Nada más cumplir Aguer 75 años el pasado 24 de mayo,
presentó su renuncia como está estipulado, y al Vaticano le faltó tiempo para
aceptársela, lo que no es demasiado común.
Menos común, y bastante triste, es lo que ha seguido.
El encargado de negocios de la Nunciatura en Argentina, al tiempo que le
anunciaba que su renuncia había sido aceptada, le transmitió otras
instrucciones bastante más duras: la misa de Corpus Christi, en la que pronunció
su homilía de despedida, sería su última liturgia pública; no iba a ocuparse de
la diócesis en funciones hasta la llegada de Fernández, sino que se nombraba
administrador apostólico a Mons. Bochatey; debía irse de la arquidiócesis
inmediatamente después de la celebración, no podrá residir en ella como
arzobispo emérito, una ‘deportación’ en toda regla, ni tampoco se ocupará del
traspaso de la sede a su sucesor.
En un pontificado que se pretende centrado en la
misericordia, es forzoso advertir que se trata de una compasión bastante
selectiva. Aguer, literalmente, no tiene dónde ir. Sus planes eran, como no es
extraño entre los obispos eméritos, permanecer en la que ha sido todos estos
años su diócesis, residiendo en el ex-seminario menor de La Plata.
El futuro personal de Aguer a sus 75 años se
presentaba, en fin, tan incierto, que al final de su última misa del Corpus, el
obispo ortodoxo de la ciudad, presente durante la celebración, tomó el
micrófono y le ofreció a Aguer alojarse en su propia casa.
(Fuente: Carlos Esteban - Infovaticana, 05 junio,
2018)
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