Carta Encíclica de Sumo Pontífice León XIII
A los Venerables
Hermanos Patriarcas, Primados,
Arzobispos y Obispos
del mundo católico
en paz y comunión con
la Sede Apostólica.
Sobre el origen del poder
Venerables Hermanos,
salud y bendición apostólica
INTRODUCCIÓN
La lucha contra la Iglesia , destruye la
sociedad civil.
La prolongada y
terrible guerra emprendida contra la autoridad divina de la Iglesia , llegó al punto a
que de suyo se dirigía; a saber, a poner en común peligro la sociedad humana, y
principalmente la autoridad civil, en que estriba ante todo la salud pública;
lo cual parece haberse verificado principalísimamente en Nuestros tiempos.
Porque las pasiones del pueblo rehúsan, hoy más que antes, toda clase de
autoridad y es tan grande la general licencia, tan continuas las sediciones y
turbulencias, que no solamente se ha negado muchas veces la obediencia a los
gobernantes, sino que parece que ni aun les ha quedado un refugio cierto para
su propia seguridad. Se ha trabajado, ciertamente, largo tiempo con el fin de
que ellos caigan en el desprecio y odio de la multitud, y estallando las llamas
de la envidia así fomentada apenas ha pasado un pequeño lapso de tiempo, que
vimos que la vida de los príncipes más poderosos corría muchas veces peligro de
muerte, sea por asechanzas ocultas, sea por manifiestos y mortales atentados.
Poco ha, se horrorizó toda la
Europa al saber el sacrílego asesinato de un emperador
poderosísimo; y atónitos todavía los ánimos con la magnitud de semejante
delito, no reparan hombres malvados en lanzar abiertamente generales amenazas y
terrores contra los demás príncipes de Europa.
Estos grandes
peligros públicos, que están a la vista, llenan a Nos con grave preocupación,
al ver peligrar casi a toda hora la seguridad de los príncipes y la
tranquilidad de los imperios, juntamente con la salud de los pueblos. Sin
embargo, la virtud divina de la
Religión cristiana engendró la egregia firmeza de la
estabilidad y del orden de las repúblicas al tiempo que impregnaba las
costumbres e instituciones de las naciones. No es el más pequeño y último fruto
de su fuerza el justo y sabio equilibrio de derechos y deberes en los soberanos
y en los pueblos. Porque en los preceptos y ejemplos de Cristo Señor Nuestro
vive una fuerza admirable para mantener en sus deberes, tanto a los que
obedecen, como a los que mandan, y conservar entre los mismos aquella unión y
como armonía de voluntades, que es muy conforme con la naturaleza, de donde
nace el curso tranquilo, carente de perturbaciones en los negocios públicos.
Por lo cual, habiéndonos sido confiados, por la gracia de Dios, el gobierno de la Iglesia católica, la
custodia e interpretación de la doctrina de Cristo, juzgamos, Venerables
Hermanos, que incumbe a Nuestra autoridad decir públicamente, qué exige la
verdad católica de cada uno en este género de deber de donde surgirá también el
modo y la manera con que en tan deplorable estado de cosas haya de atenderse a
la salud pública.
A) Doctrina de la Iglesia acerca de la
autoridad
Necesidad de una
autoridad
Aunque el hombre,
incitado por cierta arrogancia y tozudez, intenta muchas veces romper los
frenos de la autoridad, jamás, sin embargo, pudo conseguir sustraerse por
completo a toda obediencia. En toda agrupación y comunidad de hombres, la misma
necesidad obliga a que haya algunos que manden, con el fin de que, la sociedad,
destituida de principio o cabeza que la rija, no se disuelva y se vea privada
de lograr el fin para que nació y fue constituida.
I - Origen Divino
Errores sobre el
origen de la autoridad
Pero si no pudo
suceder que la potestad política se quitase de en medio de las naciones, lo
tentó ciertamente a algunos a emplear todas las artes y medios para debilitar
su fuerza y disminuir la autoridad; esto sucedió principalísimamente en el
siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de opiniones envaneció a muchísimos.
Desde aquel tiempo, la multitud pretendió, no sólo que le otorgasen la libertad
con mayor amplitud de lo que era justo, sino que también establecieron a su
arbitrio que se hallaba en ella el origen y la constitución de sociedad civil.
Aún más: muchos modernos, siguiendo las pisadas de aquellos, que en el siglo
anterior se dieron el nombre de filósofos, dicen que toda potestad viene del
pueblo; por lo cual, los que ejercen la autoridad civil, no la ejercen como
suya, sino como otorgada por el pueblo; con esta norma, la misma voluntad del
pueblo, que delegó la potestad, puede revocar su acuerdo. Los católicos
discrepan de esta opinión al derivar de Dios como de su principio natural y
necesario, el derecho de mandar.
La voluntad del
pueblo y la doctrina católica. Formas de gobierno
Importa que anotemos
aquí que los que han de gobernar las repúblicas, pueden en algunos casos ser
elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que a ello se oponga ni
le repugne la doctrina católica. Con esa elección se designa ciertamente al
gobernante, mas no se confieren los derechos de gobierno, ni se da la
autoridad, sino que se establece quién la ha de ejercer.
Aquí no tratamos las
formas de gobierno; pues nada impide que la Iglesia apruebe el gobierno de uno solo o de
muchos, con tal que sea justo y tienda al bien común. Por eso, salva la
justicia, no se prohibe a los pueblos el que sea más apto y conveniente a su
carácter o los institutos y costumbres de sus antepasados.
Pero por lo que
respecta a la autoridad pública, la
Iglesia enseña rectamente que éste viene de Dios; pues ella
misma lo encuentra claramente atestiguado en las Sagradas Letras y en los
monumentos de la antigüedad cristiana, y además no puede excogitarse ninguna
doctrina que sea, o más conveniente a la razón, o más conforme a los intereses
de los soberanos y de los pueblos.
En el Antiguo
Testamento. El poder de Dios
En realidad, los
libros del Antiguo Testamento confirman muy claramente en muchos lugares que en
Dios está la fuente de la potestad humana. Por mí reinan los reyes... por mí
los príncipes imperan, y los jueces administran la justicia. Y en otra parte:
Escuchad los que gobernáis las naciones... porque de Dios os ha venido la
potestad y del Altísimo la fuerza. Lo cual se contiene asimismo en el libro del
Eclesiástico: A cada nación puso Dios quien la gobernase. Sin embargo, las
cosas que los hombres habían aprendido enseñándoselas Dios, poco a poco,
entregados a las supersticiones paganas, las fueron olvidando; así como
corrompieron muchas verdades y nociones de las cosas, así también adulteraron
la verdadera idea y hermosura de la autoridad.
En el Nuevo
Testamento
Después, cuando
brilló la luz del Evangelio cristiano, la vanidad cedía su puesto a la verdad,
y de nuevo empezó a dilucidarse de donde manaba toda autoridad, principio
nobilísimo y divino. Cristo Señor Nuestro respondió al Presidente Romano que
hacía alarde y se arrogaba la potestad de absolverlo o de condenarlo: No
tendrías poder alguno sobre mí, si no se te hubiese dado de arriba. SAN AGUSTÍN
comentando este pasaje dice: Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo que enseñó
por el Apóstol, a saber, que no hay potestad sino de Dios. A la doctrina, pues,
y a los preceptos de Jesucristo correspondió la voz incorrupta de los
Apóstoles, como una imagen a su original. Excelsa y llena de gravedad es la
sentencia que SAN PABLO escribe a los Romanos sujetos al imperio de los
príncipes paganos: no hay potestad si no viene de Dios: de lo cual, como de una
causa deduce y concluye: el príncipe es ministro de Dios.
Los Padres de la Iglesia
Los Padres de la Iglesia procuraron con
toda diligencia profesar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido
instruidos: No atribuimos sino al verdadero Dios la potestad de dar el reino y
el imperio. SAN JUAN CRISÓSTOMO dice, siguiendo la misma sentencia: Que haya
principados, y que unos manden y otros sean súbditos, y que todo no suceda al
azar y fortuitamente lo atribuyo a la divina sabiduría. Lo mismo atestiguó SAN
GREGORIO MAGNO con estas palabras: Confesamos que la potestad les viene del cielo
a los emperadores y reyes. Y aun los Santos Doctores tomaron a su cargo el
ilustrar los mismos preceptos, hasta con la luz natural de la razón, de suerte
que deben parecer rectos y verdaderos a los que no tienen otro guía que la
razón.
La razón Nos enseña
lo mismo
En efecto, la
naturaleza, o más bien Dios autor de la naturaleza, impulsa a los hombres a que
vivan en sociedad civil: así nos lo demuestran muy claramente ya la facultad de
hablar, fuerza unitiva muy grande de la sociedad, y además, muchísimas ansias
innatas del ánimo como también muchas cosas necesarias y de gran importancia
que los hombres aislados no pueden conseguir, y que sólo obtienen unidos y
asociados unos con otros. Ahora bien; ni puede existir, ni concebirse esta
sociedad, si alguien no coordina todas las voluntades, para que de muchas se
haga como una sola y las obligue con rectitud y orden al bien común; quiso,
pues, Dios que en la sociedad civil hubiese quienes mandasen a la multitud. He
aquí otra razón poderosa que los que tienen la autoridad en la república, deben
poder obligar a los ciudadanos a la obediencia de tal manera, que la
desobediencia sea un manifiesto pecado. Ahora bien, ningún hombre tiene en sí o
por sí la facultad de obligar en conciencia la voluntad libre de los demás con
los vínculos de tal autoridad. Únicamente tiene esta potestad Dios Creador y
Legislador de todas las cosas: los que esta potestad ejercen deben
necesariamente ejercerla como comunicada por Dios. Uno solo es el Legislador y
es Juez que puede perder y salvar.
Toda potestad es de
Dios
Lo cual se ve también
en otro género de potestad. La potestad que hay en los Sacerdotes dimana tan
manifiestamente de Dios, que todos los pueblos los llaman Ministros de Dios, y
los tienen por tales. Igualmente la potestad de los padres de familia tiene
expresa cierta imagen y forma de la autoridad que hay en Dios, de quien trae su
nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra. Y de este modo los
diversos géneros de potestad tienen entre sí maravillosas semejanzas, de modo
que todo poder y autoridad que hay en cualquier parte, trae su origen de uno
solo y mismo Creador y Señor del mundo, que es Dios.
II - Errores acerca
de la autoridad
El pacto social
Los que pretenden que
la sociedad civil se ha originado en el libre consentimiento de los hombres, al
atribuir el origen de la autoridad a esa misma fuente dicen que cada uno cedió
parte de su derecho y que voluntariamente se sometieron al derecho de aquel que
hubiese reunido en sí la suma de aquellos derechos. Pero es un grande error no
ver lo que es manifiesto, a saber: que los hombres, no siendo una raza de vagos
solitarios, independientemente de su libre voluntad, han nacido para una
natural comunidad; y además, el pacto que predican es claramente un invento y una
ficción, y no sirve para dar a la potestad política tan grande fuerza, dignidad
y firmeza, cuanta requieren la defensa de la república y las utilidades comunes
de los ciudadanos. Y el principado sólo tendrá esta majestad y sostén
universal, si se entiende que dimana de Dios, fuente augusta y santísima.
B) Frutos de la
doctrina de la Iglesia
Dignifica el poder
Ninguna opinión o
sentencia puede hallarse, no sólo más verdadera, pero ni más provechosa. Pues,
si la potestad de los que gobiernan los estados es cierta comunicación de la
potestad divina, por esta misma causa la autoridad logra, al punto una dignidad
mayor que la humana, no aquella impía y absurdísima, reclamada por los
emperadores paganos, que pretendían algunas veces honores divinos, sino verdadera
y sólida, y ésta recibida por cierto don y merced divina. Por lo cual deberán
los ciudadanos estar sujetos y obedecer a los príncipes, como a Dios, no tanto
por el temor del castigos cuanto por la reverencia a la majestad, y no por
adulación, sino por la conciencia del deber. Con esto, la autoridad colocada en
su sitio estará mucho más firmemente cimentada. Pues sintiendo los ciudadanos
la fuerza de este deber, necesariamente huirán de la maldad y de la contumacia;
porque deben estar persuadidos de que los que resisten a la potestad política,
resisten a la divina voluntad, y los que rehúsan honrar a los soberanos,
rehúsan honrar a Dios.
San Pablo y la
potestad humana.
En esta doctrina
instruyó particularmente el Apóstol SAN PABLO a los romanos, a quienes escribió
sobre la reverencia que se debe a los supremos poderes con tanta autoridad y
peso, que nada parece poder mandarse con más severidad: Todos están sujetos a
las potestades superiores: pues no hay potestad que no provenga de Dios: las
cosas que son, por Dios son ordenadas. Por lo tanto quien resiste a la potestad
resiste a la ordenación de Dios. Mas los que resisten se hacen reos de
condenación... Por tanto debéis estarle sujetos no sólo por el castigo, sino
también por conciencia. Con este mismo sentido está del todo conforme la
nobilísima sentencia de SAN PEDRO, príncipe de los Apóstoles: Estad sujetos a
toda humana criatura (constituida sobre vosotros) por respeto a Dios, ya sea el
rey como el que ocupa el primer lugar, ya sean los gobernadores, como puestos
por Dios para castigo de los malhechores y la alabanza de los buenos; porque
así es la voluntad de Dios.
Cuándo no se debe
obedecer
Una sola causa tienen
los hombres para no obedecer, y es, cuando se les pide algo que repugne
abiertamente al derecho natural o divino; pues en todas aquellas cosas en que
se infringe la ley natural o la voluntad de Dios, es tan ilícito el mandarlas
como el hacerlas. Si, pues, aconteciere que alguien fuere obligado a elegir una
de dos cosas, a saber, o despreciar los mandatos de Dios o los de los
príncipes, se debe obedecer a Jesucristo que manda dar al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios, y a ejemplo de los Apóstoles responder
animosamente: conviene obedecer a Dios antes que a los hombres. Sin embargo, no
hay por qué acusar a los que se portan de este modo de que quebrantan la
obediencia; pues si la voluntad de los príncipes pugna con la voluntad y las
leyes de Dios, ellos sobrepasan los límites de su poder y trastornan la
justicia: ni entonces puede valer su autoridad, la cual es nula, donde no hay
justicia.
Protege al súbdito.
El modo de ejercer el poder
Mas para que en el
ejercicio de la autoridad se conserve la justicia importa mucho que los
gobernantes comprendan que el poder político no nació para el provecho de
ninguna persona particular y que las funciones del gobierno de la república no
deben desempeñarse para bien de los que gobiernan sino para bien de los
gobernados. Los soberanos deben tomar como ejemplo a Dios óptimo máximo, de
quien desciende toda autoridad: deben proponerse su acción como modelo;
presidan al pueblo con equidad y fidelidad, y apliquen la caridad paternal junto
con la severidad que es necesaria. Por este motivo, las Sagradas Letras les
advierten que ellos mismos tienen que dar cuenta un día al Rey de los Señores:
si abandonaren su deber, no podrán evitar en modo alguno la severidad de Dios.
El Altísimo examinará nuestras obras y escudriñará los pensamientos. Porque
siendo ministros de su reino, no juzgasteis con rectitud... se os presentará
espantosa y repentinamente, pues el juicio será durísimo para los que presiden
a los demás... Que no exceptuará Dios persona alguna, ni respetará la grandeza
de nadie, porque lo mismo hizo al pequeño y al grande y de todos cuida
igualmente. Mas a los mayores les reserva una sanción más severa.
Para bien de los
soberanos y de los ciudadanos. Frutos del buen gobierno
Dado que estos
preceptos protegen a la república, se quita toda causa o ansia de
levantamientos; y estarán bien defendidos el honor y la seguridad de los
soberanos y la paz y el bienestar de la sociedad. También la dignidad de los
ciudadanos estará garantizada en la mejor forma; pues, aun obedeciendo podrán
conservar aquel decoro que es propio de la grandeza del hombre, por cuanto
entienden que según el criterio de Dios no hay siervo ni libre sino que uno es
el Señor de todos, el cual es rico para todos los que le invocan y que ellos
están sujetos y obedecen a los príncipes solo porque en cierto modo representan
la imagen de Dios, a quien servir es reinar.
Doctrina que la Iglesia -aun bajo los
Emperadores Romanos- siempre enseñó y practicó
En todos los tiempos
ha trabajado la Iglesia
a fin de que esta concepción cristiana no sólo impregnara las mentes sino que
se manifestara también en la vida pública y las costumbres de los pueblos.
Mientras que los emperadores paganos tuvieron en sus manos el timón para
gobernar el Imperio, los cuales no podían, debido a la supersticiosa religión
en que vivían, elevarse hasta aquella forma de la autoridad que hemos
bosquejado, procuró la Iglesia
infiltrarla en las mentes de los pueblos, los que, junto con aceptar los
principios cristianos, debían tratar de ajustar su vida a los mismos. Y así los
pastores de las almas, renovando los ejemplos del Apóstol SAN PABLO,
acostumbraron con sumo cuidado y diligencia mandar a los pueblos que estuviesen
sujetos y obedeciesen a los príncipes y potestades, asimismo que orasen a Dios
por todos los hombres, pero especialmente por los reyes y por todos aquellos
que están en el poder, porque esto es acepto ante nuestro Salvador Dios. Los
primeros cristianos Nos dejaron de todo ello brillantísimos ejemplos, pues
siendo atormentados en forma injustísima y crudelísima por los emperadores
paganos, jamás llegaron a negarles la obediencia y sumisión, hasta el extremo
que parecía haberse entablado una lucha entre la crueldad de aquellos y la
sumisión de éstos.
La doctrina vivida
ejemplarmente por los primeros cristianos
Tanta modestia y tan
firme voluntad de obedecer eran tan bien conocidas que la calumnia y la malicia
de sus enemigos eran incapaces de obscurecerlas. Por lo cual los que ante los
Emperadores defendían públicamente la causa del nombre cristiano, con este
argumento principalmente los convencían de que era inicuo castigar a los
cristianos por medio de leyes porque a la vista de todos vivían conforme a las
leyes como convenía. Así habló ATHENÁGORAS con toda confianza a MARCO AURELIO
ANTONIO y a su hijo LUCIO AURELIO CÓMODO: Permitís que nosotros, que ningún mal
hacemos, antes bien nos conducimos con toda reverencia y justicia, no sólo
respecto a Dios, sino también respecto al imperio, seamos perseguidos,
despojados, desterrados. Del mismo modo alababa públicamente TERTULIANO a los
cristianos, porque eran entre todos los demás, los mejores y más seguros amigos
del imperio. El cristiano no es enemigo de nadie, ni del emperador a quien
sabiendo que está constituido por Dios, debe amar, respetar, honrar y querer
que se salve con todo el romano Imperio, y no dudaba afirmar que en los
confines del imperio, tanto más disminuía el número de sus enemigos, cuanto más
crecía el de los cristianos: Ahora tenéis pocos enemigos por la multitud de los
cristianos, siendo cristianos en casi todas las ciudades casi todos los
ciudadanos. También hay un insigne documento de esto mismo en la Epístola a DIOGNETO, la
cual confirma que en aquel tiempo los cristianos habíanse acostumbrado, no a
servir y obedecer a las leyes, sino que satisfacían a todos sus deberes con
mayor perfección de lo que eran obligados por las leyes: Los cristianos
obedecen las leyes promulgadas, y con su género de vida aun pasan más allá de
lo que las leyes mandan.
No se rebelaron
contra las leyes inicuas
A la verdad, otra
cosa era cuando los edictos imperiales, de mancomún con las amenazas de los
pretores, los constreñían a abjurar del la fe cristiana o abandonar otro
cualquiera de sus deberes; entonces no vacilaron en desobedecer a los hombres
para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, a pesar de la crueldad de los
tiempos y circunstancias, no hubo quien tratase de promover sediciones ni de
menoscabar la majestad del príncipe, ni jamás pretendían otra cosa que
confesarse cristianos, serlo realmente y conservar incólume su fe: tan distante
se hallaba de su ánimo el pensamiento de oponer en ninguna ocasión resistencia,
que se encaminaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la
grandeza de su alma vencía la magnitud de los tormentos. Por esta razón se
llegó a estimarse en aquel tiempo el denuedo de los cristianos alistados en la
milicia, porque era cualidad sobresaliente del soldado cristiano, hermanar con
el valor a toda prueba, el perfecto conocimiento de la disciplina militar y
mantener, unida con su valentía, la inalterable fidelidad al emperador; sólo
cuando se exigía de ellos algo que no fuese honesto, como la violación de los
mandatos divinos, o que volviesen el acero contra indefensos y pacíficos
discípulos de Cristo; sólo entonces rehusaban la obediencia al príncipe, y aun
así, preferían abandonar las armas y dejarse matar por la Religión antes que
destronar la autoridad pública con motines y sediciones.
Con los príncipes
cristianos
Después cuando los
Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más empeño en
declarar y enseñar cuanto tiene de divino la autoridad de los primeros
gobernantes: de donde forzosamente había de resultar que los pueblos se
acostumbrasen a ver en ellos cierta majestad divina, que les llenaría de mayor
respeto y amor hacia sus personas. Por lo mismo sabiamente dispuso que los
reyes se consagrasen con las ceremonias solemnes como estaba mandado por el
mismo Dios en el Antiguo Testamento.
En el Sacro Imperio
Más adelante, cuando
la sociedad civil surgida de entre las ruinas del Imperio revivió en brazos de
la esperanza cristiana, y una vez constituido el sacro imperio, los Romanos
Pontífices consagraron la potestad civil con singular esplendor, por cuyo medio
la autoridad adquirió una máxima nobleza, y no hay duda que esto habría sido
grandemente provechoso, tanto a la sociedad civil como a la religiosa, si los
príncipes y los pueblos hubiesen sabido apreciar lo que tanto apreciaba la Iglesia ; y las cosas se
desarrollaban en forma pacifica y bastante próspera mientras entre ambos
poderes reinaba una amistosa concordia. Cuando los pueblos pecaban originando
tumultos al punto acudía la
Iglesia , restauradora de la tranquilidad, llamando a todos al
cumplimiento del deber y refrenando las más vehementes pasiones en parte por la
suavidad y en parte mediante su autoridad. Del mismo modo, cuando se excedían
en las medidas de gobierno, entonces ella misma acudía a los príncipes tanto
para recordarles los derechos de los pueblos, sus necesidades y legítimas
aspiraciones como para persuadirlos a emplear la equidad, la clemencia y la
benignidad. Por esta razón se logró varias veces impedir las sediciones y los
peligros de una guerra Civil.
En los tiempos
modernos. Perniciosos frutos de sus doctrinas
Por el contrario, las
doctrinas inventadas por los modernos acerca de la autoridad civil, han
acarreado ya grandes males y es de temer que andando el tiempo nos arrastrarán
a mayores males. Pues, no querer atribuir el derecho de mandar a Dios como a su
autor no es sino desear ver destruido el más bello esplendor de la autoridad
política y enervado su vigor. Respecto a lo que dicen que la autoridad civil dependa
de la voluntad del pueblo, se comete primero un error de principio, y en
segundo lugar la erigen sobre un fundamento demasiado frágil e inconsistente.
Porque estas doctrinas como otros tantos acicates estimulan las pasiones
populares, que engreídas se insolentan precipitándose para gran daño del Estado
por la fácil pendiente a los ciegos movimientos y abiertas sediciones. En
efecto, la llamada Reforma cuyos favorecedores y jefes mediante nuevas
doctrinas atacaron a fondo la autoridad religiosa y civil, fue lograda
principalmente en Alemania por revueltas repentinas y rebeliones sumamente
audaces: y con tanta furia y muertes se cebó la guerra intestina que casi
ningún lugar parecía quedar libre de hordas y masacres.
El "derecho
nuevo"
De aquella herejía
nació en el siglo pasado la mal llamada filosofía, el llamado derecho nuevo, la
soberanía popular y esa licencia que no conoce freno y que es lo único que
muchísimos entienden por la libertad. De allí se llegó a las últimas plagas, a
saber, el comunismo, el socialismo y el nihilismo, horribles monstruos de la
sociedad humana y casi su muerte. Y, sin embargo, demasiados hombres se empeñan
en propagar la fuerza de tantos males y so capa de ayudar a las masas han
causado ya no pequeños incendios de miserias. Lo que aquí sólo de paso
recordamos no son sucesos ni desconocidos ni muy lejanos.
C) Necesidad de la Doctrina católica
Mayor necesidad de la
doctrina católica
Y esto es tanto más
grave, cuanto que los reyes, en medio de tantos peligros, carecen de remedios
eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos; se
arman con la autoridad de las leyes y piensan reprimir a los revoltosos con la
severidad de las penas. Esto está muy bien; pero seriamente ha de tomarse en
cuenta que ninguna pena futura hace en los ánimos tanta fuerza que ella sola
podrá conservar el orden de las repúblicas. Pues, el miedo como luminosamente
enseña SANTO TOMÁS es un fundamento muy débil porque los que por el temor se
someten, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra príncipes
y soberanos, con tanto mayor ardor cuanta haya sido la sujeción impuesta por el
miedo, fuera de que el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y
la desesperación se lanza impávida a las más atroces resoluciones.
Solamente la Iglesia logra la
disciplina y la paz
Cuán cierto sea esto,
lo hemos visto suficientemente por experiencia; de modo que es necesario
emplear motivos más elevados y eficaces para la obediencia y hemos de
establecer en forma absoluta que no puede haber fructuosa severidad en las
leyes mientras los hombres no sean impulsados por el deber y movidos por el
saludable temor a Dios. Esto puede lograrlo en intensidad máxima la Religión que por fuerza
propia ejerce su influjo en las almas y doblega las mismas voluntades de los
hombres para que se adhieran a sus gobernantes no sólo por obediencia, sino
también por benevolencia y amor que son en toda sociedad humana la mejor
garantía de bienestar.
Los Romanos
Pontífices y las falsas doctrinas
Por tanto es menester
confesar que los Romanos Pontífices han rendido un egregio servicio a la
sociedad al procurar siempre quebrantar los espíritus ensoberbecidos e
inquietos de los Novadores y muy a menudo advirtieron cuán peligrosos eran aun
para la sociedad civil. Es digna de mención una afirmación de CLEMENTE VII al
dirigirse a FERNANDO, rey de Bohemia y Hungría: Este asunto de fe entraña
también tu dignidad y utilidad, lo mismo que de los demás soberanos, pues no es
posible atacar a aquélla sin grave detrimento de vuestros intereses, según se
ha experimentado recientemente en estas comarcase. Por el mismo estilo brilla
la providencia y firmeza de Nuestros predecesores, en especial de CLEMENTE XII,
BENEDICTO XIV y LEÓN XII, quienes, como cundiese extraordinariamente la peste
de las malas doctrinas y se acrecentase la audacia de las sectas, tuvieron que
hacer uso de su autoridad para cortarles el paso e interceptar su entrada.
Los gobernantes y la Religión
Nos mismo hemos
denunciado muchas veces los peligros que Nos amenazan, y hemos indicado cuál es
el mejor modo para conjurarlos; hemos ofrecido el apoyo de la Religión a los príncipes
y otros gobernantes y exhortamos a los pueblos a que aprovechen en toda su
extensión, la abundancia de los bienes supremos que la Iglesia ofrenda. Los
príncipes entiendan lo que ahora estamos haciendo es volver a ofrecerles ese
mismo apoyo, más solido que otro alguno; al paso que los exhortamos con la
mayor vehemencia en el Señor a que amparen la Religión y, según lo
reclama el mismo interés de la república, permitan gozar a la Iglesia de aquella
libertad de que, sin injusticia y perdición de todos, ella no puede ser
despojada. En manera alguna puede la
Iglesia ser sospechosa a los príncipes ni odiosa a los
pueblos. A los soberanos, por cierto, los exhorta para que ejerzan la justicia
y no se aparten en lo más mínimo de sus deberes, mas al mismo tiempo por muchos
conceptos robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y proclama que todo lo que
pertenece al orden civil cae bajo la jurisdicción, la soberanía de ellos; en
aquellos asuntos cuya jurisdicción, por diversas causas, pertenecen a la
potestad civil, y eclesiástica, desea que exista la concordia entre ambas con
lo cual se evitan contiendas, que serían funestas para ambas.
Por lo que a los
pueblos se refiere, la Iglesia
se ha fundado para la salvación de todos los hombres, y los ha amado siempre
como una madre; ella, pues, es quien, haciéndose preceder por las obras de
caridad, comunicó la mansedumbre a los ánimos, la humanidad a las costumbres,
la equidad a las leyes; y, nunca enemiga de la legítima libertad, solía siempre
abominar de la tiranía. Esta costumbre, innata en la Iglesia de merecer bien la
señala en forma preclara y concisa SAN AGUSTÍN al decir: enseña la Iglesia a los reyes que
cuiden de los pueblos, que todos los pueblos se sujeten a los reyes;
manifestando como no todo se debe a todos, pero a todos la caridad y a nadie la
injusticia.
CONCLUSIÓN
Obligación de los
Obispos. Exhortación
Por estas razones,
Venerables Hermanos, vuestra obra será grandemente provechosa y saludable, si
consultáis con Nos todas las empresas que por encargo divino habéis de llevar a
cabo para conjurar peligros y remover obstáculos.
Procurad y esmeraos
que los preceptos establecidos por la Iglesia respecto de la autoridad pública y del
deber de la obediencia, se tengan presentes y se cumplan diligentemente por
todos; como censores y maestros que sois, amonestad incesantemente a los
pueblos para que huyan de las sectas prohibidas, abominen las conjuraciones y
que nada intenten por medio de la sedición, y entiendan que al obedecer por
causa de Dios a los gobernantes, su obediencia es un obsequio razonable, porque
Dios es quien da la salud a los reyes y concede a los pueblos el descanso en la
hermosura de la paz y en los tabernáculos de la fidelidad y en regalado reposo.
Para que la esperanza
en la oración sea más firme, pongamos por intercesores y abogados a la Virgen MARÍA , ínclita
Madre de Dios, auxilio de los cristianos y égida del genero humano; a SAN JOSÉ,
su esposo castísimo, en cuyo patrocinio confía grandemente toda la a Iglesia; a
los Apóstoles SAN PEDRO y SAN PABLO, centinelas y defensores del nombre
cristiano.
Entre tanto y como
augurio del galardón divino, os damos, afectuosamente a vosotros, Venerables
Hermanos, Clero y pueblo confiado a vuestro cuidado, Nuestra Bendición
Apostólica.
Dado en Roma, en San
Pedro a 29 de junio de 1881, año cuarto de Nuestro Pontificado.
Leonis pp. XIII
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