viernes, 7 de agosto de 2015

La fe no partidiza a los creyentes


Arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna

1.- La fe en Cristo, el Hijo de Dios. Jesús desafía la incredulidad de aquellos compatriotas suyos. Lo hace con una claridad sin sombras observando, en ellos, comprensibles reacciones ante la revelación de su identidad de Hijo de Dios. Son sus vecinos, testigos de su normal desarrollo en el hogar de Nazaret, como hijo de María y del carpintero José. Es lo que ellos ven, muy lejos de entender el misterio de la Encarnación y el carácter adoptivo de la paternidad del justo José. No es fácil calzar las sandalias de Jesús ante un pueblo tan condicionado por viejos prejuicios. Trascender lo que sus comarcanos ven a diario y creer en su palabra requiere una gracia particularmente fuerte. 

No obstante, su enseñanza no se presta a confusiones o a interpretaciones opuestas: "Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios; sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo". (Juan 6, 46-51). La vigencia de aquellas afirmaciones cobra una particular luminosidad en momentos como los actuales. Muchos bautizados en la Iglesia Católica piensan y actúan contrariando las enseñanzas de Jesús. Es fácil comprobarlo. Pocas veces, en las contiendas electorales, los candidatos que se autocalifican "católicos", manifiestan sus convicciones religiosas. No es el caso de hacer un uso, políticamente abusivo e interesado, de la propia fe. Tendríamos que volver a la Carta de Santiago y encarnarla en el comportamiento cotidiano.

2.- La vida y la fe. En ella, el Apóstol manifiesta una coherencia asombrosa: "¿De qué le sirve a uno, hermanos mios, decir que tiene fe, si no tiene obras?" (Santiago 2, 14). Sin temor a introducirnos en el ámbito de la política partidiaria es preciso adoptar la lógica del Apóstol. El cristiano debe llevar a la práctica la fe que profesa con los labios. Este principio, en la regencia que cada cual hace de su vida, pierde veracidad si no alcanza a regular cada comportamiento temporal; al contrario, se lo intenta encerrar en el interior solitario del templo. 

Es tan exigente la fe en Cristo, que no excluye de su principal inspiración ninguno de los espacios, en los que se mueve necesariamente un ciudadano responsable. Es correcto no identificar a la propia Iglesia, como institución, con la actividad coyuntural del poder político. La fe no "partidiza" a los creyentes. Los educa como personas, moldeándolos espiritualmente para proyectar los valores evangélicos, en el ejercicios de sus diversas responsabilidades. La Iglesia, al servicio de la fe, expone la Palabra y llama a la conversión; no pretende capitalizar el poder para imponerse por sobre otros ciudadanos en una sociedad plural. Quienes le atribuyen esa pretensión intentan desvirtuar su misión propia, negándole el derecho y la libertad para evangelizar a todos, de acuerdo con el mandato de su Señor y Maestro. La Iglesia está obligada a predicar la fe, pero, de ninguna manera le asiste el derecho a imponerla compulsivamente.

3.- El amor, obediencia y libertad. Dios no actúa como los dictadores, sus hijos le obedecen por amor y, a causa del mismo, en pleno y sano ejercicio de la libertad. El precepto de la caridad reclama ese comportamiento a sus seguidores y con todos los hombres: "Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros como yo los he amado" (Juan 15, 12). El amor otorga la auténtica libertad, no la ley, cuyo único cometido es preservarla. Si el amor constituyera - lo que en realidad es - el principal mandamiento, quedarían sin sustento la corrupción y todas las formas de la delincuencia. Nadie se aprovecharía de sus semejantes, la justicia regularía el comportamiento social, y la paz sería su producto deseado y reclamado. No es un sueño imposible; Cristo resucitado se constituye en la causa de su realización. La vigencia lamentable del pecado - vencido por el Cordero de Dios - sigue siendo la cizaña de la parábola, que será erradicada definitivamente cuando la historia humana alcance su cumbre. Mientras tanto se produce el combate sin cuartel entre el bien y el mal, entre la gracia y su negación. La gracia de Cristo actúa en los corazones de quienes se disponen a vencer el mal y a realizar el bien aquí, con el tiempo que se nos dispensa para ello.


4.- Dios, el Padre de nuestra vida. El deseo innato de vivir para siempre tiene su correlato en el mismo don de la vida. Al admitir a Dios como "Padre de nuestra vida", reconocemos la inmortalidad como destino. El hombre es el toque final de la creación visible. En él, la vida creada se vuelve definitiva, la muerte biológica es el fin de su etapa temporal y constituye el umbral a la inmortalidad. Es lamentable que este pensamiento no se exprese con más frecuencia en medio de tanto discurso, marcado por la controversia y el pesimismo. 

El Evangelio abre una perspectiva esperanzadora ya que señala la Vida Eterna como promesa y realización. Más aún, su logro está acreditado por el mismo Dios que, en la persona de Cristo, adquiere un rostro humano: "Yo soy la Resurrección y la Vida" (Juan 11, 25). Estamos destinados a reflejarnos en él, mediante la fe, para que viviendo en Él no muramos jamás. 

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