Ana Teresa López de
Llergo
Yoinfluyo, 22-2-14
Los seres humanos
nacemos con una gran capacidad de concretar posibilidades. Esto quiere decir
que con la propia colaboración somos artífices de nuestro futuro. Sin embargo,
todos deseamos que los resultados alcancen beneficios, que haya progreso, que
mejoremos, porque también sabemos, por propia experiencia, que existe la
posibilidad de no mejorar sino de retroceder, de perjudicarnos, de perjudicar.
En la adquisición de
una manera de ser hay diferentes grados de participación, hay personas cuyo
desenvolvimiento es muy lento debido a la poca decisión para acometer sus
responsabilidades, estos se dejan llevar por la comodidad y rechazan el esfuerzo
necesario para adelantar.
Hay quienes son decididos pero no actúan
honestamente, estos adquieren hábitos perjudiciales que les confunden y acaban
justificado los vicios que cultivan.
En esos dos casos las
personas adquieren vicios, en el primero por dejadez se instala la pereza y de
allí se derivarán otros. En el segundo hay participación activa y se instalan
vicios proporcionados al modo como se perjudica la persona o perjudica a los
demás. Si se busca el placer la persona puede dejarse llevar por la lujuria o
la gula, si se busca el poder la persona se hace avara o injusta.
Cuando la persona
desea mejorar adquirirá virtudes o hábitos buenos que conseguirán el
perfeccionamiento del ejercicio de las facultades humanas. Y esas facultades
son: la apetencia de lo placentero, la apetencia de la superación, la
inteligencia y la voluntad. Las cuatro influyen en los aspectos corpóreo y
espiritual, aunque las dos últimas solamente son propias de los seres con
espiritualidad.
La adquisición de un
hábito –vicio si perjudica, virtud si beneficia- se alcanza por repetición de
actos de la misma especie, hasta que la persona consigue realizar aquello sin
esfuerzo y con gran precisión. Estas dos características producen en la persona
una gran satisfacción pues se da cuenta del dominio conseguido y de la
eficacia. Sin embargo, la satisfacción del vicio es efímera porque hay
deterioro y, aunque no se quiera reconocer, aparece el remordimiento y la
inquietud.
Por el contrario, la
satisfacción de la virtud es duradera, sobre todo, cuando se practican las
virtudes a las que les corresponde más incisivamente perfeccionar las
facultades humanas. Ellas son la templanza que logra el equilibrio en la
tendencia a lo placentero, pues la persona aprende a disfrutar sin excederse.
La fortaleza eleva la apetencia de la superación para lograr las metas, a su
debido tiempo, manteniéndose firme ante las dificultades. La prudencia
perfecciona la inteligencia pues mejora la capacidad para estudiar
adecuadamente los asuntos y tomar decisiones. La justicia engrandece la
voluntad porque la dispone siempre a dar a cada quien lo que le corresponde.
Precisamente porque
estas cuatro virtudes influyen tan apropiadamente en las facultades se les ha
denominado virtudes cardinales, están en el núcleo, en el centro y de allí
irradia su actividad.
Estas virtudes las
estudiaron y las propusieron los sabios griegos de la antigüedad,
principalmente Platón, y luego, Aristóteles las explicó de modo magistral. Son
patrimonio cultural e inclinan a vivir con más nobleza, con ellas la persona
está capacitada para el mejor ejercicio de su libertad.
Las virtudes que Dios
regala
Hay tres virtudes que
no se adquieren por repetición de actos sino como un regalo de Dios, son fe,
esperanza y caridad. Ellas se reciben en el bautismo, de modo que un recién
nacido bautizado las posee sin esfuerzo de su parte. También se llaman virtudes
cristianas porque Cristo las consiguió al redimirnos. Son virtudes teologales
y, de algún modo, se puede decir que la persona se posa en un nivel superior,
el nivel sobrenatural. Así adquiere más habilidad para entablar relación con
Dios.
La fe perfecciona la
inteligencia de manera superior a como lo hace la prudencia. Esta virtud como
la esperanza y la caridad, como ya se dijo, no se adquieren con repetición de
actos, pero sí se conservan y aumentan con repetición de actos de fe, de
esperanza o de caridad, según el caso.
Estas virtudes son
teologales porque ponen a Dios en el centro de nuestra vida. Con la fe se cree
en Dios y lo que Él plantea. Con la esperanza Dios se pone en el centro de
nuestras aspiraciones y hay seguridad de que nos ayuda siempre, con una visión
abierta y positiva se espera un futuro sin sombras ni sobresaltos. Con la
caridad se goza del amor de Dios y con el amor de Dios se adquiere una
capacidad especialísima para mantenerse firme y practicando esta virtud aunque
se sufran tremendas adversidades.
La esperanza y la
caridad perfeccionan la inteligencia y la voluntad. Con esta ayuda, la
inteligencia no solamente advierte los estímulos de este mundo sino que
vislumbra otras realidades superiores y alcanzables. La voluntad aspira no
únicamente a lo natural sino también a lo sobrenatural y eso da un vigor muy
propio de quienes están cerca de Dios.
Lo más esencial del
ser humano es la vocación al amor y a la entrega, que con la caridad no se
queda solamente en el altruismo y la solidaridad de ayudar a los demás, sino
que estas inclinaciones se solidifican y hacen posible mantener firme el amor
aunque no sea correspondido por los otros seres humanos, porque además de la
referencia a los semejantes también se ama a Dios, y como Él siempre
corresponde con creces, la persona cuenta con un vigor insuperable.
La caridad lleva a
tal gozo que quien disfruta esta virtud siente la necesidad de darla a conocer
y de poner a los demás en condiciones de adquirirla, de ser tan felices como
esa persona lo es. Esa urgencia nunca resulta impositiva, respeta plenamente la
libertad de los demás. Sin embargo, cuando no se acoge esta virtud, quien la
posee sufre por la insensibilidad de algunos, y porque es tanto el amor a Dios
que quisiera que todos le honraran.
Las virtudes se
relacionan entre sí como una gran familia
La capacidad de
concretar nuestras acciones hace ver que todas las personas estamos en camino,
somos andantes, hemos de completar nuestro diseño con la personal colaboración
libérrima. Pero no caminamos en un desierto ni aisladamente, vamos acompañados.
En la convivencia con los semejantes hay grados de cercanía y los vínculos más
hermosos son los de los miembros de la familia.
La familia se
construye mediante el fortalecimiento de los lazos interpersonales, primero
entre la esposa y el esposo que fundan una pequeña institución, luego,
precisamente porque se la aprecia y se desea que subsista, vienen los hijos que
multiplican y enriquecen el entramado de las relaciones interpersonales. La
familia, como cada persona es fruto del esfuerzo por salir adelante.
De manera semejante a
como mejora una persona con el ejercicio de las virtudes, la familia también se
fortalece con las relaciones de personas virtuosas. Pero, analógicamente, las
virtudes están entrelazadas entre sí, se requieren, se ayudan, también forman
una gran familia en donde cada una aporta sus propiedades.
En el nivel natural,
las cuatro virtudes cardinales son como las progenitoras de las demás, siempre
irradian sus cualidades. Por ejemplo, la afabilidad encuentra su ubicación
gracias a la prudencia, ni cae en lo meloso ni en lo austero. La justicia ayuda
a quien es afable a serlo, de acuerdo al modo de ser y a lo que necesitan los
demás en el momento preciso, a algunos les bastará una sonrisa, a otros un rato
de conversación que les relaje. La fortaleza ayudará a permanecer afable aunque
el otro haya faltado a la educación. La templanza permitirá ser sobria a la
persona afable, y no excederse en sus manifestaciones con quien se encuentra
más a gusto.
Las virtudes
teologales equivalen a los patriarcas porque dan un sentido más profundo a las
virtudes naturales y siempre las vinculan con el fin sobrenatural al que todos
tendemos que es la cercanía con Dios. Por lo tanto, la fe beneficia a las virtudes cardinales al
aportar datos más profundos y seguros, desde la perspectiva divina. Por
ejemplo, una característica de la prudencia es buscar consejo, cuando se tiene
fe quien aconseja es el mismo Dios.
La esperanza ayuda a
las virtudes cardinales debido a que se tiene la seguridad de alcanzar los
propósitos, pues se cuenta con el poder de Dios. Es el caso de alguien que
lleva bastante tiempo empeñado en conseguir la templanza pero, es muy fuerte su
tendencia al confort, con la esperanza cobra nuevo ímpetu para seguirse
esforzando, porque ahora ya no sólo se apoya en sus pobres fuerzas sino que
cuenta con la ayuda de Dios que también desea su mejora.
La caridad beneficia
a todas las virtudes porque consigue la rectitud de intención en todos los
proyectos, debido a que cualquier actividad está acompañada por el amor a Dios.
Actuar con caridad equivale a comparar el trabajo de una mujer enamorada que
por pensar en su amado no repara en dificultades u obstáculos, todo lo supera
con tal de terminar sus tareas e irse con el dueño de su corazón.
De hecho, la caridad
es tan importante que propiamente solo son virtudes aquellas que están unidas
con ella. Solamente la caridad asegura la rectitud del fin último, esto es, la
segura intención de agradar a Dios. Por eso, la caridad perfecciona a todas las
virtudes. Además, la caridad hace bien a quien la posee y no puede darse en los
malos.
La caridad como reina
de todas las virtudes
El terreno de las
virtudes asegura estar en el bien, pero, las virtudes también tienen jerarquía,
ocupan un sitio más elevado las que persiguen un objeto más alto. Como la
caridad busca a Dios por Él mismo, resulta ser la virtud más importante. De
hecho, cuando las demás virtudes están vinculadas a la caridad su objetivo se
eleva y ellas mismas también quedan en un nivel superior.
La caridad como
virtud teologal asegura vivir rectamente el amor, porque los afectos del corazón
volcados hacia las criaturas se encuentran ordenados por el inseparable amor a
Dios. Y quien ama rectamente desea la perfección del amado y, perfeccionarse
para darle lo mejor de sí. Con la ayuda de Dios la perfección fluye de manera
insospechada, se cuenta con Dios y por Dios a los demás. Lo amado se
caracteriza por ser imprescindible, pero cuando se ama con Dios lo
imprescindible es justo, nunca un apego ni un consuelo.
La caridad es firme
estructura esencial, une, suma, comprende, eleva. Es la reina de las virtudes.
Además, la caridad es
la única virtud que permanecerá al final de los tiempos cuando Dios haya
realizado el Juicio Final. Ya no hará falta la fe pues se ve a Dios cara a
cara, tampoco esperanza pues ya se llegó. Prudencia ya no hará falta, ni
justicia, ni ninguna otra virtud porque cada quien tiene lo que merece y ya
terminó el tiempo para conseguir. Solamente la caridad se practicará en un
continuo e ininterrumpido eterno amor a Dios.
De allí que quien
practica la caridad en la tierra ya está experimentando, aunque todavía no
perfectamente, un adelanto del cielo.
La caridad es la
reina de las virtudes, porque el amor identifica al amante con el amado. La
caridad diviniza a la criatura.
Bibliografía
Benedicto XVI. “Deus
caritas est”, Ediciones Dabar, México, 2006.
De Aquino, Tomás.
Suma Teológica I – II q 49 – q 67.
Lorda, Juan Luis.
“Virtudes. Experiencias humanas y cristianas”, Ed. Rialp, Madrid, 2013.
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