Padre Ricardo Mazza
En nuestra vida cotidiana comprobamos siempre
que la persona humana obra siempre por un fin, sea éste bueno o malo. Este fin
o meta a alcanzar es lo primero en la intención de cada uno, aunque lo último a
conseguir. El fin atrae y convoca a la persona a realizar determinadas acciones,
y esto continuamente, cada día de nuestra vida. La filosofía griega en la
antigüedad mencionaba a la felicidad en
este mundo como el fin último del hombre, que se lograba a partir de obrar
honestamente, es decir, con sentido ético.
Felicidad que no se identificaba con la vida eterna después de la
muerte, y que por lo demás resultaba siempre precaria, ya que se perdía con el
mal moral, o porque no saciaba a la persona aún obrando el bien. De manera que
el hombre siempre estaba en camino hacia una meta que trascendía inalcanzable.
Desde la fe sabemos que la felicidad plena se logra en el encuentro con
el Creador, más allá de la muerte, hacia la que caminamos ya desde esta vida
temporal, con la esperanza cierta de adquirir si obramos el bien, respondiendo
a la gracia que como ayuda divina recibimos desde el bautismo.
Es verdad que para muchos el fin último del hombre está en el poder, en
el placer, en la riqueza, en la fama, en el honor o la ciencia.
Sin embargo, quien así concibe la felicidad, como algo puramente
temporal, experimenta que todos estos bienes dejan siempre al hombre
insatisfecho, por lo que se ve impelido a buscar más y más, en una carrera
alocada, la abundancia de esos bienes,
experimentando siempre su fugacidad e incapacidad de tornarnos plenos.
Para nosotros, en cambio, los que creemos en Cristo, se espera que
hayamos superado esas tentaciones por buscar lo que no hace feliz, y deseemos merecer
la comunión plena con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y desde ese
término final que se busca aunque todavía no obtuvimos, iluminemos nuestro
existir en este mundo dándole un sentido nuevo, es decir, de medio y no de fin.
Con la mirada excelsa que nos da la fe en Cristo, buscamos conocerlo y
amarlo, aún a pesar de nuestras limitaciones, sabiendo que el seguimiento de su
persona y enseñanzas nos eleva a la dignidad de verdaderos hijos de Dios.
En este marco de referencia, celebramos hoy esta fiesta de la Ascensión
del Señor, que actualiza el momento en que Jesús vuelve al Padre.
Aunque como Hijo del Padre no dejó de estar a su lado en la comunión
trinitaria, como hombre, cumplida su misión en este mundo, siendo Cabeza de la Iglesia, que formamos nosotros, alienta
la esperanza de estar con Él.
Si creemos en la verdad de fe de que lo que engrandece al hombre está
en ascender a la gloria que ya vive Cristo, culminada la misión encomendada, es
de esperar que la existencia en este mundo, nuestro pensar y obrar, tengan una iluminación diferente, y sea
realidad una orientación distinta.
Esta felicidad que se nos promete y aún no adquirimos, no empequeñece
el deseo que nos impulsa a lograrlo, sino que por el contrario la certeza de su
presencia sigue atrayendo nuestro corazón a la plenitud que ofrece.
La felicidad y grandeza que Cristo promete en la vida eterna no deben
quedar guardadas en nuestro pensamiento y deseo personal, sino que nos debe
llevar a prolongar su misión presentando la Buena Noticia, e invitando al
compromiso con ella, como un gesto de profundo amor al prójimo significado en
el logro de la salud espiritual de cada
persona de buena voluntad.
Como el bien es difusivo de sí, sucede que cuando vivimos en comunión
de vida con Jesús, será motivo de alegría el esperar que otros logren también
esta perfección de vida.
Darlo a conocer a Cristo a la sociedad en la que estamos insertos como
camino de salvación humana, no es presentar un espejismo, ni un consuelo en
medio de las dificultades de la vida, sino que es anunciar lo que siendo
realidad en la eternidad, es promesa que nos atrae y convoca para alcanzarla.
Y porque creemos que Jesús está también presente real y sustancialmente
en la Eucaristía en el tiempo que transitamos, es que participamos de Él, de su
misma vida, por medio de la comunión en
la misa dominical.
Quien con fe y en estado de gracia, sin pecado grave, se acerca a la
comunión eucarística, tiene la certeza
que anticipa la comunión futura con Él, siendo al mismo tiempo ésta unión
realidad, ya que está presente en nuestra vida.
Esta fe en la ya presencia del Señor, aunque todavía no en plenitud,
nos lleva a prorrumpir en cánticos de alabanza, manifestando la alegría propia
del creyente que busca a Dios, en medio de las tentaciones y dificultades.
La convicción de la unión futura con el Señor si vivimos en su amistad,
hace posible una mirada nueva de los acontecimientos que rodean nuestra vida
diaria, dándole un sentido diferente al que habitualmente se tiene si se
prescinde de la vocación humana a la eternidad.
Mientras el mundo incrédulo de Cristo deposita su esperanza en lo
pasajero y efímero, sin futuro sobrenatural, la persona de fe cae en la cuenta
que la caducidad de lo temporal más bien ha de acercarnos al Señor, porque sólo
Él nos abre las puertas de la eternidad.
Al retornar al Padre, Jesús nos promete el envío de la tercera persona
de la Santísima Trinidad, esto es, el Espíritu Santo, que viene a derramar
sobre los creyentes inefables dones que el apóstol (Ef. 4, 1-13) señala
diciendo que “cada uno de nosotros ha
recibido su propio don, en la medida en que Cristo los ha distribuido”,
precisando que “Él comunicó a unos el don
de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del evangelio, a otros
pastores o maestros” y todo esto para organizar “a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación
del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios”.
Esto nos debe conducir a descubrir qué dones o cualidades hemos
recibido, para que a través de una respuesta entregada en las obras y fiel a la
meta de la esperanza, lleguemos “al
estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de
Cristo”.
Como “hombres perfectos” será posible lograr la unidad de todos los creyentes, como lo reclama con
insistencia el apóstol, mediante una misma fe, un mismo bautismo, un mismo Dios
y Padre de todos, que lo penetra todo y está en todos y una misma esperanza a
la que fuimos llamados.
Queridos hermanos: con la certeza de llegar a encontrarnos con Cristo,
fruto de la esperanza a la que fuimos llamados, y que ya se nos anticipó en el
cielo, vivamos realizando el bien,
anunciando la salvación que viene del Redentor y que nos libera de la
temporalidad, para que iluminados y fortalecidos por Él, caminemos gozosos a su
encuentro eterno.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan
Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Domingo de la Ascensión del Señor. Ciclo “B”.
17 de mayo de 2015. ribamazza@gmail.com;
http://ricardomazza.blogspot.com
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