Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo emérito de
La Plata, en la Misa de despedida de la arquidiócesis
(Iglesia catedral, 10 de junio de 2018)
Aica, 11-6-18
El Génesis, primer libro de la Torá hebrea, comienza
con la palabra Bereshit, en el principio. El texto, en el que se transmite la
revelación divina sobre la protohistoria de la humanidad, asume tradiciones,
estilos y elementos culturales muy diversos, como corresponde a la encarnación
de la Palabra. El Evangelio de Juan comienza con la misma expresión: En arjé,
en el principio era el Lógos, el Verbo, y este principio es el de la nueva
creación. El fragmento del capítulo tercero del Génesis, que escuchamos como
primera lectura de esa liturgia, expone las consecuencias dramáticas de lo que
la teología católica llama pecado original. La protohistoria da paso a la
historia, que empieza mal, con la pérdida de la situación edénica, paradisíaca;
la cercanía con Dios queda perturbada por el hombre mismo, que pretende ponerse
en el lugar de su creador. Entonces sobreviene el exilio de los desterrados
hijos de Eva; habrá que esperar que la Mujer, la nueva Eva, y su descendencia
que es Cristo, aplasten la cabeza de la serpiente. Entre tanto, y aun después
de la realidad efectiva de la redención de la que gozamos, falta que podamos
echar mano, finalmente, al árbol de la vida, en el post exsilium en el que
María nos muestre el rostro de Jesús, como aspiramos en la Salve Regina.
Los símbolos que se destacan en el relato genesíaco
son ancestrales, tienen raíces en las más diversas culturas. A la luz de la
fenomenología de las religiones, la historia comparada de éstas, y sobre todo a
la luz de la fe cristiana, las figuras empleadas resultan fácilmente comprensibles.
En el ambiente cultural de la época de la redacción, fecha que es todavía
discutible, el árbol, la serpiente, la mujer y su relación con el varón
corresponden a conceptos arraigados en la experiencia humana, y de valor
sagrado. En el libro del Apocalipsis (12, 9) se habla de la antigua Serpiente,
llamada Diablo o Satanás, seductor del mundo entero; allí se la identifica
también como Dragón. Al lector de la antigüedad no podían sorprenderle estas
expresiones, simbólicas o míticas, que hablan de una realidad, la de ese
siniestro entrometido en la historia humana, cuya existencia y actuación son
indiscutibles para la fe que profesamos; y comprobable en los hechos, en
muchísimos hechos que resultarían incomprensibles si se descartara este dato.
Quiero decir que el diablo existe.
Las consecuencias del pecado son registradas como un
inmediato desequilibrio: el temor ante la voz de Dios, y la conciencia de la
desnudez, hoy día desafiada por los estúpidos alardes nudistas en las playas o
en las selfies. Aquel miedo, razonable para la razón caída fuera del ámbito
restaurado de la fe, puede ser acallado misteriosamente, por ejemplo, en las
incredulidades ligeras, contagiosas, de quienes promueven hoy la apostasía de
los paganos bautizados, aquí en La Plata.
Es llamativo el orden inverso que el redactor observa
al registrar la cobarde acusación del hombre a la mujer, y de esta a la
serpiente; y, por otra parte, en la maldición del Creador al tentador, seguido
del castigo a la mujer, el dolor del parto y el dominio machista del marido, y
la pena que cae sobre el hombre. Y que es ganar el pan con el sudor de su
frente. En el original hebreo, al varón se lo llama adam, o ish, y a la mujer,
varona, ishshá. El pasaje escogido para esta liturgia omite, de la segunda
serie, el castigo del varón y la varona, y concluye con la auspiciosa profecía
del triunfo final de la mujer y su descendencia, objeto de nuestra esperanza;
ese triunfo resolverá la enemistad que explica en profundidad la dialéctica de
la historia humana.
Me he detenido en el comentario del pasaje del
Génesis, porque en los domingos del tiempo ordinario, la primera lectura,
tomada del Antiguo Testamento –profecía del Nuevo– es elegida para preparar el
Evangelio anticipando la temática en éste expuesta.
El texto del capítulo tercero de San Marcos que se ha
proclamado exigiría un detenimiento en varias cuestiones que parecen de detalle
y que han suscitado problemas en la historia de la interpretación; sin embargo,
prefiero centrarme en el mensaje, el kérygma, en relación con el anticipo
ofrecido en el pasaje del Génesis. Es la respuesta del Señor a la cuestión
ridículamente calumniosa que plantean los escribas judíos, doctores de la Ley,
que hurgaban en la Sagrada Escritura. Se encontraba Jesús, probablemente en
casa de Pedro. Conocían la actividad taumatúrgica del Señor, que curaba a los
enfermos y expulsaba a los demonios del cuerpo de los posesos; no podían negar
el carácter extraordinario de los hechos y del poder que los causaba.
Incapaces de reconocer la obra de Dios, o mejor dicho,
enceguecidos y empecinados en no hacerlo, lo atribuían al mismo Sátanas,
príncipe de los demonios. Belzebul es un nombre discutido; quizá significa
“Baal de las moscas”, el dios pagano de Eqrón, con él se quiere indicar al
enemigo por excelencia. Jesús refuta el planteo de los escribas con una
sencilla parábola, y pronuncia una condenación definitiva contra los blasfemos
de la peor especie, los que lo hacen contra el Espíritu Santo. El término
blasphemía[c] pasa tal cual al castellano; en el griego clásico significaba ya
una injuria, una impiedad contra los dioses. Más técnicamente: eran las
palabras que desvirtuaban los ritos como un mal augurio, como una plegaria
inconsiderada, como maldición, y se introducían en la ceremonia de un
sacrificio religioso.
En el Catecismo de la Iglesia Católica aparecen seis
referencias a la blasfemia, una de ellas citando el pasaje que vamos
comentando; también para ilustrar la existencia del infierno y su eternidad;
otra vez como ejemplo de los actos intrínsecamente malos, siempre gravemente
ilícitos por razón de su objeto, y como muestra misma del pecado mortal. Al
explicar el segundo mandamiento, el Catecismo extiende la prohibición de la
blasfemia [c]a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas
sagradas (2148). Resulta ahora que para la tilinguería cultural de la pobre
Argentina que vivimos, es una obra de arte la torta que representan a Cristo
yacente, y arte en acción el comérsela. La blasfemia hace valer sus derechos al
condenar la justa protesta del Cardenal Primado y al reprochar como cobarde la
retórica disculpa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero
volvamos al texto del Evangelio.
Jesús es el hombre fuerte que ató al Enemigo y saqueó
sus bienes, esto es, la masa de hombres que él tiranizaba. Por eso recibimos
los creyentes el perdón de los pecados y podemos formar parte de la verdadera
familia de Jesús, integrada por aquellos que como Él hacen la voluntad del
Padre; los que creen, como María, dichosa porque creyó y por eso, por su fiat,
fue Madre. Satanás no se dividió, no se levanta contra sí mismo; al contrario,
intenta filtrarse por cualquier rendija que encuentra en la Casa de Dios que es
la Iglesia, y en el corazón de cada uno de nosotros. La simple comparación
evangélica permite advertir la inteligencia, la astucia del Enemigo, que se
empeña en una obra de desgaste de nuestra fe, de entibiamiento de nuestro amor;
él sabe armar un tinglado para el engaño y cuenta con marionetas ingenuas o
voluntarias que ejecutan sus designios.
Cultura se llama al conjunto de conocimientos, modos
de vida y costumbres que tienen vigencia en una época o sociedad determinada.
Cuando este complejo se descristianiza, y la Iglesia por falta de recursos o
por incuria lo abandona, se retira, se recluye, la cultura queda a merced del
príncipe de este mundo, del padre de la mentira. Él es un inspirador invencible
de ese tipo de diálogo o encuentro en el cual los hombres son inducidos con
arte refinado a la blasfemia contra el Espíritu Santo. Solo los santos
advierten plenamente, con perspicacia sobrenatural, tan delicadas artimañas, y
no le dejan al que te dije el campo abierto.
En el fragmento de la Segunda Carta a los Corintios,
que nos presenta también la liturgia de este Domingo, San Pablo habla de su
ministerio apostólico, que tiene por base la fe. En ese servicio que el Señor
le ha encomendado, el poder de Dios se manifiesta a través de la fragilidad del
enviado, que es un recipiente quebradizo de tierra cocida. Un exégeta del siglo
XX, el Padre E. B. Állo, comentando esa Carta escribía: el apóstol cree con
toda su alma en la acción divina de Cristo en él y por medio de él; por eso no
teme hablar, con una apertura y una audacia que escandaliza. Su propósito es
defender su manera sin compromisos de predicar el Evangelio.
Pablo cita un versículo del Salmo 115 con el que desea
expresar su confianza. Las traducciones actuales del Salterio varían levemente,
sin alterar demasiado el sentido. Por ejemplo: Tenía confianza, incluso cuando
dije: ‘¡Qué grande es mi desgracia!’; o bien: “yo creía cuando decía: qué
desdichado soy”. El texto de la Segunda Carta a los Corintios reproduce la
versión griega llamada de los LXX, según la cual el salmista dice epísteusa,
diò elálesa: creí, por eso hablé. Del mismo modo entiende el pasaje la Vulgata
latina: credidi, propter quod locutus sum. El Apóstol se apropia de esa
confesión: también nosotros creemos -dice- y por lo tanto hablamos (2 Cor 4,
13). Muy de lejos, modestamente, me atrevo a sumarme a ese “nosotros”;
epísteusa, diò elálesa, yo también: creí, por eso hablé.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
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