P. Ricardo Mazza
“Los discípulos se
llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Juan 20, 19-31), afirma el evangelio que
acabamos de proclamar. Esta debería ser una actitud constante en cada uno de
nosotros, por haber resucitado a una vida nueva con Cristo al morir al pecado. Hemos
comenzado a experimentar en esta Pascua, pues, una condición nueva, la de
aquellos que han sido constituidos en grandeza por la gracia del bautismo,
regenerados por el Espíritu y redimidos por la sangre de Jesús (cf. oración colecta).
Llenarnos de alegría al contemplar al Señor en
la Eucaristía, ya que la fe nos asegura su presencia viva después de la
conversión de las especies de pan y vino en su cuerpo y sangre gloriosos.
Lo contemplamos también, y nos colmamos de
gozo, al anunciar estos misterios junto a todos los que profesan la fe en el
resucitado.
Una manera de contemplar al Señor consiste,
también, en escucharlo, tratando de llevar a la práctica con gozo, su mensaje
salvador, sabiendo que su Palabra colma con la verdad nuestros corazones.
A su vez, el apóstol san Juan (1 Jn. 5, 1-6)
nos dice que “el que ha nacido de Dios –como
es la condición del cristiano resucitado- vence
al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe”.
El creyente vence al mundo porque la fe en el
resucitado le otorga un sentido nuevo al transcurrir humano en este mundo
temporal.
En efecto, percibimos en nuestros días, que
muchas personas viven sin futuro, aspirando únicamente metas humanas, mientras
que quien ha resucitado con el Señor, liberándose del pecado, tiene la certeza
de una meta superior, el encuentro definitivo con quien se entrega plenamente a
lo largo de nuestra existencia, permitiendo la fe en Cristo, vencer al mundo al
dar testimonio del resucitado.
Esto es así, porque como los apóstoles le
dicen a Tomás “¡Hemos visto al Señor!”,
también nosotros estamos llamados a proclamar este hecho por todas partes, en
nuestras familias, círculo de amigos, en el trabajo, ya que el Señor ha muerto
por nosotros, nos ha dado una esperanza nueva con su resurrección y queremos
seguir viéndolo.
Y la única forma de seguir viéndolo es hacerlo
visible en nuestras vidas, siendo en nuestro peregrinar temporal reflejo de su presencia.
Por nuestra forma de vida, la de resucitados,
seremos signo de esperanza en un mundo que margina lo que pueda hacerlo más
pleno.
En el texto del evangelio proclamado, se nos
dice que Cristo deja su paz, más aún, Él es nuestra paz, y cuando se une a
nuestro corazón, somos pacificados plenamente y pacificamos a su vez a los
demás.
Jesús pacifica especialmente por medio de su
misericordia prometida, ofrecida y otorgada de continuo por la acción de su
benevolencia.
Precisamente hoy, celebramos el domingo de la
misericordia divina, presente no sólo en el calvario por medio de la sangre
martirial derramada, sino también a lo largo de nuestro cotidiano existir, ya
que soportó las miserias y pecados de toda la humanidad, para del mal
liberarnos en el árbol de la Cruz.
Pero a su vez la misericordia divina nos
interpela en la tarde de la resurrección, para que respondamos con generosidad al amor recibido, y la prolonga
entregando a los discípulos el poder de otorgarla causando la reconciliación
por el sacramento del perdón.
Pero, al afirmar Jesús “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y
serán retenidos a los que ustedes se los retengan”, nos preguntamos qué
tipo de misericordia es esa ya que es posible que los pecados no sean
perdonados sino retenidos.
La razón de esto es que la misericordia se ofrece
con toda amplitud, pero reclama la respuesta del hombre que, arrepentido se
decide a convertirse y realizar un cambio verdadero de vida.
Acontece no pocas veces que el creyente no
está dispuesto a rectificar su rumbo de vida, o considera que sus acciones no
son pecaminosas porque así lo piensa subjetivamente, negándose a veces,
culpablemente, a buscar la verdad acerca de su obrar, permaneciendo así en sus errados puntos de
vista, negando incluso la exigencia de los mandamientos divinos, expresión del
amor a Dios.
Es muy claro san Juan cuando afirma al
respecto que “el amor a Dios consiste en
cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga”, y más aún,
prolongando este amor a Dios en las relaciones con el prójimo, ya que “la señal de que amamos a los hijos de Dios
es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos”.
El texto del evangelio proclamado, asegura
además, que la fe en Jesús como el Hijo de Dios, permite que tengamos Vida en
su nombre.
Claro ejemplo de esto lo percibimos en la
persona del apóstol Tomás que comienza a tener vida en el nombre de Jesús,
cuando dejando de lado sus pretensiones mundanas, se lanza al misterio que se
le ofrece, diciendo “¡Señor mío y Dios
mío!”, anticipando la vida en Jesús de todos los que sin haber visto –como
nosotros- creemos en el Hijo Único del Dios vivo.
Esta Vida la vemos plasmada también, en la
comunión de los creyentes entre sí, que lleva no sólo a participar de la común
oración y fracción del pan, sino también a estar dispuestos a compartir los
bienes –según las formas que cada etapa histórica sugiera-, entre los hermanos
más necesitados (Hechos 4, 32-35), llegando así a imitar a Jesús que se despojó
de sí mismo para que aprendamos a vivir en la abundancia de la gracia salvadora
que de Él proviene.
Queridos hermanos, que la fe en el Señor
resucitado a Quien no vimos con los ojos de la carne, se acreciente cada día y,
se manifieste gozosamente en el testimonio que cada día presentemos al mundo
con palabras y obras de amor.
Padre Ricardo B.
Mazza.
Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la
Vera Cruz. Argentina. Homilía en el
Domingo II° de Pascua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario