P. Ricardo Mazza
La noche del domingo de la
resurrección del Señor (Lc. 24, 35-48), los discípulos que se habían encontrado
con Jesús en Emaús, regresan a Jerusalén contando a los apóstoles su
experiencia con el resucitado y, que a pesar de arder sus corazones al oírlo
explicar las Escrituras, lo reconocieron finalmente al partir el pan. Sin
embargo, los discípulos encerrados en el Cenáculo por temor a los judíos,
siguen dudando, a pesar de haber recibir el testimonio de las mujeres que
fueron al sepulcro, de María Magdalena que lo contempló vivo, y de la
experiencia de Pedro y Juan ante la tumba vacía. Era necesario, por lo tanto,
que las inteligencias de ellos se abrieran para contemplar la verdad. De allí
que el mismo texto del evangelio afirma que Jesús les abrió la inteligencia
para que pudieran comprender.
Y esto es así, porque no es fácil al ser humano
comprender aquello que pertenece al campo del misterio, lo que es objeto de fe.
Generalmente exigimos pruebas de la existencia de las
cosas, necesitamos tocar, ver, oír, gustar y oler, es decir, pasar por la
experiencia de los sentidos para conocer, como si solamente este modo de captar
la realidad tuviera sentido en nuestro cotidiano vivir y no necesitáramos de la
captación perfecta que nos permite la fe sobrenatural, que recibimos como don
divino.
Como Jesús conoce este modo de ser de los hombres, se
aparece en varias oportunidades a sus discípulos para que tengan experiencia de
su resurrección.
Sin embargo, siguen dudando aunque les diga que toquen su
cuerpo, llegando incluso hasta a pedir de comer para que adviertan que es Él
mismo.
¿A que responde esta insistencia de Jesús a que lo
reconozcan como vuelto a la vida en un cuerpo glorificado? Es que los apóstoles
serán enviados al mundo entonces conocido para anunciarlo en todas partes y,
bautizar a aquellos que crean en su resurrección, de modo que si dudaban serían
incapaces de llegar al corazón de los que recibieran su palabra.
Si Cristo no hubiera resucitado, su enseñanza sería
desestimada, como había sucedido con otros líderes que arrastraron a muchos
tras de sí y sus doctrinas, y que al morir dejaron sólo confusión,
dispersándose sus seguidores.
De allí que busque reafirmarlos en la fe, les explique
que se cumplió lo que les había anunciado, se arma de paciencia para iluminar
sus inteligencias y fortalecer sus voluntades en orden a la misión que les encomendaría.
Esto mismo hace Jesús con nosotros llevándonos por el
camino de la fe viva, que no sólo lo acepte a Él personalmente, sino que convirtiéndonos de corazón podamos
llevar al mundo toda la verdad de su presencia entre nosotros como enviado del
Padre.
Precisamente advertimos la falta de compromiso del
católico en general para con el evangelio, porque la verdad de la presencia del
resucitado en nuestras vidas no va más allá de un pensamiento piadoso en lugar
de ser una vivencia fundante de nuestro diario caminar por este mundo temporal.
A nosotros como a los apóstoles, recuerda Jesús que es
necesario se predique en su nombre hasta los confines de la tierra y que se
enseñe la conversión de los pecados diciéndoles y diciéndonos “ustedes son testigos de todo esto”.
¿Qué significa ser testigo? El papa Francisco en el rezo
del Regina Coeli en la plaza de san Pedro explicaba hoy las tres
características propias del testigo: es el que ve, el que recuerda y el que
proclama.
El testigo ha tenido la experiencia de haber visto como los apóstoles a Cristo
resucitado. Nosotros de alguna manera lo hemos visto con la mirada de la fe, no
con los ojos de la carne, por ello, Jesús nos decía el domingo pasado que “felices aquellos que sin haber visto han
creído”.
El segundo paso para los apóstoles es el recordar la alegría que los embarga en
cada encuentro que tienen con el Señor, cada vez que lo contemplan; y para
nosotros será recordar la experiencia de
haberlo visto con la mirada de la fe y todo lo que ello ha significado para
nosotros.
En tercer lugar los apóstoles anuncian lo que han visto y recuerdan, dejándonos el ejemplo de que
hagamos también nosotros lo mismo.
Precisamente esto es lo que realiza el apóstol Pedro
(Hechos. 3, 13-15.17-19) como lo escuchamos en la primera lectura.
En efecto, Pedro y Juan habían curado a un tullido, alejado
por ello de la sinagoga, provocando la admiración de la gente, a la que sigue
la enseñanza de Pedro a los presentes sobre cómo fueron los últimos momentos de
Jesús antes de su muerte, asegurando al mismo tiempo que “Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos
testigos” y que es necesario hacer penitencia y convertirse “para que sus pecados sean perdonados” y
poder llegar así a experimentar la vida de resucitados.
Y seguirá Pedro asegurando (Hechos. 4,8s) que la curación
se realiza en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, de modo que como testigo
del poder de Cristo, lo recuerda y lo proclama abiertamente, sanando en su
Nombre.
Esto ciertamente nos interpela a cada uno de nosotros e
invita a vivir de un modo nuevo, que prolongue el conocimiento que tenemos del Señor, y así
como lo destaca el apóstol san Juan (I Jn. 2,1-5) “la señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos”.
El amor a Cristo resucitado se manifiesta en la
observancia de los mandamientos, amor al que se llega como plenitud del
conocimiento verdadero del Salvador, observancia de los mandamientos que
liberan de la esclavitud del pecado
Por ello en la primera oración de esta misa pedíamos que
ya que nos alegramos por la nueva vida recibida, podamos con el gozo de los
hijos, aguardar con firme esperanza el día de la resurrección final.
Hermanos: Pidamos este don de lo alto para transformar
nuestra existencia de tal modo que sin temor llevemos al mundo nuestra fe en
Jesús resucitado que transforma la vida humana.
Padre
Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en
Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Domingo III° de Pascua. Ciclo “B”. 19 de
abril de 2015.
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