… en 1969
INFOVATICANA 27 Agosto, 2017
El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No
vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo
critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible, decía
Ratzigner en 1969.
No fingió ser capaz de predecir el futuro. No. Era
demasiado sabio para eso. De hecho, moderó sus comentarios iniciales con la
advertencia siguiente:
“Seamos, por consiguiente, prudentes con los
pronósticos. Aún es válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es
un abismo; nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y
quien cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el ser
humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de Dios, tiene
motivos más que suficientes para abstenerse de unas predicciones cuya
ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría revelar sólo ignorancia
histórica”.
Pero su época, inundada de peligros existenciales,
cinismo político y desconcierto moral, estaba hambrienta de respuestas. La
Iglesia católica, un faro moral en las turbulentas aguas de su tiempo, había
pasado recientemente por ciertos cambios propios que tuvieron preguntándose,
tanto a adeptos como a inconformistas: “¿Qué será de la Iglesia del futuro?”.
Y de esta forma, en 1969, se encontraba el sacerdote
Joseph Ratzinger en una radio alemana respondiendo con sus reflexiones. Aquí
están sus comentarios finales:
Con esto hemos llegado a nuestro hoy y a la reflexión
sobre el mañana. El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo
de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de
su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes
sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los
demás y se toman a sí mismos como medida infalible.
Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más
cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado,
tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le
causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el
futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de
nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben
más que las frases que son precisamente modernas. Por quienes pueden ver más
que los otros, porque su vida abarca espacios más amplios.
La generosidad que libera a las personas se alcanza
sólo en la paciencia de las pequeñas renuncias cotidianas a uno mismo. En esta
pasión cotidiana, la única que permite al ser humano experimentar de cuántas
formas diferentes, lo ata su propio yo, en esta pasión cotidiana y sólo en
ella, se abre el ser humano poco a poco. Él solamente ve en la medida en que ha
vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir aún a Dios, se debe a que nos
resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos y huir de la profundidad de
nuestra existencia, anestesiados por cualquier comodidad. Así, lo más profundo
en nosotros sigue sin ser explorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el
corazón, ¡qué ciegos estamos todos!
¿Qué significa esto para nuestra pregunta? Significa
que las grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin
fe son palabras vanas. No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la
acción en oraciones políticas. Es completamente superflua y por eso
desaparecerá por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que
cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más allá
de la muerte.
De la misma manera, el sacerdote que sólo sea un
funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros
especialistas. Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es
especialista, que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio de su
ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se
entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y su angustia.
Demos un paso más. También en esta ocasión, de la
crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará
pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos
de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y
con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo
mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la
que sólo se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad,
reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros.
Ciertamente conocerá también nuevas formas
ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo
su profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales
homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas
formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al
ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden
suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es
esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios
trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu
que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la
oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como
celebración y no como un problema de estructura litúrgica.
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su
mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. Le resultará
muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le
costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una
Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que
eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad
envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo.
El proceso será largo y laborioso, al igual que
también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en
vísperas de la revolución francesa –cuando también entre los obispos estaba de
moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera la
existencia de Dios era en modo alguno segura– hasta la renovación del siglo
xix.
Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de
una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres
humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado.
Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su
absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los
creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos,
como una respuesta que siempre han buscado a tientas.
A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan
tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que
contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que
permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la
Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la
sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de
nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y
esperanza más allá de la muerte.
La Iglesia católica sobrevivirá a pesar de los hombres
y las mujeres, no necesariamente gracias a ellos. Y aun así, todavía nos queda
trabajo por hacer. Debemos rezar y cultivar el autosacrificio, la generosidad,
la lealtad, la devoción sacramental y una vida centrada en Cristo.
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En 2007, se publicó Fe y futuro, un libro donde queda
recogido al completo este discurso del padre Joseph Ratzinger, recogido
originalmente por Aleteia.
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