Cardenal Giacomo Biffi
Centro Pieper, 9-9,16
Tomado de su libro “Memorie e digressioni di un
italiano Cardinale [Memorias y disgresiones de un Cardenal italiano]”, segunda
edición, 2010, pp. 191-194.
Para poner un poco de claridad en la confusión que en
nuestros días aflige a la cristiandad, es necesario que ante todo y en forma
ineludible se distinga con mucho cuidado el acontecimiento Conciliar del clima
eclesial que le ha seguido. Son dos fenómenos distintos y exigen una valoración
diferente.
Pablo VI creyó sinceramente en el Concilio Vaticano II
y en su relevancia positiva para toda la cristiandad. Fue un protagonista
decisivo, al seguir todos los días con atención los trabajos y las discusiones,
ayudando a superar las dificultades recurrentes de sus desarrollos.
Él esperaba que, en virtud del empeño común tanto de
todos los titulares del carisma apostólico como del sucesor de Pedro, una época
bendecida por una vitalidad creciente y por una fecundidad excepcional debía
casi inmediatamente beneficiar y alegrar a la Iglesia.
Por el contrario, el “post-concilio”, en muchas de sus
manifestaciones, lo preocupó y lo desilusionó. Entonces, con admirable
franqueza reveló su congoja, y con apasionada lucidez en sus expresiones golpeó
a todos los creyentes, al menos a aquellos cuya visión no estuviese demasiado
obnubilada por la ideología.
El 29 de junio de 1972, en la fiesta de los santos
Apóstoles Pedro y Pablo, hablando en forma espontánea, llegó a afirmar que «tenía
la sensación que a través de alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el
templo de Dios. Existe en su interior la duda, la incertidumbre, la
problemática, la inquietud, la insatisfacción, el enfrentamiento. No se confía
en la Iglesia.... Se creía que luego del Concilio habría venido una jornada de
sol para la historia de la Iglesia, pero por el contrario, se ha presentado una
jornada cargada de nubes, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre… Creemos
que algo preternatural (el diablo) ha venido al mundo para perturbar, para
sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia cantara
a viva voz un himno de alegría por haber retenido en plenitud el conocimiento
de sí misma».
Son palabras dolorosas y graves sobre las que no es necesario
molestarse en reflexionar.
¿Cómo ha podido suceder que de los pronunciamientos
legítimos y de los textos del Vaticano se haya llegado a una estación tan
diferente y lejana?
La cuestión es compleja y las razones son variadas,
pero sin duda ha pesado también un proceso (por así decir) de aberrante
“destilación”, que del “dato” Conciliar auténtico y vinculante ha extraído una
mentalidad y una moda lingüística totalmente heterogénea. Es un fenómeno que
aflora por todas partes en el “Post-Concilio”, y sigue proponiéndose nuevamente
en forma más o menos explícita.
Para hacernos entender, podríamos aventurarnos a
indicar el procedimiento esquemático de tal curiosa “destilación”.
+ La primera fase consiste en un acercamiento
discriminatorio de la redacción
Conciliar, que distingue los textos aceptados y citables de los
inoportunos o al menos inútiles, que hay que silenciar.
+ En la segunda fase se reconoce como enseñanza
preciosa del Concilio no lo formulado en realidad, sino lo que la santa asamblea
nos habría otorgado si no hubiese sido impedido por la presencia de muchos
Padres Conciliares retrógrados e insensibles a la efusión del Espíritu.
+ Con la tercera fase se insinúa que la verdadera
doctrina del Concilio no es la que de hecho fue canónicamente formulada y
aprobada, sino la que habría sido formulada y aprobada si los Padres
Conciliares hubiesen estado más iluminados, hubiesen sido más coherentes y más
valientes.
Con una metodología teológica e histórica
semejante –nunca enunciada en forma tan
evidente, pero no por eso menos implacable– es fácil imaginar el resultado que
se deriva de ello: lo que en forma casi obsesiva se adopta y exalta no es el
Concilio que ha sido celebrado de hecho, sino (por así decir) un “Concilio
virtual”, un Concilio que no tiene un puesto en la historia de la Iglesia, sino
en la historia de la imaginación eclesiástica. Quien después se atreve aunque
sea tímidamente a disentir, es estigmatizado con la marca infamante de
“preconciliar”, cuando no es directamente colocado entre los tradicionalistas
rebeldes o con los execrados integristas.
Y puesto que entre los “destilados de contrabando” del
Concilio se cuenta también el principio que ahora no hay error que pueda ser
condenado dentro del catolicismo, a menos que se quiera pecar contra el deber
primario de la comprensión y del diálogo, hoy se torna difícil, entre los
teólogos y pastores, tener la valentía de denunciar con vigor y con tenacidad
los venenos que están intoxicando progresivamente al inocente pueblo de Dios.
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