplicio?
¿Quién no habrá de
entristecerse al contemplar a la Madre de Cristo doliéndose con su Hijo?
Vio a Jesús
sometido a tormentos y flagelos por los pecados de su pueblo
Vio a su dulce Hijo
muriéndose desolado al exhalar el espíritu.
Madre, fuente de
amor, haz que sienta tu dolor para que llore contigo.
Arda mi corazón de
amor a Cristo Dios, para que en todo le agrade.
Madre Santa, graba
fuerte en mi corazón las llagas del Crucificado.
Comparte conmigo
las penas que tu Hijo se dignó sufrir por mí.
Haz que llore
piadosamente contigo, que me duela con el Crucificado mientras dure mi vida.
Estar junto a la
Cruz contigo y asociarme a tu llanto: eso es lo que deseo.
Preclara Virgen de
vírgenes, no seas amarga conmigo, haz que llore contigo.
Haz que cargue con
la muerte de Cristo, participe de su Pasión, y que venere sus llagas.
Haz que me hieran
esas llagas, y que me embriaguen la Cruz y la Sangre de Cristo.
Defiéndeme el día
del juicio, para que no me quemen las llamas.
Cristo, cuando
deba partir de este mundo, concédeme por tu Madre la palma de la victoria.
Cuando este cuerpo
muera, haz que mi alma reciba la gloria del Paraíso.
Virgen
dolorosísima, ruega por nosotros
Para que seamos
dignos de alcanzar las promesas de Cristo.
Oremos
Interceda en favor
nuestro, Señor Jesucristo, ahora y en la hora de nuestra muerte, ante tu
clemencia, tu Madre, la Santísima Virgen María. Te lo pedimos a Ti, que vives y
reinas por los siglos de los siglos.
Este bellísimo
poema (suena muy bien cantado en latín) es una obra típicamente medieval; y
está impregnado de una cultura muy diversa de la nuestra. Brota de una
contemplación de los relatos evangélicos de la Pasión del Señor. Pienso que
nosotros podemos adaptarlo al modo en que, actualmente, expresamos los mismos
sentimientos, la misma fe.
Quinto Misterio: La crucifixión y muerte de nuestro Divino Redentor
La muerte de Jesús
en la Cruz y su resurrección, al tercer día, constituyen el núcleo central de
la fe cristiana. San Lucas presenta concisamente el primer elemento señalado:
«Cuando llegaron al lugar llamado ‘del Cráneo’, lo crucificaron junto con dos
malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: ‘Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen’ » (Lc 23, 33-34). El pueblo miraba en
silencio, pero los jefes se burlaban: «Ha salvado a otros, ¡que se salve a sí
mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» (Lc 23, 35). Los soldados,
asimismo, se plegaban al mismo planteo: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate
a ti mismo!» (Lc 23, 37). Pilato hizo poner sobre la Cruz un letrero, escrito
en hebreo, latín y griego: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos»; lo que
fastidió enormemente a los dirigentes judíos que, sin lograrlo, pretendían
fuese quitado (cf. Jn 19, 19-22). La inscripción es el INRI de nuestros
crucifijos.
Según el relato de
Lucas, uno de los malhechores lo insultaba, mientras que el otro, al que la
tradición llama «el Buen Ladrón», increpaba a su compañero, y dirigiéndose a
Jesús, pronunció esa preciosa oración que nosotros podemos asumir como
confesión y súplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu
reino». La respuesta del Señor le asegura la inmediata participación en los
bienes del Reino: «Hoyestarás conmigo en el Paraíso».
Las palabras
finales de Jesús varían según las reportan los evangelistas; según Mateo, es un
grito, el comienzo del Salmo 22 (21): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Marcos coincide; los que oyen creen que Jesús estaba llamando a
Elías, porque en hebreo el Salmo comienza Elí, Elí. Según Lucas fue un grito:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; y Juan anota: «Todo se ha
cumplido». El cuarto Evangelio nos trasmite datos que él solo ha registrado. Junto
a la Cruz estaban su Madre, y el discípulo amado; entonces Jesús proclama la
mutua entrega, y como en las Bodas de Caná llama a María, gýnai, Mujer; es
entonces cuando «la Hora» ha llegado, y se establecen las bodas entre Dios y la
humanidad redimida. Los Evangelios sinópticos hablan de una conmoción cósmica
al momento de la muerte de Jesús; y el paso del Antiguo al Nuevo Testamento,
expresado en el velo del templo, rasgado de arriba abajo. Son las tres de la
tarde, la hora en que se mata a los corderos que servirán a los judíos para la
comida pascual. A esa Hora muere el verdadero Cordero, que quita el pecado del
mundo. Otra noticia propia de Juan: a los crucificados les quebraban las
piernas para impedirles que, apoyándose, pudieran seguir respirando. Pero a
Jesús, que ya había muerto, uno de los soldados le atravesó el costado con su
lanza, haciendo así brotar sangre y agua (Jn 19, 31-37). La tradición ha visto
en la sangre y el agua los símbolos misteriosamente reales del Bautismo, y la
Eucaristía; frutos del Corazón abierto del Redentor.
En este Quinto
Misterio Doloroso nos detenemos a contemplar esos acontecimientos centrales de
la historia de la humanidad; la muerte de Cristo en la Cruz ha sido la causa de
nuestra salvación, la gran obra del amor divino.
Misterios
Gloriosos
Primer Misterio: La triunfante Resurrección de Jesús
En su último
tramo, el Rosario nos hace meditar sobre la verdad central de nuestra fe, que
es la Resurrección del Señor; si ésta cayera, desaparecería el cristianismo.
Quedaría reducido a unos pocos consejos morales, para «pasarla mejor» aquí
abajo.
La Resurrección
expresa quién es ahora Jesús: el Viviente, que resulta criterio y medida de los
hombres, y de su destino. A los primeros discípulos, a los mismos Apóstoles,
les resultó difícil aceptar y comprender aquel acontecimiento: Jesús entró en
una forma de vida totalmente nueva, una nueva dimensión de la existencia
humana; su caso no es como el de los muertos que, por el poder de Cristo,
fueron resucitados: Lázaro, y el hijo de la viuda de Naím, que volvieron al
tipo de existencia que llevaban antes, y que estaría sometida a la muerte que,
finalmente, habrían de sufrir.
La fe judía
afirmaba la resurrección de los muertos para el fin de los tiempos. Pero ese
tiempo final se hizo presente ya en la Resurrección del Señor. Los testimonios
acerca de este hecho realísimo, que ha cambiado la relación de los hombres con
Dios, se apoyan en la Sagrada Escritura; que recién entonces pudo ser, por la
acción del Espíritu Santo, comprendida en profundidad, por ejemplo, el Salmo 16
(15): «No abandonarás mi vida en el abismo, ni dejarás que tu Santo sufra la
corrupción; me indicarás el sendero de la vida…»
A los testigos de
la Resurrección, comenzando por las mujeres, que fueron privilegiadas con las
primeras apariciones del Resucitado, les costó reconocerlo; Él era el mismo,
pero su aspecto era inimaginable; una realidad celestial se introducía en la
trama de la vida ordinaria. El Señor solo se mostró a algunos testigos, para
dar cabida a la fe, respuesta a la afirmación original de la predicación
cristiana: ¡Ha resucitado!
San Pablo, en la
Primera Carta a los Corintios, enseña que la Resurrección de Cristo es la
fuente de la resurrección de los muertos. Tal fuerza tiene esa vinculación, que
el Apóstol puede afirmar que si los hombres no resucitaran tampoco Cristo
habría resucitado (1 Cor 15, 12 ss.). Una fórmula bien precisa se encuentra en
la Carta a los Romanos: «Si confiesas con la boca, y en tu corazón crees que
Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvado» (Rm 10, 9).
La predicación de
la Iglesia, desde el comienzo, tiene a la Resurrección del Señor como argumento
central: el día de Pentecostés, Pedro se dirige a la multitud que se reunió,
llena de asombro, al ser testigo de la acción del Espíritu sobre los Apóstoles.
Junto con los Once, el jefe de la Iglesia naciente recordó a los judíos el
crimen que habían cometido contra Jesús, pero proclama: «A este Jesús Dios lo
resucitó, y todos nosotros somos testigos… Sepa entonces con certeza la Casa de
Israel, que Dios lo constituyó Señor y Mesías, a ese mismo Jesús a quien
ustedes crucificaron». El Libro de los Hechos, que reproduce esta primera
proclamación de la Iglesia, apunta que los oyentes, compungidos, preguntaban a
Pedro qué debían hacer; y el Apóstol los exhortó a convertirse, y a recibir el
Bautismo en nombre de Jesucristo, para recibir el don del Espíritu Santo; ese
día adhirieron al mensaje y se bautizaron unas tres mil personas (Hch 2,
31-41).
En la liturgia de
la Octava de Pascua, antes del Evangelio de la Misa, se canta o recita la
Secuencia Victimae paschali: «Que los cristianos inmolen alabanzas a la Víctima
Pascual; Cristo redimió a las ovejas, el Cordero inocente reconcilió a los
pecadores con el Padre. Sabemos que Cristo resucitó verdaderamente de entre los
muertos; Tú, Rey victorioso, ten misericordia de nosotros».
Lo dicho permite
reconocer la importancia de este Primer Misterio Glorioso, en el conjunto del
Rosario. Para contemplar, con el gozo de María Santísima, el Rostro triunfante
de su Divino Hijo.
Segundo Misterio: La Ascensión de Jesús al Cielo
Las noticias
evangélicas acerca de la Resurrección del Señor, coinciden en señalar que las
apariciones del Resucitado, su mostrarse vivo, con una vida diversa de la
intramundana, fueron acotadas. Su finalidad fue preparar a algunos testigos,
que pudieran luego anunciar el inicio de una nueva realidad, la que estaba
destinada a ser la realidad definitiva del hombre, y de toda la creación; el
tiempo final (en griego se dice ésjaton) fue anticipado en el Resucitado.
El final del
Evangelio de Lucas, y el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles
narran cómo Jesús, que se había hecho reconocer y que alternó con sus
discípulos, dio por concluida su presencia en la tierra. El Verbo, la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, tomó una naturaleza humana en el seno
virginal de María, para cumplir el designio del Padre y, con su vida, pasión y
muerte obrar la salvación, el retorno de la humanidad a la amistad con Dios.
Cumplida esa misión correspondía que el Verbo llevara su humanidad santísima a
la Gloria. En el seno de la Trinidad hay una naturaleza humana: el hombre está
en Dios, y Dios se ha acercado a los hombres.
La Ascensión
implica que Jesús se ha ido, pero permanece en una cercanía permanente. El
cristianismo es, ante todo, el don de esa presencia. En nuestra profesión de
fe, decimos: «Subió a los Cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre
Todopoderoso»; vale decir, el hombre Jesucristo participa del poder soberano de
Dios.
San Lucas relata
cómo después de dar las últimas instrucciones a los Once, «Jesús los llevó
hasta las proximidades de Betania, y elevando sus manos los bendijo. Mientras
los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado al Cielo. Los discípulos, que
se habían postrado delante de Él, volvieron a Jerusalén con gran alegría…» (Lc
24, 50-52). En el libro de los Hechos se apunta un detalle: los discípulos
continuaron con los ojos dirigidos al Cielo cuando una nube ocultó al Señor a
su vista (la nube tiene en la Biblia, en ambos Testamentos, un sentido
teológico, representa la presencia de Dios, que se manifiesta), y dos hombres
vestidos de blanco (ya sabemos que se quiere decir: dos ángeles), los
interpelan: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al Cielo? Este Jesús
que les ha sido quitado, y fue elevado al Cielo, vendrá del mismo modo que lo
han visto partir» (Hch 1, 11).
La Ascensión nos
remite al retorno de Cristo, como afirmamos en el Credo: «Desde allí (desde el
Cielo, desde la diestra del Padre) ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos». El Símbolo de Nicea dice que esa venida del hombre Jesucristo será
«con gloria» y que «su Reino no tendrá fin». Este es el máximo objeto de la
esperanza de los cristianos.
Tercer Misterio: La venida del Espíritu Santo
En la extensa
conversación de la Última Cena con los discípulos fueron revelados profundos
misterios sobre Jesús, el cumplimiento de su misión, y la unión de vida entre
Él y los suyos. En ese contexto el Señor les descubrió la misión del Espíritu
Santo, en continuidad con la suya, que entonces concluía.
En primer lugar,
la promesa del don del Espíritu Santo: «Si ustedes me aman cumplirán mis
mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Paráclito (Jn 14, 16:
paráklēton: Consolador, Valedor, Defensor), que permanezca con ustedes para
siempre, el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo
ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque Él permanece con
ustedes, y está en ustedes». La identidad del Espíritu, que procede del Padre y
del Hijo es ser don; habla Jesús de otro Paráclito, porque Él, que lo ha sido
hasta entonces, vuelve al Padre.
En la misma última
conversación, Jesús les presenta la misión del Espíritu Santo. Cuando Él venga,
probará al mundo (elénxei: argüirá, como en una acusación, Jn 16, 8) dónde está
el pecado, dónde está la justicia, y cuál es el juicio. «El pecado está en no
haber creído en mí, la justicia en que yo me voy al Padre, y ustedes ya no me
verán, y el juicio en que el Príncipe de este mundo (árjōn, así designa Jesús
al demonio) será arrojado fuera». El Espíritu Santo, como un abogado,
reivindicará la santidad de Jesús, y el carácter definitivo de su triunfo; Él
continuará la obra del Redentor santificando a la Iglesia, y asistiéndola en su
misión.
El día de
Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo trajo palabras de fuego que, en
contraste con el lejano episodio de Babel, forja la unidad de los hombres que
se integran en la Iglesia, de la cual el Espíritu es el Alma. Hace unas
décadas, en un libro que exponía la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia,
y la eficacia de sus dones, se llamaba a la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad el gran Desconocido. El conocimiento del Espíritu se percibe en la fe,
la oración, la apertura del corazón a Él, y la recepción de su amor, que debe
fructificar en los fieles. El don bautismal del Espíritu sigue actuando en el
interior de los fieles, y los prepara a vivir en su gracia, y a dar testimonio
de la Verdad en el amor. Es el Espíritu quien anima la liturgia sacramental de
la Iglesia, y la constituye en fuente de santidad.
Concluyo esta
meditación con una oración clásica:
Ven, Espíritu
Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu
amor.
Envía Señor tu
Espíritu, y todas las cosas serán recreadas.
Y renovarás la faz
de la tierra.
Oh Dios, que has
instruido los corazones de tus fieles, concédenos saborear todo lo que es santo
según el mismo Espíritu, y gozar siempre de su consuelo. Por Jesucristo Nuestro
Señor.
María ha sido
llamada Esposa del Espíritu Santo. Que ella nos ayude a intimar, y a dejarnos
conducir con el Espíritu del Señor, para alcanzar experiencias inefables en la
relación con Él.
Cuarto Misterio: La Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma al
Cielo
El 1º de noviembre
de 1950, el papa Pío XII definió como dogma de fe que María, al término de su
vida temporal, fue llevada en cuerpo y alma al Cielo. Fue aquel un día de
intensa alegría en toda la Iglesia. En Roma se reunió una multitud que colmó la
Plaza de San Pedro; y seguía por la Via della Conciliazione, hasta el Tíber.
Fue asumida, como
arrebatada por Dios, para que no sufriera la corrupción del sepulcro. El Papa
no menciona la muerte de la Madre de Cristo; solamente afirma que no conoció la
corrupción, y que se encuentra en la gloria, íntegra en cuerpo y alma. No era
posible que quien había llevado en su seno al Dios hecho hombre, cuya
naturaleza humana se formó de ella, por acción del Espíritu Santo, sufriera la
disolución de su Cuerpo santísimo.
En la Biblia
encontramos dos casos análogos de «asunciones». Uno de los patriarcas
anteriores al diluvio, Henoc, hijo de Iéred, «siguió siempre los caminos de
Dios, y luego desapareció porque Dios se lo llevó» (Gn 5, 24). El otro caso es
el del profeta Elías. Leemos en el Segundo Libro de los Reyes: «Esto es lo que
sucedió cuando el Señor arrebató a Elías y lo hizo subir al Cielo en el
torbellino» (2 Re 2, 1). Lo acompañaba su discípulo Eliseo, que pudo verlo cuando
se alejaba, y logró recoger el manto del gran profeta (cf. 2 Re 2, 13), signo
de la participación en su espíritu.
Según la
tradición, la Madre de Jesús vivía en Éfeso con Juan, «el discípulo que Jesús
amaba». Los cristianos de Oriente celebran la Dormición de Nuestra Señora, que
equivale a su Asunción. La conmemoración litúrgica de la Asunción se celebra el
15 de Agosto. Tradicionalmente, aun antes de la proclamación del dogma, este
día era la fiesta por excelencia entre las fiestas marianas. Popularmente se lo
llamaba Santa María.
Otras de las
razones exhibidas por Pío XII para mostrar la «necesidad» (creo que se puede
hablar así) de la Asunción es que Ella fue eximida de contraer el pecado
original. Esta otra verdad tiene, asimismo, dimensión dogmática: fue proclamada
como dogma de fe por Pío IX, en 1854. La muerte, y la consiguiente corrupción
del cuerpo, son consecuencia del pecado original. El texto de la constitución
Munificentisimus Deus alude, expresamente, a que la elevada al Cielo fue la Inmaculada,
tal como reza la definición dogmática de 1854, Ineffabilis Deus.
Cuando invocamos a
la Madre de Dios, cuando elevamos nuestras súplicas, lo hacemos refiriéndonos
no a un pasado, sino al presente, a su presencia celestial junto a Jesús, a su
participación en la plenitud que vive Jesús. Este es el argumento del último
Misterio Glorioso del Rosario, del cual me ocupo a continuación.
Quinto Misterio: La coronación de María Santísima como Reina y Señora
de todo lo creado
Los ojos de
nuestro espíritu, el afecto de nuestro corazón, se detienen ahora en la
contemplación del pleno cumplimiento de las palabras del Ángel Gabriel, que
-tal como vimos en el Primer Misterio Gozoso- la llamó «llena de gracia»,
plenamente favorecida por Dios (kejaritōmenē). Al dirigirnos a Ella esperamos
recibir el inmerecido regalo de ser escuchados y atendidos: «Acuérdate,
piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que cuantos han recurrido a tu
socorro… haya sido abandonado». Esperamos el gesto bondadoso de una Reina.
En Roma, en la
Basílica de Santa María in Trastevere se puede admirar el mosaico del ábside,
una obra del siglo XII, que presenta a Cristo y María en el trono, ataviados
como el Rey, y la Reina; el detalle conmovedor es éste: Jesús, con su brazo
derecho sobre el hombro de su Madre la estrecha junto a sí. La realeza de María
es coextensiva a la realeza de su Hijo.
El año litúrgico
incluye la fiesta de la realeza de Nuestra Señora, en continuidad a su Asunción
a la gloria; ha sido llevada al Cielo para compartir, como humilde «Servidora
del Señor» el poder del redentor. Precisamente, la contemplación de la
condición real de la Madre nos remite a la realeza de su Hijo. En la escena de
la Anunciación, el Ángel Gabriel, refiriéndose al futuro fruto del seno de María,
dijo: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa
de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). El Señor reinó
sobre el madero de la Cruz, junto a la cual estuvo su Madre; ella compartió con
su compasión la paradojal realeza, y por eso luego pudo unirse a la gloriosa
realeza del Resucitado. La Tradición la nombra repetidamente Reina; por
ejemplo, Reina y Madre de misericordia. Santa Teresita del Niño Jesús expresó
su experiencia interior, al enunciar una sentencia que es teológicamente
impecable: Tiene más de Madre que de Reina.
Al concluir esta
meditación de los Veinte Misterios del Santo Rosario, en el día en que, por
gracia de Dios, celebro el regalo de un nuevo año de vida, deseo dedicarla
especialmente a quienes hagan uso de ella. La he escrito con el propósito de ayudar a que esta
devoción mariana pueda ser practicada con una inteligencia, y un amor, cada vez
mayores. Y, por consiguiente, obtenga frutos más abundantes de santidad.-
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