P. Raúl Hasbún
Latría es adoración,
culto religioso a una divinidad. Usado en propiedad, sólo debiera ser referido
a Dios, el Omnisciente, el Omnipotente, el Providente. La perversión de la
inteligencia (cuna y caldo de cultivo de toda otra perversión) ha ido
divinizando personas, objetos, ideas e instituciones que no son Dios, sino
ídolos, burdas imitaciones, grotescas falsificaciones. Lógica e históricamente,
el desenlace es el mismo: los ídolos defraudan y devoran a sus adoradores, no
sin antes someterlos a degradante esclavitud.
La fe bíblica
reivindicó tempranamente la exclusividad del Dios verdadero. A los adoradores
de Baal los retó y desenmascaró el profeta Elías, invocando a Yahwé para que
hiciera llover fuego del cielo sobre un altar inundado de agua. Más tarde
Jesús, enfrentado al dilema : obedecer al César o a Dios, sentenció
solemnemente que el César no es Dios, y que Dios honra la autoridad del César
en cuanto no contravenga el derecho divino.
Los últimos milenios
han visto surgir múltiples intentos de divinizar personas («mi Führer es mi
Dios», Oda a Stalin), objetos (dinero, poder, placer), ideas (la revolución,
con cualquier apellido; la libertad sin apellido); instituciones (monarquía,
democracia, parlamentos, cortes, ONU, FMI, OMS, ONGs).
La tendencia hoy
dominante es la divinización del Estado. Sabido es que la familia, núcleo
fundamental de la sociedad, es en sí todavía imperfecta y necesita una
organización, un conjunto de normas y entidades que la protejan e integren con
las demás familias, optimizando su capacidad productiva, cautelando su
patrimonio cultural y garantizando un modo pacífico de solucionar sus litigios.
Marx, en un rapto de
ingenuidad rayano en el desvarío intelectual, vaticinó que en la etapa final de
su revolución el Estado no sería necesario, porque las personas, redimidas del
pecado original del afán de lucro y propiedad privada, resolverían sus
conflictos con cívica espontaneidad. Los que piensan y hablan en serio
reconocen la necesidad y legitimidad del Estado con su poder normativo y
coercitivo; pero buscan modos de blindar a los ciudadanos contra la tentación
de atribuirse, quienes están en el poder, cualidades divinas de omnisciencia,
omnipotencia y omniprovidencia.
Hoy las leyes y
autoridades operan en virtud de una presunción de derecho: los ciudadanos no
saben lo que les conviene y no son capaces de ponerlo en obra. Basta que un
asunto explote mediáticamente para en seguida sentenciar: esto tiene que ser
regulado. ¿Cómo? Por ley, es decir por el Estado. Regular, fiscalizar,
penalizar: la potestad coercitiva del Estado minimiza y virtualmente anula la
confianza en la educación y libertad de las personas. Y el vértigo de
estatolatría va generando el irremisible colapso económico, ético, jurídico y
pedagógico de este pulpo de mil inútiles y asfixiantes tentáculos. Es hora de
recordar que el primer y mejor ministerio de educación, de economía, del
trabajo, de salud y de justicia es la familia.
(Este artículo fue
publicado originalmente por revista Humanitas)
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