miércoles, 28 de septiembre de 2016

La ruina social y política que causa la decadencia moral


“Señor que no mire a los bienes terrenos, sino que practique la justicia, la religión, la fe y al amor” (1 Tim. 6,11)

Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú, para el domingo 26 del tiempo ordinario
 (25 de septiembre de 2016) 

La liturgia de este día es una exhortación a considerar las tremendas consecuencias de una vida relajada y frívola. Vuelven en la primera lectura los duros reproches del Profeta Amós (Am. 6, 4-7) dirigidos a los ricos que se entregan a la comodidad y al lujo y que sólo se preocupan por sacarle a la vida todo el jugo que ésta pueda ofrecer. Los describe ociosos y acomodados en sus divanes -bebiendo y cantando- sin preocuparse por el país que va a la ruina. Entonces Amós les profetiza:”Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos. Se acabó la orgía de los disolutos” (Ib. 7). 

Esta profecía se cumplirá treinta años después sobre el pueblo de Israel y se constituirá una de las muchas lecciones históricas sobre la ruina social y política que causa la decadencia moral. La actual civilización del bienestar y del consumismo no parece haberlo comprendido. Mirando con más profundidad, esta lectura encierra una reflexión más importante: la vida encerrada en los estrechos horizontes de los placeres terrenos es de por sí negación de la fe, es impiedad y ateísmo práctico con el consiguiente desinterés por las necesidades del prójimo y el bien común. En pocas palabras: es el camino para la ruina en el tiempo y en la eternidad. 

Este último aspecto aparece ilustrado en el Evangelio (Lc. 16, 19-31) con la parábola que contrapone al rico Epulón con el pobre Lázaro. Aparentemente este hombre rico no parece tener más pecado que su excesivo apego a las riquezas, al lujo y a la buena mesa. Pero examinando más hondo se descubre el absoluto desinterés por Dios y por el prójimo. Todas sus preocupaciones parecen estar en banquetear cada día (Ib 19) totalmente despreocupado del pobre Lázaro que desfallece a su puerta. Este Lázaro -aunque no se diga expresamente- parece uno de esos pobres que tienen puesta su esperanza con resignación en Dios. 

Por eso cuando les sobrevino a ambos la muerte “a Lázaro los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán” (Ib. 22), ”mientras que el rico se hundió en los tormentos” (Ib. 23). En el diálogo que sigue entre el rico y el padre Abrahán se subraya el inexorable destino eterno que corresponde a la voluntaria toma de posición del hombre en la tierra. El que creyó en Dios y confió en Él tendrá un lugar en el Reino. El que se dio al placer comportándose como si Dios no existiese, quedará eternamente separado de Él. Aquí se ve que la pobreza y el sufrimiento son medios de los que se sirve Dios para que quien los sufre busque bienes mejores y ponga su esperanza en Él. La prosperidad y las riquezas, con frecuencia, hacen al hombre presuntuoso y menospreciador de Dios y de los bienes eternos y por eso se constituyen en tiranos lazos que sofocan todo anhelo por las realidades más altas. 

San Pablo rechaza la búsqueda desordenada de los bienes terrenos y dice que “la codicia es la raíz de todo los males”, y afirma a continuación: “tú, siervo de Dios, en cambio, huye de todo esto, practica la religión, la justicia, la fe y el amor” (1 Tim. 6,11). El cristiano debe cuidarse muchísimo de toda forma de codicia, ya que esto escandaliza mucho a la gente sencilla e incluso a los mismos mundanos. El cristiano fiel está llamado a combatir “el buen combate de la fe” no solamente para sí sino también para sus hermanos y el sacerdote está llamado a administrar y guardar no los bienes temporales sino los eternos y transmitir sin alterar el patrimonio de la fe y del Evangelio.

La posesión de los bienes temporales no está reñida con la fe y con la práctica del evangelio siempre que estén al servicio de los más necesitados y del prójimo en general. Estos bienes temporales son útiles para construir un mundo mejor en donde la inequidad sea destruida por la justicia que con estos bienes se pueda realizar. Hoy vemos muchos pobres y muchos ricos, separados por una brecha de desigualdad que genera distintos tipos de exclusiones. La riqueza debe construirse por medio del trabajo y de los dones que Dios ha dado a cada uno. En el mundo de hoy falta el trabajo y la cultura del trabajo. 

Muchas veces se especula con la dádiva y con toda clase de limosna para no tener que trabajar. También hay que decir que cuando hay trabajo éste debe ser bien remunerado, de modo que quien trabaja pueda acceder a una vida mejor y así poder crecer y progresar. El rico debe preocuparse por ser creador de fuentes de trabajo convirtiéndose así en constructor de una sociedad más justa y equitativa sirviendo de ese modo a Dios y al prójimo. 

Que la Virgen Madre nos ayude a todos los creyentes a poner los dones dados por Dios al servicio del Reino y de nuestros hermanos. 


Mons. Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

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