Cambio que preocupa
Por Carlos Esteban
Infovaticana | 19 septiembre, 2018
La recién proclamada constitución apostólica
Episcopalis communio es probablemente el acto más genuinamente ‘revolucionario’
de Francisco hasta la fecha: con ella, los sínodos pasan de ser consultivos a
delibertativos, convirtiéndose en magisterio ordinario sus conclusiones si las
acepta el Papa y podrán formar parte de la preparación de los mismos personas
sin la dignidad episcopal elegidas a dedo por el Pontífice.
Hasta ahora, los sínodos -una fórmula antiquísima en
la Iglesia pero ‘normalizada’ por Pablo VI-, eran reuniones de obispos
convocadas por el Papa sobre asuntos concretos cuyas conclusiones tenían
carácter meramente consultivo. Pero con la nueva constitución apostólica
Episcopalis communio recién aprobada por el Papa Francisco pasan a ser algo
sustancialmente distinto.
Con el nuevo sistema, las conclusiones del sínodo, una
vez aprobadas por el Papa, pasan a ser magisterio ordinario, es decir, materia
de fe para el fiel católico. El Artículo, 18, 2 especifica: “Si es aprobado
expresamente por el Romano Pontífice, el documento final participa del
Magisterio ordinario del Sucesor de Pedro”. Esto convierte a cada sínodo en un
‘miniconcilio’, en concilios cuasi permanentes, porque precisamente la
diferencia esencial entre un concilio y un sínodo era el carácter magisterial
del primero y meramente consultivo del segundo.
La medida es transcendental, revolucionaria… Y, para
muchos, alarmante. Francisco ha insistido desde el inicio de su pontificado en
la importancia de la ‘colegialidad’, ha hablado a menudo de la conversión hacia
una ‘Iglesia sinodal’, ha convocado ya varios sínodos y proyecta varios más.
Ahora, una de las discusiones más acaloradas entre
partidarios y detractores de la ‘renovación’ eclesial que pretende introducir
Su Santidad ha sido, precisamente, sobre la tipificación magisterial de tanto
dudoso o innovador pronunciamiento, así como de su posible revocación por un
pontífice posterior. Con la nueva constitución ya no queda duda, porque cita
expresamente el carácter de magisterio ordinario de lo que salga de cada sínodo
y apruebe el Papa.
Pero la ‘colegialidad’ en la que tanto insiste
Francisco también tiene ‘truco’; de hecho, tiene varios.
En primer lugar, un sínodo no es necesariamente la
reunión de todos los obispos del mundo. Es una reunión de aquellos obispos que
elige el Papa, y no creo que sea innecesariamente poco respetuoso presumir que
Su Santidad no va a elegir a prelados que se opongan a sus proyectos.
En segundo lugar, el sínodo, organizado y dirigido por
la Santa Sede, es fácilmente manipulable, como se comprobó sobradamente en los
dos sínodos de la familia. Como recuerda el vaticanista Marco Tossati en una
columna en La Nuova Bussola Quotidiana, “hemos visto que en realidad estos
megaeventos están coordinados para seguir una agenda precisa, elaborada y
dirigida desde arriba. Y, en última instancia, sirven meramente para crear un
contexto para documentos -Amoris Laetitia es el ejemplo más obvio- que vienen
en gran medida precocinados, y a los cuales las contribuciones de los padres
sinodales aportan añadidos puramente cosméticos.
¿Cómo no recordar la candorosa
confesión del arzobispo Forte sobre la conversación confidencial que mantuvo
con el Papa? “Si hablamos de dar la comunión a los divorciados vueltos a
casar”, señalaba Monseñor Forte, en referencia a un comentario del Papa
Francisco, “no se dan cuenta del lío en que nos metemos con eso. Así que no
hablaremos de ello de forma directa, lo haremos de un modo en que queden claras
las premisas, y de ellas sacaremos las conclusiones”.
En tercer lugar, la participación de los laicos e
incluso de los no católicos. No, no es que en el Sínodo vayan a participar como
miembros del mismo quienes no pertenezcan al episcopado. Pero la constitución
prevé formalizar nuevos métodos para consultar al Pueblo de Dios -a laicos e
incluso a gente de otras religiones-; el establecimiento de una “comisión para
la aplicación” constituida por expertos supervisados por el secretario general
del sínodo; y “consejos del secretariado general” constituidos por miembros
nombrados directamente por el Papa que se ocuparán de preparar encuentros
sinodales y mantendrán sus cargos hasta cinco años después de finalizado el
sínodo.
Tenemos a la vuelta de la esquina dos sínodos, el de
los jóvenes y el de la Amazonía, y es de prever que, si Dios da salud al Santo
Padre, nos aguarden muchos más. Pese a los epígrafes de ambos sínodos citados,
los documentos previos y las declaraciones que les han rodeado hacen pensar a
una mayoría de observadores que con ellos se pretende modificar partes
relevantes de la práctica eclesial o incluso de la concepción antropológica
tradicional: en el primer caso, sobre la moral sexual de la Iglesia; en el
segundo, la abolición del celibato sacerdotal obligatorio.
Hasta ahora, los críticos más visibles del Pontificado
de Francisco, como el cardenal americano Raymond Leo Burke, firmante de los
Dubia, han evitado la confrontación directa alegando que las declaraciones más
cuestionables de Francisco carecen de cualificación magisterial y son solo “las
opiniones privadas del Papa”. Después de la proclamación de Episcopalis
communio, este pretexto desaparece. ¿Cuál será su respuesta si de los citados
sínodos salen conclusiones difícilmente conciliables con la Tradición de la
Iglesia y el Papa las refrenda?
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