Arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo
Salvador Castagna
1.- La fe en Cristo, el Hijo de Dios. Jesús desafía la
incredulidad de aquellos compatriotas suyos. Lo hace con una claridad sin
sombras observando, en ellos, comprensibles reacciones ante la revelación de su
identidad de Hijo de Dios. Son sus vecinos, testigos de su normal desarrollo en
el hogar de Nazaret, como hijo de María y del carpintero José. Es lo que ellos
ven, muy lejos de entender el misterio de la Encarnación y el carácter adoptivo
de la paternidad del justo José. No es fácil calzar las sandalias de Jesús ante
un pueblo tan condicionado por viejos prejuicios. Trascender lo que sus
comarcanos ven a diario y creer en su palabra requiere una gracia
particularmente fuerte.
No obstante, su enseñanza no se presta a confusiones o
a interpretaciones opuestas: "Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene
de Dios; sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida
eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y
murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo
coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo". (Juan 6, 46-51). La
vigencia de aquellas afirmaciones cobra una particular luminosidad en momentos
como los actuales. Muchos bautizados en la Iglesia Católica piensan y actúan
contrariando las enseñanzas de Jesús. Es fácil comprobarlo. Pocas veces, en las
contiendas electorales, los candidatos que se autocalifican
"católicos", manifiestan sus convicciones religiosas. No es el caso
de hacer un uso, políticamente abusivo e interesado, de la propia fe.
Tendríamos que volver a la Carta de Santiago y encarnarla en el comportamiento
cotidiano.
2.- La vida y la fe. En ella, el Apóstol manifiesta
una coherencia asombrosa: "¿De qué le sirve a uno, hermanos mios, decir
que tiene fe, si no tiene obras?" (Santiago 2, 14). Sin temor a introducirnos
en el ámbito de la política partidiaria es preciso adoptar la lógica del
Apóstol. El cristiano debe llevar a la práctica la fe que profesa con los
labios. Este principio, en la regencia que cada cual hace de su vida, pierde
veracidad si no alcanza a regular cada comportamiento temporal; al contrario,
se lo intenta encerrar en el interior solitario del templo.
Es tan exigente la
fe en Cristo, que no excluye de su principal inspiración ninguno de los
espacios, en los que se mueve necesariamente un ciudadano responsable. Es
correcto no identificar a la propia Iglesia, como institución, con la actividad
coyuntural del poder político. La fe no "partidiza" a los creyentes.
Los educa como personas, moldeándolos espiritualmente para proyectar los valores
evangélicos, en el ejercicios de sus diversas responsabilidades. La Iglesia, al
servicio de la fe, expone la Palabra y llama a la conversión; no pretende
capitalizar el poder para imponerse por sobre otros ciudadanos en una sociedad
plural. Quienes le atribuyen esa pretensión intentan desvirtuar su misión
propia, negándole el derecho y la libertad para evangelizar a todos, de acuerdo
con el mandato de su Señor y Maestro. La Iglesia está obligada a predicar la
fe, pero, de ninguna manera le asiste el derecho a imponerla compulsivamente.
3.- El amor, obediencia y libertad. Dios no actúa como
los dictadores, sus hijos le obedecen por amor y, a causa del mismo, en pleno y
sano ejercicio de la libertad. El precepto de la caridad reclama ese
comportamiento a sus seguidores y con todos los hombres: "Este es mi
mandamiento: Amense los unos a los otros como yo los he amado" (Juan 15,
12). El amor otorga la auténtica libertad, no la ley, cuyo único cometido es
preservarla. Si el amor constituyera - lo que en realidad es - el principal
mandamiento, quedarían sin sustento la corrupción y todas las formas de la
delincuencia. Nadie se aprovecharía de sus semejantes, la justicia regularía el
comportamiento social, y la paz sería su producto deseado y reclamado. No es un
sueño imposible; Cristo resucitado se constituye en la causa de su realización.
La vigencia lamentable del pecado - vencido por el Cordero de Dios - sigue
siendo la cizaña de la parábola, que será erradicada definitivamente cuando la
historia humana alcance su cumbre. Mientras tanto se produce el combate sin
cuartel entre el bien y el mal, entre la gracia y su negación. La gracia de
Cristo actúa en los corazones de quienes se disponen a vencer el mal y a
realizar el bien aquí, con el tiempo que se nos dispensa para ello.
4.- Dios, el Padre de nuestra vida. El deseo innato de
vivir para siempre tiene su correlato en el mismo don de la vida. Al admitir a
Dios como "Padre de nuestra vida", reconocemos la inmortalidad como
destino. El hombre es el toque final de la creación visible. En él, la vida
creada se vuelve definitiva, la muerte biológica es el fin de su etapa temporal
y constituye el umbral a la inmortalidad. Es lamentable que este pensamiento no
se exprese con más frecuencia en medio de tanto discurso, marcado por la
controversia y el pesimismo.
El Evangelio abre una perspectiva esperanzadora ya
que señala la Vida Eterna como promesa y realización. Más aún, su logro está
acreditado por el mismo Dios que, en la persona de Cristo, adquiere un rostro
humano: "Yo soy la Resurrección y la Vida" (Juan 11, 25). Estamos
destinados a reflejarnos en él, mediante la fe, para que viviendo en Él no
muramos jamás.
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