por Raniero
Cantalamessa
Parroquia San Juan Bautista, 8-10-16
No es verdad que la Iglesia considere milagro todo
hecho inexplicable.
Considera milagro sólo aquel hecho inexplicable que,
por las circunstancias en las que ocurre, reviste el carácter de señal divina,
esto es, de confirmación dada a una persona o de respuesta a una oración.
Mientras Jesús estaba de camino a Jerusalén, a la
entrada de un pueblo le salieron al encuentro diez leprosos. Parándose a
distancia, le dijeron en voz alta: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de
nosotros!». Jesús se apiadó de ellos y les dijo: «Id y presentaos a los
sacerdotes». Durante el trayecto, los diez leprosos se descubrieron
milagrosamente curados. También la primera lectura refiere una curación
milagrosa de la lepra: la de Naamán el sirio por obra del profeta Eliseo. Es
clara, por lo tanto, la intención de la liturgia de invitarnos a reflexionar
sobre el sentido del milagro y en particular del milagro que consiste en la
sanación de la enfermedad.
Digamos ante todo que la prerrogativa de hacer
milagros se cuenta entre las más atestiguadas en la vida de Jesús.
Probablemente la idea dominante que la gente se había hecho de Jesús, durante
su vida, más aún que la de que fuera un profeta, era la de ser uno que hacía
milagros.
Jesús mismo presenta este hecho como prueba de la autenticidad
mesiánica de su misión: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan
limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan» (Mateo 11, 5). No se puede
eliminar el milagro de la vida de Jesús sin deshacer toda la trama del
Evangelio.
Junto a los relatos de milagros, la Escritura nos
ofrece también los criterios para juzgar su autenticidad y su objetivo. El
milagro nunca es, en la Biblia, un fin en sí mismo; menos aún debe servir para
ensalzar a quien lo realiza y poner al descubierto sus poderes extraordinarios,
como casi siempre sucede en el caso de sanadores y taumaturgos que hacen publicidad
de sí mismos. Es incentivo y premio de la fe.
Es un signo y debe servir para
elevar a un significado. Por esto Jesús se muestra tan entristecido cuando,
después de haber multiplicado los panes, se da cuenta de que no han entendido
de qué era «signo» (v. Marcos 6, 51).
El milagro aparece, en el propio Evangelio, como
ambiguo. Se ve en unas ocasiones positivamente, en otras negativamente.
Positivamente cuando es acogido con gratitud y alegría, suscita fe en Cristo y
abre a la esperanza en un mundo futuro ya sin enfermedad ni muerte;
negativamente cuando es solicitado, o incluso exigido, para creer. «¿Qué señal
haces para que viéndola creamos en ti?» (Juan 6, 30). «Si no veis señales y
prodigios no creéis», decía con tristeza Jesús a quienes le escuchaban (Juan 4,
48). La ambigüedad continúa, bajo otra forma, en el mundo de hoy. Por un lado
hay quien busca el milagro a toda costa; está siempre a la caza de hechos
extraordinarios, se detiene en ellos y en su utilidad inmediata.
En el lado
opuesto, hay quienes no dejan espacio alguno al milagro; lo contemplan hasta
con cierta molestia, como si se tratara de una manifestación inferior de
religiosidad, sin darse cuenta de que, de tal manera, se pretende enseñar a
Dios mismo qué es o no la verdadera religiosidad.
Algunos debates recientes suscitados por el «fenómeno
Padre Pío» han evidenciado cuánta confusión existe aún acerca del milagro. No
es verdad, por ejemplo, que la Iglesia considere milagro todo hecho
inexplicable (¡de estos, se sabe, está lleno el mundo y también la medicina!).
Considera milagro sólo aquel hecho inexplicable que, por las circunstancias en
las que ocurre (rigurosamente comprobadas), reviste el carácter de señal
divina, esto es, de confirmación dada a una persona o de respuesta a una oración.
Si una mujer, de nacimiento sin pupilas, en cierto momento empieza a ver, aun
sin pupilas, esto puede ser catalogado como hecho inexplicable, pero si sucede
precisamente mientras se confiesa con el padre Pío, como de hecho ocurrió,
entonces ya no basta hablar sencillamente de «hecho inexplicable».
Nuestros amigos «laicos», con sus actitud crítica ante
los milagros, ofrecen una contribución preciosa a la fe misma, porque se
muestran atentos a las falsificaciones fáciles en este terreno. Sin embargo
también aquellos deben contemplarse desde una aproximación acrítica. Es igual
de equivocado creer a priori en todo lo que circula como milagroso como
rechazar a priori todo, sin tomarse siquiera la molestia de examinar sus
pruebas. Se puede ser crédulos, pero también... incrédulos, que no es [una
actitud] tan distinta.
Textos: 2 Reyes 5,14-17; 2 Timoteo 2, 8-15; Lucas 17,
11-19.
ReL (8 octubre 2016)
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