por Sandro Magister
• 13/06/2015 -Informador Público
El cardenal
Ennio Antonelli, de 78 años, es una autoridad en la materia. Ha sido presidente
durante cinco años del pontificio consejo para la familia y ha organizado los
dos encuentros mundiales que han precedido al próximo de Filadelfia: en Ciudad
de México en 2009 y en Milán en 2012.
Ha acumulado también una notable experiencia pastoral.
Ha sido arzobispo, primero de Perugia y después de Florencia, además de
secretario durante seis años de la conferencia episcopal italiana. Pertenece al
movimiento de los Focolares.
No ha participado en la primera sesión del sínodo
sobre la familia del pasado octubre, pero es muy activo en el debate en curso,
como demuestra el libro que ha publicado en estos días: Antonelli, “Crisi del
matrimonio ed eucaristia”, Edizioni Ares, Milano, 2015.
Es un libro especial: ágil, de pocas páginas, se lee
en un soplo. El prólogo es de otro cardenal experto en materia, Elio Sgreccia,
que había sido presidente de la pontificia academia para la vida.
El sitio web del pontificio consejo para la familia lo
ha publicado íntegro en tres idiomas, entre ellas el español: Crisis del
matrimonio y eucarestia
A continuación ofrecemos algunos pasajes de muestra.
En ellos el cardenal Antonelli vuelve a proponer, con
amable firmeza y realismo práctico, la doctrina y la pastoral vigentes en
materia de matrimonio.
Y evidencia las insoportables consecuencias a la que
se llegaría con los cambios que se proponen actualmente a distintos niveles de
la Iglesia.
DE: “CRISIS DEL MATRIMONIO Y EUCARISTÍA”
de Ennio Antonelli
Además de los divorciados vueltos a casar, la posición
pastoral vigente hasta ahora da indicaciones análogas sobre los convivientes
que no tienen ningún vínculo institucional y los católicos casados sólo por lo
civil.
El trato que se les reserva es prácticamente el mismo:
no admisión a los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, acogimiento en
la vida eclesial, cercanía respetuosa y personalizada para conocer
concretamente a cada persona, orientarla y acompañarla hacia una posible
regularización de su estado.
Ahora bien, algunos plantean la hipótesis de admitir a
la eucaristía sólo a los divorciados que se han vuelto a casar, excluyendo a
los convivientes, a las parejas de hecho, a las parejas homosexuales.
Personalmente considero que esta última limitación es
poco realista, porque las personas que conviven son mucho más numerosas que los
divorciados que se han vuelto a casar. Por la presión social y la lógica
interna de las cosas acabarán prevaleciendo, sin duda alguna, las opiniones
orientadas hacia un permisivismo más amplio.
LA EUCARISTÍA REDUCIDA A UN GESTO DE CORTESÍA
Es verdad que la eucaristía es necesaria para la
salvación, pero esto no significa que de hecho se salven sólo aquellos que
reciben este sacramento. Un cristiano no católico o incluso un creyente de otra
religión no bautizado podría estar espiritualmente más unido a Dios que un
católico practicante y, sin embargo, no puede ser admitido a la comunión
eucarística porque no está en plena comunión visible con la Iglesia.
La eucaristía es vértice y fuente de la comunión
espiritual y visible. También la visibilidad es esencial, pues la Iglesia es el
sacramento general de la salvación y signo público de Cristo Salvador en el
mundo. Sin embargo, desgraciadamente, los divorciados que se han vuelto a casar
y los convivientes irregulares se encuentran en una situación objetiva y
pública de grave contraste con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia.
En el actual contexto cultural de relativismo se corre
el riesgo de banalizar la eucaristía y de reducirla a un rito de socialización.
Ya ha sucedido que personas que ni siquiera están bautizadas se hayan acercado
al altar, pensando que hacían un gesto de cortesía, o que personas no creyentes
hayan reclamado el derecho a comulgar en ocasión de bodas y funerales,
simplemente como signo de solidaridad con sus amigos.
PEOR QUE EN LAS IGLESIAS DE ORIENTE
Se desearía conceder la eucaristía a los divorciados
vueltos a casar afirmando la indisolubilidad del primer matrimonio y sin
reconocer la segunda unión como un verdadero y propio matrimonio, para así
evitar la bigamia.
Esta postura es distinta a la de las Iglesias
Orientales que conceden a los divorciados vueltos a casar por lo civil un
segundo (y tercer) matrimonio canónico, aunque con una connotación en sentido
penitencial. Al contrario, en ciertos aspectos parece más peligrosa pues
conduce, lógicamente, a la admisión del lícito ejercicio de la sexualidad
genital fuera del matrimonio, también porque los convivientes son más numerosos
que los divorciados que se han vuelto a casar.
Los más pesimistas prevén que se acabarán considerando
éticamente lícitas las convivencias prematrimoniales, las convivencias de hecho
y no registradas, las relaciones sexuales ocasiones y tal vez las convivencias
homosexuales e incluso el poliamor y la polifamilia.
ENTRE EL BIEN Y EL MAL NO HAY GRADUALIDAD
Sin duda es deseable que en la pastoral se asuma una
actitud constructiva, intentando “consiste en identificar los elementos
positivos presentes en los matrimonios civiles y, salvadas las debidas
diferencias, en las convivencias” (Relatio Synodi, n. 41).
Ciertamente, también las uniones ilegítimas contienen
auténticos valores humanos (por ejemplo, el afecto, la ayuda recíproca, el
compromiso compartido hacia los hijos), porque el mal siempre está mezclado con
el bien y no existe nunca en estado puro. Sin embargo, es necesario evitar
presentar dichas uniones como valores imperfectos en sí mismas, pues se trata
de desórdenes graves.
La ley de la gradualidad concierne sólo a la
responsabilidad subjetiva de las personas y no debe transformarse en
gradualidad de la ley, presentando el mal como bien imperfecto. Entre verdadero
y falso, entre bien y mal no hay gradualidad. La Iglesia, si bien se abstiene
de juzgar las conciencias -que sólo Dios ve-, y acompaña con respeto y
paciencia los pasos hacia el bien posible, no debe dejar de enseñar la verdad
objetiva del bien y del mal.
La ley de la gradualidad sirve para discernir las
conciencias, no para clasificar como más o menos buenas las acciones que hay
que llevar a cabo y menos aún para elevar el mal a la dignidad de bien
imperfecto.
En lo que concierne a los divorciados que se han
vuelto a casar y a los convivientes, lejos de favorecer las propuestas
innovadoras, dicha ley sirve, en definitiva, para confirmar la praxis pastoral
tradicional.
NADA DE PERDÓN SIN CONVERSIÓN
La admisión de los divorciados vueltos a casar y de
los convivientes a la eucaristía comporta una separación entre misericordia y
conversión que no parece en sintonía con el Evangelio.
Este sería el único caso de perdón sin conversión.
Dios concede siempre el perdón, pero lo recibe sólo quien es humilde, se
reconoce pecador y se compromete a cambiar de vida.
En cambio, el clima de relativismo y subjetivismo ético-religioso
que hoy se respira favore la autojustificación, particularmente en ámbito
afectivo y sexual. Se tiende a disminuir la propia responsabilidad, atribuyendo
los eventuales fracasos a los condicionamientos sociales. Es fácil, además,
atribuir la culpa del fracaso al otro cónyuge y proclamar la propia inocencia.
Sin embargo, no se debe callar el hecho de que si la
culpa del fracaso puede ser alguna vez de uno solo, al menos la responsabilidad
de la nueva unión (ilegítima) es de ambas personas que conviven y es ésta sobre
todo la que, hasta que perdure, impide el acceso a la eucaristía.
No tiene base teológica la tendencia a considerar
positivamente la segunda unión y a circunscribir el pecado sólo a la precedente
separación. No basta hacer penitencia sólo por ésta. Es necesario cambiar de
vida.
INDISOLUBILIDAD, ADIÓS
Normalmente, los defensores de la comunión eucarística
de los divorciados que se han vuelto a casar y de los convivientes afirman que
la indisolubilidad del matrimonio no se pone en discusión.
Pero, más allá de sus intenciones, a causa de la
incoherencia doctrinal entre la admisión de estas personas a la eucaristía y la
indisolubilidad del matrimonio, se acabará negando en la praxis concreta lo que
se seguirá afirmando teóricamente en línea de principio, corriendo el riesgo de
reducir el matrimonio indisoluble a un ideal, tal vez bello, pero que sólo unos
pocos afortunados pueden realizar.
A este respecto es instructiva la praxis pastoral que
se desarrolló en las Iglesias orientales ortodoxas.
Éstas, en la doctrina, afirman la indisolubilidad del
matrimonio cristiano. Sin embargo, en su praxis se multiplicaron
progresivamente los motivos de disolución del precedente matrimonio y de
concesión de un segundo (o tercer) matrimonio. Además, los solicitantes son
numerosísimos. Ahora, cualquiera que presente un documento de divorcio civil
obtiene también por parte de la autoridad eclesiástica la autorización al nuevo
matrimonio, sin ni siquiera tener que pasar a través de una investigación y
valoración canónica de la causa.
Es previsible que también la comunión eucarística de
los divorciados que se han vuelto a casar y de los convivientes se convierta
rápidamente en un hecho generalizado. Entonces ya no tendrá mucho sentido
hablar de indisolubilidad del matrimonio y perderá relevancia práctica la
celebración misma del sacramento del matrimonio.
Sandro Magister
L’Espresso
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