que caminaba en
las tinieblas vio una luz grande
ECCLESIA,
25-12-2020
La Navidad es
acontecimiento de luz, es la fiesta de la luz: en el Niño de Belén, la luz
originaria vuelve a resplandecer en el cielo de la humanidad y despeja las
nubes del pecado. El fulgor del triunfo definitivo de Dios aparece en el
horizonte de la historia para proponer a los hombres un nuevo futuro de
esperanza. Al igual que los pastores, también nosotros hemos de sentir en esta
noche extraordinaria el deseo de comunicar a los demás la alegría del encuentro
con este "Niño envuelto en pañales", en el cual se revela el poder
salvador del Omnipotente.
Todos los años
escuchamos estas palabras del profeta Isaías, en el contexto sugestivo de la
conmemoración litúrgica del nacimiento de Cristo. Cada año adquieren un nuevo
sabor y hacen revivir el clima de expectación y de esperanza, de estupor y de
gozo, que son típicos de la Navidad.
Al pueblo oprimido
y doliente, que caminaba en tinieblas, se le apareció "una gran luz".
Sí, una luz verdaderamente "grande", porque la que irradia de la
humildad del pesebre es la luz de la nueva creación. Si la primera creación
empezó con la luz (cf. Gn 1, 3), mucho más resplandeciente y "grande"
es la luz que da comienzo a la nueva creación: ¡es Dios mismo hecho hombre!
La Navidad es
acontecimiento de luz, es la fiesta de la luz: en el Niño de Belén, la luz
originaria vuelve a resplandecer en el cielo de la humanidad y despeja las
nubes del pecado. El fulgor del triunfo definitivo de Dios aparece en el
horizonte de la historia para proponer a los hombres un nuevo futuro de
esperanza.
"Habitaban
tierras de sombras, y una luz les brilló" (Is 9, 1).
El anuncio gozoso
que se acaba de proclamar en nuestra asamblea vale también para nosotros,
hombres y mujeres en el alba del tercer milenio. La comunidad de los creyentes
se reúne en oración para escucharlo en todas las regiones del mundo. Tanto en
el frío y la nieve del invierno como en el calor tórrido de los trópicos, esta
noche es Noche Santa para todos.
Esperado por mucho
tiempo, irrumpe por fin el resplandor del nuevo Día.¡El Mesías ha nacido, el
Enmanuel, Dios con nosotros! Ha nacido Aquel que fue preanunciado por los
profetas e invocado constantemente por cuantos "habitaban en tierras de
sombras". En el silencio y la oscuridad de la noche, la luz se hace
palabra y mensaje de esperanza.
Pero, ¿no
contrasta quizás esta certeza de fe con la realidad histórica en que vivimos?
Si escuchamos las tristes noticias de las crónicas, estas palabras de luz y
esperanza parecen hablar de ensueños. Pero aquí reside precisamente el reto de
la fe, que convierte este anuncio en consolador y, al mismo tiempo, exigente. La
fe nos hace sentirnos rodeados por el tierno amor de Dios, a la vez que nos
compromete en el amor efectivo a Dios y a los hermanos.
"Ha aparecido
la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres" (Tt 2,
11).
En esta Navidad,
nuestros corazones están preocupados e inquietos por la persistencia en muchas
regiones del mundo de la guerra, de tensiones sociales y de la penuria en que
se encuentran muchos seres humanos. Todo buscamos una respuesta que nos
tranquilice.
El texto de la
Carta a Tito que acabamos de escuchar nos recuerda cómo el nacimiento del Hijo
unigénito del Padre "trae la salvación" a todos los rincones del
planeta y a cada momento de la historia. Nace para todo hombre y mujer el Niño
llamado "Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe
de la paz" (Is 9, 5). Él tiene la respuesta que puede disipar nuestros
miedos y dar nuevo vigor a nuestras esperanzas.
Sí, en esta noche
evocadora de recuerdos santos, se hace más firme nuestra confianza en el poder
redentor de la Palabra hecha carne. Cuando parecen prevalecer las tinieblas y
el mal, Cristo nos repite: ¡no temáis! Con su venida al mundo, Él ha derrotado
el poder del mal, nos ha liberado de la esclavitud de la muerte y nos ha
readmitido al convite de la vida.
Nos toca a
nosotros recurrir a la fuerza de su amor victorioso, haciendo nuestra su lógica
de servicio y humildad. Cada uno de nosotros está llamado a vencer con Él
"el misterio de la iniquidad", haciéndose testigo de la solidaridad y
constructor de la paz. Vayamos, pues, a la gruta de Belén para encontrarlo,
pero también para encontrar, en Él, a todos los niños del mundo, a todo hermano
lacerado en el cuerpo u oprimido en el espíritu.
Los pastores
"se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y
oído; todo como les habían dicho" (Lc 2, 17).
Al igual que los
pastores, también nosotros hemos de sentir en esta noche extraordinaria el
deseo de comunicar a los demás la alegría del encuentro con este "Niño
envuelto en pañales", en el cual se revela el poder salvador del
Omnipotente. No podemos limitarnos a contemplar extasiados al Mesías que yace
en el pesebre, olvidando el compromiso de ser sus testigos.
Hemos de volver de
prisa a nuestro camino. Debemos volver gozosos de la gruta de Belén para contar
por doquier el prodigio del que hemos sido testigos. ¡Hemos encontrado la luz y
la vida! En Él se nos ha dado el amor.
"Un Niño nos
ha nacido..."
Te acogemos con
alegría, Omnipotente Dios del cielo y de la tierra, que por amor te has hecho Niño
"en Judea, en la ciudad de David, que se llama Belén" (cf. Lc 2, 4).
Te acogemos agradecidos, nueva Luz que surges en la noche del mundo. Te
acogemos como a nuestro hermano, "Príncipe de la paz", que has hecho
"de los dos pueblos una sola cosa" (Ef 2, 14).
Cólmanos de tus
dones, Tú que no has desdeñado comenzar la vida humana como nosotros. Haz que
seamos hijos de Dios, Tú que por nosotros has querido hacerte hijo del hombre
(cf. S. Agustín, Sermón 184).
Tú,
"Maravilla de Consejero", promesa segura de paz; Tú, presencia eficaz
del "Dios poderoso"; Tú, nuestro único Dios, que yaces pobre y
humilde en la sombra del pesebre, acógenos al lado de tu cuna.
¡Venid, pueblos de
la tierra y abridle las puertas de vuestra historia! Venid a adorar al Hijo de
la Virgen María, que ha venido entre nosotros en esta noche preparada por
siglos. Noche de alegría y de luz.
¡Venite, adoremus!
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