En estos días se
reclama el reconocimiento de un derecho a liquidar a los niños por nacer. Ese
nefando delito nunca puede ser un derecho.
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica –
16/12/20 10:57 AM
El Concilio
Vaticano II, por su índole y sus consecuencias, ha sido el acontecimiento
eclesial más importante del siglo XX. Se ha hecho de él uso y abuso. En mi
opinión -como lo escribí en otras ocasiones-, el Concilio son los textos, en
los que se expresa la mente y la voluntad de los Padres Conciliares, aprobados
prácticamente por unanimidad, y que, según lo ha enseñado Benedicto XVI, deben
ser leídos a la luz de la gran tradición de la Iglesia.
Sin embargo,
pareciera que después de medio siglo el Concilio hubiera caído en el olvido. Lo
digo por referencia a un tema específico, de singular importancia en la
Argentina de hoy, cuando el gobierno socialdemócrata, y seudoperonista, se ha
empeñado en la legalización del aborto. Al escribir esta nota, la Cámara de
Diputados de la Nación ya aprobó el proyecto de liquidación de los niños por
nacer por 131 votos contra 117; después de esa media sanción debe pronunciarse
el Honorable Senado. ¿Será el regalo de Navidad que esa mayoría de ateos
bautizados, que constituye el gobierno, quiere ofrecer al pueblo argentino?
He comenzado
aludiendo al Concilio porque he sido yo, un obispo emérito (o «demérito») el
único que -y más de una vez- se atrevió a citar la sentencia de la Constitución
Pastoral Gaudium et spes, número 51, pronunciada en el contexto en que se
afirma que el amor conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana.
Los Padres Conciliares enseñaron: La vida, desde su concepción, ha de ser
salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes
abominables. En el original latino se lee, textualmente: Nefanda sunt crimina.
Otros han apuntado a lo inoportuno del proyecto, o expresaron que su aprobación
tornaría a la sociedad menos inclusiva. Comprendo; la cita conciliar suena
brutal, con la brutalidad de la verdad en un mundo regido por el Padre de la
mentira (Jn 8, 44). No parece conformarse a la «cultura del encuentro», según
la cual hay que evitar semejantes afirmaciones. Pero posee una fuerza
intrínseca que es capaz de sacudir las conciencias de los hombres y mujeres de
buena voluntad.
La Iglesia de hoy
se encuentra profundamente afectada por la llaga del relativismo, que enferma a
fieles y pastores. Empero, hay lugar para la esperanza; muchos jóvenes están
dispuestos a asumir lo que Rod Dreher, en su libro La opción benedictina, llama
una estrategia para cristianos, en una nación postcristiana; el autor habla de
Estados Unidos, aunque estoy seguro de que vale también para la Argentina.
Voy al asunto que
me he propuesto abordar.
El Ministro de
Salud de la Nación se ha descolgado recientemente con una sentencia
inconcebible. Ha dicho que en el caso de una mujer embarazada no hay dos vidas
-la de la mujer, y la del fruto de la concepción- sino una sola, la de la
mujer; lo que lleva en su seno es un fenómeno. El ministro es bien conocido por
sus opiniones, ya que ejerció ese cargo en dos oportunidades anteriores, en las
cuales se destacó como entusiasta promotor del onanismo mediante el reparto
masivo de condones. En aquella oportunidad lo critiqué públicamente, y con todo
respeto. El reaccionó tratándome de «fanático» y «exaltado»; dijo: «Dios
perdona todo, pero el Sida no perdona»; su alusión religiosa me permitió
retrucar recordándole una elemental verdad catequística: «Dios perdona todo si
nos arrepentimos, y prometemos enmendarnos, no si perseveramos cerrilmente en
nuestro error». Dije error porque en el Nuevo Testamento griego pecado se dice
hamartía, derivado de un verbo que significa marrar la meta, extraviarse. El
pecado es una decisión errada de la voluntad, que adhiere a un objeto
inconveniente. El ministro no pierde las mañas: ahora, para combatir el
aburrimiento a causa de la cuarentena, ha recomendado el sexting. ¡Parece
mentira! Es este un modelo eximio de la seriedad de la política argentina. Los
lectores imaginarán el significado del neologismo inglés, que corresponde
aproximadamente a lo que en la moral casuística se denomina «actos
incompletos». Se supone que es médico, y especialista en sanidad. Aquí ha
fracasado rotundamente en la gestión de la pandemia, sobre la cual se
contradijo repetidas veces, y no pudo evitar infinidad de contagios y muertes.
Ahora afirma que el fruto de la concepción no es una vida humana, sino un
fenómeno, aunque no explica de qué. Según el diccionario, fenómeno equivale a apariencia,
cosa extraordinaria y sorprendente, persona o animal monstruoso. ¿Se trata en
su caso de ignorancia, o ideologizada mala fe? No puede negar que la
embriología desarrollada durante el siglo XX ha establecido claramente que el
«fenómeno» de la concepción es un ser humano, con un ADN distinto del de sus
progenitores, y que ya desde el primer instante es varón o mujer. ¿Habrá oído
hablar del profesor Jérôme Lejeune, y de sus estudios?
La cuestión del
aborto posee diversas facetas, la primera de las cuales es estrictamente
científica; es lo dicho. También implica una cuestión jurídica, con su base
ética imposible de soslayar. En este ámbito se suele distinguir entre
despenalización y legalización; me parece una distinción engañosa, porque si
una conducta no está sancionada por la ley, puede cumplirse libremente, es
legal. La dimensión psicológica surge evidente en lo que se llama síndrome
posaborto. Quienes nos hemos sentado en un confesionario conocemos muchos casos
de mujeres que se acusan reiteradamente de esa culpa, que ya ha sido perdonada,
y a veces no resulta fácil devolverles la paz que han perdido. Lo psicológico y
lo moral están intrínsecamente relacionados en la conducta humana, en la de las
personas normales. La faceta sociológica se manifiesta en las concentraciones
para reclamar la ley que habilite la liquidación de los niños por nacer; los
rostros y las vestimentas muestran que se trata de una reivindicación de la
burguesía. No se ven pobres en ellas; las mujeres pobres consideran una riqueza
al hijito, por lo general independientemente del modo como ha sido concebido.
Poseen el auténtico sentido de la vida humana. Da pena la posición abortista de
los partidos de extrema izquierda, que no entienden a los pobres, y se suman a
la estrategia de la burguesía.
Finalmente, es
preciso decir algo sobre el costado político del asunto. Muchos lectores
recordarán a Henry Kissinger, el norteamericano de origen judío - alemán, que
fue Secretario de Estado entre 1973 y 1977, y que tuvo una influencia decisiva
en la política internacional con su propósito de disminuir la población de los
países pobres. Ese proyecto continúa siendo activo designio del imperialismo
financiero internacional, protagonizado por Rockefeller, Soros, la ONU, la
UNESCO, la Organización Mundial de la Salud, los diversos Comités de Población,
el BID, el FMI, la Planned Parenthood o IPPF, la Trilateral Comission, y un
poder cultural ubicuo y obediente. El gobierno argentino, presuntamente
progresista, obedece a esa política, y recibe fondos para promover el aborto y
la perversión sexual escolar. La Argentina es un país semidespoblado, con un
territorio potencialmente rico y codiciable. El inefable Ginés ha dicho que si
el «fenómeno» fuera un ser humano, el aborto sería un genocidio. Lo es, y él se
anota en la lista de los aspirantes a genocidas.
Los abortistas,
que desconocen -no quieren aceptar- la complejidad del asunto, descalifican a
la Iglesia Católica reduciendo la cuestión a la dimensión religiosa. En este
punto, digamos francamente que los cristianos evangélicos han actuado con
coherencia y firmeza. Las declaraciones de ACIERA, la Asociación Cristiana de
Iglesias Evangélicas de la República Argentina, han sido mejores que algunas
intervenciones católicas. Pero sí, el aborto implica una cuestión religiosa. En
primer lugar, el precepto «No matar», que procede de la Torá hebrea, vale
decir, de la Revelación del Antiguo Testamento, y que en régimen cristiano
encuentra confirmación y ampliación. Pero algo más: el Mesías de Israel, y Salvador
de todos los hombres, Nuestro Señor Jesucristo, fue un niño por nacer,
engendrado virginalmente por María Santísima; es Dios y hombre verdadero, como
reza la verdad central de nuestra fe. Fue un embrión, un feto, luego un
paidíon, un niñito, un bréphos, según leemos respectivamente en los Evangelios
de Mateo y de Lucas (cf. Mt 1, 8. 9. 13. 14. 20. Lc 2, 12. 16). Este
sustantivo, bréphos, en el griego clásico, designa al niño ya desde el seno de
su madre, y luego en su tierna infancia. Este misterio nos mueve a contemplar
con devota admiración el hecho de la generación humana, y el silencioso
crecimiento de la nueva criatura en el seno materno, desde el instante de la
concepción. El Hijo eterno de Dios quiso nacer en el tiempo como nacen los
hombres, solo que fue engendrado sin intervención de varón, por la acción del
Espíritu Santo.
Otro elemento de
orden religioso: según la Biblia, la sangre inocente derramada reclama una
intervención punitiva de Dios. En el relato arquetípico del fratricidio consumado
por Caín, que abre el camino para la entrada violenta de la muerte en el mundo,
se pone en boca de Dios: La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo
(Gn 4, 10). Jesús asumió esa verdad en su invectiva contra la vanidad y la
hipocresía de los escribas fariseos, al anunciar que ellos perseguirían hasta
la muerte a los apóstoles que les enviaría. El texto del Evangelio de San Mateo
señala una acumulación terrible: Así caerá sobre ustedes toda la sangre
inocente derramada en la tierra, desde la sangre del justo Abel, hasta la
sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que ustedes asesinaron entre el
santuario y el altar (Mt 23, 35). No me parece arbitrario aplicar estas
realidades bíblicas a la oportunidad siniestra que vive nuestro país; resulta patético
confrontarlas con la algarabía manifestada por tantas jóvenes ataviadas con
símbolos verdes en la Plaza del Congreso, al votarse la ley. ¡Si hubieran
pensado en la sangre de los niños abortados!... El texto citado de San Mateo
concluye: Les aseguro que todo esto sobrevendrá a la presente generación (Mt
23, 36). Una generación, la nuestra, que ya carga sobre sí abundantes
desgracias. Hablo así porque pienso que la palabra evangélica ha sido
pronunciada para siempre, y tiene una permanente actualidad.
La premura por
obtener la sanción de una ley que legitime lo que eufemísticamente llaman
«interrupción voluntaria del embarazo», y sobre todo el número fantástico que
aducen de abortos clandestinos, prueban el fracaso de los intentos de asegurar
una educación sexual escolar, que ya viene aplicándose desde hace años, con
responsabilidad de varios gobiernos. También, desde hace años, me he ocupado
del tema, al que asigno una valencia deseducativa que se integra en la
decadencia de una cultura, que ha perdido el sentido de la naturaleza y de la
auténtica humanidad del hombre. Estos atentados han sido impuestos por leyes
que numerosos expertos consideran inconstitucionales: la Ley nacional 26.150, y
en la Provincia de Buenos Aires una norma local, la Ley 14.744. Este segundo
instrumento fue votado en 2015, sin discusión en la Legislatura, con un
conjunto de otras disposiciones, y promulgada también en un «paquete». Pretende
imponer la «educación sexual integral», desde el nivel inicial hasta el último
año del ciclo secundario; según ella, hay que asegurar a los educandos una
docena de «derechos sexuales», entre ellos, el derecho al «placer sexual», y se
ha de formarlos para que elijan libremente la orientación sexual. Semejante
abuso contraría a la Constitución Provincial sancionada en 1994, que establece
en el artículo 199 que los escolares bonaerenses han de recibir «una educación
integral, de sentido trascendente, y según los principios de la moral
cristiana, respetando la libertad de conciencia». Los lobbies LGBT, con la
complicidad de los políticos y de los funcionarios judiciales han impuesto sus
convicciones y prácticas en nombre de la no-discriminación.
El contexto
cultural, como en el caso del aborto y de la regulación inmoral de los
nacimientos, es decisivo: un individualismo anárquico en la concepción de la
persona humana, que resulta desligada de sus vínculos esenciales, pone el
acento en la expresión de la subjetividad y valora exageradamente toda
autoexpresión creativa como paradigma de conducta. Cada uno tiene derecho a
elegir para sí un estilo de vida libre y abierto, que no admita trabas. Se
rechaza toda idea de límite, regulación o prohibición en la búsqueda del
placer, y en el ejercicio de la función que lo brinda; además, se desconoce,
mitiga o elude toda referencia a valores objetivos, universales y permanentes,
respecto de los cuales el hombre debe ser educado y autoeducarse en la
responsabilidad. San Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae habló de una
idea perversa de libertad, violatoria del orden de la naturaleza, y del
auténtico bien de la persona humana; en tales actitudes se expresa una
antropología reductiva, incapaz de comprender el complejo unitario y viviente
que es el hombre. Este fundamento filosófico inspira tanto el intento de
dominar despóticamente el cuerpo y sus funciones cuanto el materialismo
vitalista.
Otro elemento del
contexto cultural que voy describiendo es la inflación desmesurada y
antinatural de la problemática relativa al sexo, como si nada en la vida actual
pudiera escapar de la motivación o a la finalidad sexual. Así cunde entre
muchos adolescentes y jóvenes, desde los años más tempranos, la curiosidad o la
obsesión por el placer como un fin en sí mismo. En esa reducción fisiologista
de la sexualidad el amor es, a lo sumo, un ingrediente afrodisíaco, no el medio
de un encuentro personal. La diversión de los chicos suele ser un ejercicio
ritual en sitios donde no falta el alcohol, y muchas veces la droga; los medios
de comunicación dan cuenta regularmente de los «femicidios» que se cometen a la
salida de esos «boliches». Podría extenderme en el análisis de este asunto, que
ha de tomarse en cuenta cuando se trata del aborto; este es el último recurso
al que puede apelarse cuando fallan los «cuidados».
Una recta
educación sexual, que sea un elemento positivo para la plasmación de la
personalidad, implica un problema teórico: la comprensión de lo específico de
la sexualidad humana, que si bien no debe enfocarse exclusivamente «desde
arriba», desde una racionalidad dominadora presuntamente capaz de manejar a su
arbitrio el torrente biológico expresado en la libido, tampoco ha de enfocarse
-como se hace habitualmente- «desde abajo», desde la animalidad, como si no se
diferenciara específicamente de la sexualidad de los bichos inferiores. Debido
a la participación recíproca de espíritu y materia, que se conjugan en la
dimensión sexual, y se unifican en ella, todo lo biológico se encuentra bajo el
imperativo metabiológico del espíritu. La libertad asegura la integración
personal, la luminosa felicidad que es propia de la vida sexual rectamente
orientada.
Concluyo
retornando al tema que es el objetivo principal del presente artículo. En estos
días se reclama el reconocimiento de un derecho a liquidar a los niños por
nacer. Ese nefando delito nunca puede ser un derecho. Por lo contrario, el
derecho humano primordial, base de todos los otros, es el derecho a la vida, a
crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido engendrado; más aún,
el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral que favorezca el
desarrollo de la propia personalidad. El aborto es un triste fenómeno, una
forma de desesperación. Además no es posible dejar de señalar la mendacidad del
gobierno: afirman que se realizan varios millares por año de abortos
clandestinos (han llegado a fantasear quinientos mil), y pretenden
transformarlos en legales, seguros y gratuitos; ¿cómo podría asumirlos un
sistema sanitario destruido, al borde del colapso?
Mis últimas
palabras van dirigidas, con respeto y aprecio, a los señores Senadores que se
reconocen católicos. Un criterio fundamental afirma la conexión entre el orden
legal y el orden moral. Cuando en ámbitos y realidades que implican exigencias
éticas insoslayables se proponen decisiones legislativas y políticas contrarias
al orden natural y a los valores cristianos, la conciencia bien formada no
puede adherir a ellos, y contribuir de ese modo a la deshumanización de la vida
social y de las instituciones que deben resguardarla. Corresponde que con
sinceridad y valentía se opongan a los grupos ocultos de poder que se valen de
una concepción relativista e inmoral de la democracia, para instaurar un
desorden subversivo contra la dignidad de la persona humana. Los acompaño con
mis oraciones.-
+ Héctor Aguer,
arzobispo emérito de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico
Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico
Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
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